Tinta Fresca: San José se desdibuja

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San José ha perdido, en lo urbanístico, uno de los rasgos que mejor contribuían a la formación de micro-sociedades: la noción de “barrio”. El barrio era un espacio aglutinante: su pulpería, su cantina, su comisariato, su cine, su plaza, su iglesia, sus ámbitos de circulación. Aun ciudades de la magnitud de París y Londres conservan –habiendo nacido como conglomeraciones de barrios– un perfil en el que la megalópolis no borra la especificidad del quartier , el arrondissement , el district . Todo cuanto es bueno y bello de la provincia, en el seno de la gran ciudad.

Quien da una caminata por el parque (¡pero para empezar debe de haber parques, cosa que nosotros no tenemos!) sabe que va a toparse, a una hora determinada, a la misma señora que saca a pasear al perro, a los mismos niños que juegan en el tobogán, a los mismos agentes de policía, al mismo pregonero en el quiosco de la esquina, aun a los mismos pordioseros. ¿Folclórico? Quizás, y a toda honra. Eso es integración: el concepto de vecindario, la mano solidaria, la persona de confianza, sí: el carnicero, el panadero, el vendedor de pescado y el peluquero “de la cuadra”. San José ya no tiene esto. No hablo desde la nostalgia dulzona y sentimental. Constato, simplemente, que hemos adoptado el modelo de la gran ciudad americana: impersonal, dura, autopistas y malls.

No son espacios de integración, sino, antes bien, ámbitos de dispersión. La gente no va a los malls a socializar. Van a verse unos a otros a lo lejos, a atisbarse, como si de mercancía en una vitrina se tratasen. El cliente deviene, él mismo, mercadería: está expuesto, se ha convertido –sin saberlo– en espectáculo. Son espacios que no favorecen la intimidad, ni la conversación, ni intercambio que vaya más allá de la ostentación del atuendo singularizador, del look : pasarelas magnificadas. El ruido ambiente impide la comunicación. Los comedores pareciesen salidos de una película de Jacques Tati. Todo está diseñado para aislar a la gente, para hacerla consumir rápido y desalojar el lugar.

El condominio, configuración urbana que empezó a ponerse en boga en San José a partir de la década de los setentas, no es un buen espacio para la integración social. Cierto, los condóminos coexisten en estado de contigüidad física (otro tanto puede decirse de una licuadora al lado de una refrigeradora) pero no comparten actividades que los vinculen. Por otra parte, el condominio aísla: están “los de dentro”, que montan una especie de barricada contra “los de afuera”, y el modelo termina por parecerse alarmantemente al castillo del Príncipe Próspero, de La máscara de la Muerte Roja , de Allan Poe: el protagonista y sus cortesanos, amurallados contra la epidemia, en la seguridad intra muros de los predios reales, mientras el pueblo –todos los que vivían fuera de la fortaleza inexpugnable– moría miserablemente.

Configuraciones urbanas que excluyen por una parte, y que buscan la protección física –por encima de cualquier otro criterio– de los residentes, por otra. Desconfianza, suspicacia, paranoia. Un paso más, y comenzaremos a levantar vallas eléctricas contra el vecino. Sociedad de reclusos, de presidiarios en sus celdas de máxima seguridad… O bien de enormes espacios pululantes de gente que cruza caminos pero evade cualquier intercambio: ¡el ámbito está diseñado para no propiciarlos! ¡Deben consumir, no hablar! ¡En qué inhóspito lugar se está transformando el mundo, y la criatura humana, qué animalito insular y amedrentado!