Tinta Fresca: ¿Quién rescató a quién?

Carbón ya tiene ocho años como mi perro guardián: no por lo bravo, sino porque me cuida en cada instante que me tiene cerca.

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Fue un miércoles del año 2009, al salir de la casa para el trabajo, cuando vi un bodoque peludo negro moviéndose en un matorral. Me bajé, era un perrito de unos cuatro meses de edad, que me empezó a ladrar todo matón. Yo pensé: “¿Y este qué se cree?”. Lo agarré y lo fui a dejar a la casa. Ahí pasaría todo el día y en la noche ya vería qué hacer, a quién dárselo.

Carbón (cuando regresé a la casa, mi mamá ya lo había bautizado así) ya tiene ocho años como mi perro guardián: no por lo bravo, aunque sí lo fue en sus épocas mozas, sino porque me cuida en cada instante que me tiene cerca.

Lo saben muchos propietarios de perros: me espera fuera de la ducha mientras me baño, se duerme al lado de mi cama, les gruñe a las personas de mala vibra que se me acercan, se acurruca junto a mí si me siente triste, me calienta los pies en las noches frías, me huele mi panza de seis meses de embarazo, me acompaña a regar el jardín, me avisa cuando llega alguien o cuando alguien se va.

Tengo otros perros (demasiados, diría mi abuelita; no los suficientes, dice mi corazón), pero la conexión con Carbón es distinta.

Quizá tuvo que ver que él llegó en una época en la que yo enfrenté una ruptura amorosa, un cambio de rumbo en mi vida y cuando mi tía Yipi sufrió el aneurisma y mi familia se tuvo que adaptar a nuevas responsabilidades. Cosas que hoy parecen lejanas, usuales y de fácil solución, pero a mí se me hizo un mundo y mi mundo terminó en depresión.

Fue Carbón quien me motivó a salir a caminar cada día al despertar. Empecé a apreciar la belleza de los amaneceres, a recibir sol, escuchar el canto de los pájaros, poner atención a las pequeñas cosas. Empecé a bajar de peso, a sentirme mejor. Luego mi mamá se unió a las caminatas y, durante media hora a paso acelerados, teníamos buenas conversaciones, terapia de madre e hija.

Carbón al lado, constante, mi perro guardián empujándome a querer vivir, obligándome a volver a sonreír. Y lo logramos. Él lo logró.

Luego a la manada se sumó Candela, una zaguate salchicha (larga y paticorta) que dormía debajo de un camión en el parqueo del trabajo. Un día salió a la calle y un carro la atropelló. Los guardas de seguridad la atraparon y llamaron al escuadrón amante canino de La Nación : es decir, a mí y a una amiga. La llevamos al veterinario, la cosieron, la vacunaron, la castraron, y ahí está: moviendo con intensidad su rabo, haciéndome reír cada vez que trata de llamar la atención y viviendo con su personalidad bipolar (tremendamente tierna conmigo y despiadada asesina con los zorros pelones que caen al patio).

Hace cuatro años llegó Draco, un gran danés que me regalaron. Tonto como él solo, pero de corazón noble, de ojos conmovedores, excelente futbolista y buen galán, porque atrae muchísimas miradas. Y pensar que yo lo quería para salir a caminar y pasar desapercibida de los piropos acosos callejeros... Gran error.

Finalmente, llegó Caspa. No es mía, sino de mi novio, pero indudablemente llegó a ser un miembro más de la familia. Es la consentida de mi mamá y de mi suegra, a la que alcahuetean, la que se sube a las camas y manipula con su pequeño cuerpito blanco y peludo, y su miedo a los truenos.

Caspa ha sido la encargada de ir preparando a mi novio para las responsabilidades de la bebé que esperamos. Lo hace madrugar para sacarla a orinar, lo obliga a socializar con los vecinos cuando le da sus paseos diarios al parque, y nos une como familia. Esa enana es la cereza del pastel (o de la manada).

En ese entorno perruno, de babas, tareas, alegrías, aspiradora para los pelos, paseos con el carro lleno de animales y, sobre todo, mucho amor, fui rescatada de la tristeza, motivada día a día por el movimiento de cuatro colas. Ahora soy feliz de que mi bebé, Juliana, va a nacer llena de mascotas que la van a obligar a ver las pequeñas hermosas cosas de la vida. Ella, como yo, tiene su propio ángel canino guardián.