Tinta fresca: "Reaprender la vida", por Jacques Sagot

"Prométanse, hoy, a manera de propedéutica vital, deslumbrarse ante algo –puede ser la cosa más discreta del mundo. Con ello estarán renaciendo".

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Mi amiga se repone de un serio accidente vascular. A los 51 años, tendrá que reaprender la vida. A hablar, comer, caminar, leer, contar, los nombres de los colores, los animales y las partes del cuerpo. Como todo en la vida, su actual circunstancia puede ser vista de dos maneras. Una absoluta tragedia, o una oportunidad de crecimiento, una bendición, un desafío, una prueba. Pronto será capaz de decir el nombre de su esposo: Memo, apenas una variante de Mamá. El más elemental bisílabo. Y yo me pregunto, ¿no es bello, renacer, a los 51 años? Ya no dará caminatas de 20 kilómetros, pero esos diez pasitos que dé, serán valorados de manera diferente. Justipreciados como lo que son: un verdadero milagro. Cada uno de ellos, un prodigio. Ya no comerá como un emperador romano, pero cada bocado será redimensionado, cada aroma, sabor, textura, descubierta como experiencia virgen, inédita.

Todo será fresco, suscitará deslumbramiento, pasmo –ese sentimiento de sobrecogimiento que da origen a la filosofía, al pensamiento, que nos mueve a interrogar el universo una y otra vez. Mi amiga crecerá ahora y madurará… Para la suprema sabiduría: la del niño. No es una involución: el niño es detentor de una poesía, una percepción mágica del mundo que desaprende… Y luego, penosa, arduamente, debe luchar por readquirir. Cada árbol, pájaro, persona, casa, montaña, río… Un pequeño milagro. Dejará para ella de existir la banalidad. Es que la banalidad, en efecto, no existe. La banalidad es la maravilla cotidiana, degradada por nuestra incuria, nuestra insensibilidad, la erosión de nuestra capacidad de asombro. Si cada día nos asomásemos al mundo con la perspectiva de mi amiga, todo devendría aventura, se remozaría y reverdecería: viviríamos –como deberíamos hacerlo– en permanente estado de gratitud, los ojos desmesuradamente abiertos ante el regalo de la vida. No gozará extensivamente (cuantitativamente), pero aprenderá a gozar intensivamente (cualitativamente). No necesitará cinco horas de acrobacias sexuales para sentirse amada o prodigar amor: una caricia, un beso dirán lo que cien orgasmos.

De nuevo: la extensividad sustituirá la intensividad. No leerá la poesía entera de lengua española, de Quevedo a Neruda, pero esos pocos versos que saboree, le harán el efecto de una revelación, algo insólito, una vivencia inusitada. Todo, para ella, se convertirá en epifanía. La salida del sol –que nosotros damos por un hecho trivial– será saludada con el estupor del hombre que recorrió l os caminos de la tierra hace cien mil años, o del niño que por vez primera asiste a un amanecer. Es que cada persona, al transitar por sus fases vitales, reproduce, a escala individual, la gran saga humana sobre el planeta: todos tenemos nuestra Prehistoria, Antigüedad, Edad Media, Renacimiento y Modernidad. Quien ha vencido una enfermedad mortal conoce este sentimiento. Es una de las bellas cosas que podemos derivar del quebrantamiento físico –y, a decir verdad, una manera de vivir, un ars vivendi , que todos deberíamos ejercitar. Redescubrir la vida, reenamorarnos de ella, como colegiales cursis que se mandan versitos de amor: ¡no importa: se vale ser cursi! ¡Peores serían el desencanto, la apatía, la ataraxia, el desgaste de las terminaciones nerviosas del alma! Amigos, amigas: prométanse, hoy, a manera de propedéutica vital, deslumbrarse ante algo –puede ser la cosa más discreta del mundo. Con ello estarán renaciendo. ¡Alquimistas: transformen su dolor en oro!

Ahí me cuentan cómo les va.