Tinta Fresca: Shh...

Una oda al silencio, tan saludable y tan necesario.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

De niño, tenía una grabadora negra, del tamaño de un atún recién extraído del mar; tenía dos caseteras, antena para radio y era capaz de reproducir discos compactos. Fue apenas el segundo aparato musical que conocí, y el primero que podía acomodar en mi cuarto, a diferencia del equipo de sonido enclavado en la sala de la casa.

Con la grabadora desarrollé una relación dual: un yinyang sonoro. Gracias a ella, me enamoré de la música y comencé una práctica que a la fecha sostengo: apagar las luces del cuarto y tirarme a la cama a no hacer otra cosa más que escuchar una canción, un disco, un sonido en particular.

Al tiempo, sin embargo, caí en una adicción inesperada. Una tan sutil que no me percaté de ella sino hasta hace unas semanas: la adicción al ruido. O, lo que es lo mismo: el temor al silencio.

Pasé casi toda mi vida con audífonos puestos, siempre escuchando música que me permitía –o me condenaba a, según el caso– aislarme del entorno. Me bañaba escuchando música, caminaba por la calle escuchando música, viajaba en bus escuchando música.

Al acostarme, ponía algún disco, alguna canción o incluso algún video de YouTube con sonidos de lluvia; al despertar, ponía canciones enérgicas que me obligaban a abrir los ojos.

En el trabajo, los audífonos se convirtieron en una herramienta indispensable –no es fácil escribir con 500 personas alrededor–; no era raro pasar todas las horas hábiles de un día con los audífonos enterrados en medio de las orejas.

Está claro: en algún momento, los audífonos dejaron de ser conductos para escuchar música y se convirtieron en tapones para dejar de escuchar a los demás. Como enfrentar ruido con más ruido, una batalla cuyo escenario era mi cerebro.

Hace unas semanas, bajé los brazos y me rendí. Agotado ante una página en blanco, incapaz de escribir una sola palabra más –así me gano la vida– mientras la música y el ruido de años se acumulaba en mi cabeza, me quité los audífonos y me reté a pasar al menos un día en el mayor silencio posible –sin que eso significara aislarme en mi habitación–. La sanación fue inmediata.

El silencio es un lienzo en blanco. Cuando abunda el silencio, cada sonido es precioso. Cuando abunda el silencio, cada canción es una experiencia memorable y cada conversación un evento que no se diluye en el tiempo.

Más importante aún, eso sí, ha sido comprender que no importa cuán profundo se coloquen los audífonos ni cuándo alto esté el volumen de la música, nada vale para acallar el ruido interno, el que se lleva dentro de la cabeza. La única solución es escucharlo y para ello se necesita, irónicamente, silencio.

El ruido es una forma de acallar las voces dentro de la cabeza. Tal vez sea mejor escucharlas y conversar con ellas.