Tinta Fresca: Mis muertos más queridos

Traigo a esta página dos tumbas en las cuales descansan quienes habitarán siempre mis recuerdos.

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Cuando terminó el funeral de mi abuela y salíamos de la iglesia tuve una ocurrencia. En vez de seguir al grupo me fui hacia donde la sacristana se alistaba para tocar los dobles.

Quiero ayudarla.

Me vio con sorpresa y desconfianza.

No es así nomás, hay que saber cómo.

Bueno, usted me explica

Me dio indicaciones con miradas y con frases. Jalaba un mecate y hacía una señal cuando era mi turno. Los dobles son el llanto del bronce, el sonido metálico de la pena y así, haciendo llorar una campana de Alajuelita, despedí en febrero de 1993 a la mamá de mi padre.

Cuatro meses antes lo habíamos enterrado a él una tarde soleada de invierno. Había dicho, sin estar siquiera enfermo, que deseaba un funeral con flores rojas en vez de blancas o amarillas. Quizás pensaba en la veranera encendida sembrada por él en el patio de la casa y que se extendía por la tapia de block.

Guardo un recuerdo claro de mi primera visita a un cementerio. Fue a mediados de los setenta y sentí mucha curiosidad. Me llamaron la atención las lápidas llenas de fechas y nombres desconocidos. Palabras y tiempo para no olvidar.

Cuentan, pero a nadie le consta, que Juan Rulfo aprovechaba sus visitas a esos lugares para tomar nombres de aquí y apellidos de allá y bautizar con la mezcla a los personajes de sus obras. ¿Sería verdad?, ¿sería mentira?, ¿sería?

Hablo aquí del cementerio de Alajuelita, un terreno mitad llano y mitad pendiente a tres cuadras del parque. Antes lo llamaban panteón y mi abuelo el barrio de los ñatos y se quejaba de que sus nietos, entonces chiquillos, nos olvidaríamos de él cuando muriera y jamás iríamos a su tumba. Falleció tranquilo y en casa una mañana de 1990 poco después de almorzar.

Supe por mi madre que su papá, a quien solo conocí por la foto de una cédula antigua, pedía ser enterrado cerca de la calle. Era para oír, decía bromeando, el escándalo alegre de las cimarronas durante las fiestas de enero.

Mi mamá vivió hasta los 78 años y murió el 2 de noviembre del 2007. El sábado 3, mientras íbamos para la iglesia, a su funeral, vi a un lado del templo un grupo de boy scouts. Cuando estuvimos más cerca, los niños que estaban sentados se levantaron y todos a un tiempo se dieron vuelta hacia la calle, se llevaron la mano derecha a la frente y saludaron.

Me tomó años entenderlo: aquella muestra de respeto iba dirigida a quienes, heridos por el dolor, pero no derrotados por la muerte, teníamos fuerzas para despedir a la madre y continuar. Es decir, los niños exploradores saludaban a la vida.

Pasé tres años y cuatro meses sin ir a la tumba de mi mamá. Temía ser aplastado por la tristeza al colocarme frente al testigo blanco de su ausencia.

Pero fui al fin el 21 de marzo del 2011. La mañana ardía y recordé una frase que ella me enseñó en la infancia lejanísima: negro soy, blanquito nací; los soles de marzo me ponen así.

Crucé el portón con temor y con la respiración acelerada. Como no encontré floristerías en el camino, arranqué un clavelón cercano y esa fue la primera flor que le llevé. Aquel mismo día tomé de mi casa en Alajuelita las orquídeas que ella cuidaba, el colchón de mi cama, mi ropa, mis libros, mi música y me pasé de barrio. Comencé de nuevo.

Desde entonces he vuelto al cementerio muchas veces y cuando voy le dejo a mi madre lirios, yerberas, gladiolas y algunas lágrimas.

Mi abuelo, aunque era sabio, se equivocó conmigo: este nieto sí visita el barrio de los ñatos y pone flores rojas en su tumba, que es también la de mi abuela y la de papi.