Un aguacero de preguntas

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Muy bien. Hoy es domingo por la mañana. Sin duda estará usted preparándose para disfrutar su café, leyendo el periódico al desgaire, y viendo de reojo algún partido de fútbol. Lo que menos quiere es que le compliquen la vida. Pero eso es justamente lo que voy a hacer, porque tal es mi profesión inconfesa.

La gente habla, hoy en día, de la felicidad como de un valor supremo: nada estaría por encima de ella, y cada uno de nuestros actos propende, de manera directa u oblicua, a ese islote quimérico donde todos quisiéramos residir. Pero conviene, si tal es el caso, plantearse algunas preguntas.

¿Aspira usted a la felicidad, o la quiere realmente? Aspirar no es lo mismo que querer . Luego: si en efecto la quiere, ¿sabe dónde está? ¿Tiene usted un mapa existencial que le permita dar las órdenes adecuadas al timonel? ¿Lleva un buen cartógrafo a bordo? Y aun cuando tuviese usted un mapamundi satelital, ¿cuenta con un vigía que, desde lo alto de su mástil, sea capaz de anunciar el anhelado litoral? Si es un marinero inexperimentado, podría confundir un risco fatal o un mero espejismo con el Eldorado de sus sueños.

Sigamos. ¿Tiene usted la fuerza de voluntad para buscar la felicidad? La volición es un músculo espiritual, una cualidad ética (se habla de “la fibra moral” de una persona, como si el alma tuviese su propia musculatura). Y ese músculo, ¿lo ha usted tonificado, o yace en estado de atrofia? Pero no basta con aspirar, querer, tener mapas, vigías y voluntad para ser feliz. ¿Ha usted elaborado un método para ello? ¿O es que piensa llegar a ciegas, toparse con Arcadia por accidente? Harto improbable, que tal cosa suceda. Sin método no se logra nada, en la vida, y se expone usted a naufragar de camino hacia el puerto de los puertos. Pero, ¿es la felicidad un puerto en el que se desembarca y se instala uno a sus anchas? ¿Qué tal si la felicidad fuese más bien la travesía, el viaje, el tránsito mismo, el ir llegando, no el llegar? ¿Ha usted considerado que la felicidad necesita ser reinventada, reverdecida, que exige pastoreo, irrigación permanentes?

Pero todavía faltan algunas preguntas. ¿Es usted siquiera digno de ser feliz? Algunos dirán que toda persona tiene derecho a la felicidad. Otros que la felicidad es, incluso, un deber. La Constitución de los Estados Unidos contempla la felicidad como un derecho ciudadano. No estoy tan seguro.

Hay que ser digno de la felicidad, hay que merecerla. ¿Se la merece usted, se ha hecho digno de ella? ¿Por qué esperar que la vida se prodigue en caricias si usted no ha empezado por seducirla? Salgamos de nuestro peñasco de egoísmo y planteemos un problema más grave. ¿Es ético aspirar a la propia felicidad cuando el mundo se retuerce en el dolor? ¿Es siquiera concebible el bienestar privado, dentro del dolor colectivo? ¿No conspiraría este contra aquel? Pero, por otra parte, ¿cómo tender una mano solidaria si no se goza de un mínimo de felicidad?

Ahí les dejo mis preguntas, amigos y amigas. Sé que no les arruiné el café. Antes bien, creo que ahora lo saborearán con gusto inédito y redoblado.