Tinta fresca: ¿Qué habría hecho usted?

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Un hombre capta la imagen de un niño africano que se arrastra, muerto más que a mitad, amasijo de huesos, las pupilas que se pierden ya en lo alto de las órbitas, víctima de inanición irreversible. A su lado, un buitre lo atisba, adivinando, saboreando ya su paraíso. El hombre saca su cámara fotográfica, se acerca sigilosamente, se acuclilla, pondera el ángulo, la luz, el encuadre, el contraste entre el primer y segundo planos... ¡Y zas, lo atrapa en su pequeño adminículo!

La foto le da la vuelta al mundo. Es juzgada una obra maestra. Aparece en las portadas de varios periódicos. Se hace acreedora a diversos reconocimientos. Figura en incontables galerías. Corre por el espacio místico-mediático-cósmico de Internet. El hombre es galardonado por “haber logrado eternizar, para el mundo, un momento irrepetible, singular, en la saga de los desposeídos y marginados de una sociedad abyecta”. Y se gana, con su gesto... Pues una suma de dólares que le garantizará nunca integrar las legiones de los “desposeídos” y “marginados”. Su imagen es declarada “una de las fotos del siglo”.

El hombre estetizó el dolor de un ser humano que requería inmediato auxilio. Lo convirtió en pieza de arte, esto es, en objeto –de una inmensa dignidad estética, pero objeto al fin–. Capitalizó con él. Materia prima para una composición magistral de volumen, textura, forma y luz. ¿Es esto decente? ¿Es esto ético? Como esos escritores que, sin haber jamás tenido nada que ver con los horrores de la Shoah o la esclavitud, escriben un buen día un best seller sobre el tema, y son tenidos por grandes paladines de los derechos humanos. Sus libros aparecen en todos los tenderetes de aeropuerto, y son invitados a dar conferencias en diversas universidades... Por haber abordado un tema que les fue tan ajeno como la guerra entre asirios e hititas.

¿Qué debió haber hecho, ese hombre, ante ese niño, en el momento en que el buitre sobre él se cernía? Uno: sin siquiera pensarlo, en cuestión de nano-segundos, correr a espantar a la alimaña, y salvar a la víctima. Dos: tomar la foto y luego rescatarlo. Tres: tomar la foto, dejarlo perecer, y declarar que la imagen vale más que cualquier acción inmediata, por cuanto “contribuye a confrontar al mundo con su realidad, genera conciencia universal de la condición humana, e inspirará inmensurables gestos filantrópicos, cuantiosas donaciones, consolidando la acción de las fundaciones abocadas a combatir la desnutrición infantil”. Cuatro: socorrer al niño, vender la maldita cámara, deshacerse de todo cuanto en su vida sea superfluo, y amparar a la criatura –esa, la concreta, la singular, la que moría a dos palmos de él, no “los niños con hambre”: una abstracción, una idea, una noción desprovista de rostro y nombre–. Cinco: ni tomar la foto, ni auxiliar al niño. Simplemente, desertar a su prójimo (su “próximo”), instalarse en un buen hotel e irse de safari. No tendrá que afrontar este tipo de dilemas morales. Volverá a casa contando cuán bello es el Serengueti, lo buena que es la comida local, y recomendará el lugar como sitio vacacional en su Facebook.

¿Qué hubieran hecho ustedes, mis queridos lectores, en semejante situación? Yo no necesito su respuesta. No es a mí a quien tienen que dirigírsela. Se la deben a ustedes mismos.