Tinta Fresca: Los Quetzales

Redescubriendo el bosque en tiempos de pandemia

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

La nueva normalidad nos hace ver toda experiencia de una forma distinta.

Ya existía desde el 2006, muchas veces había visto el letrero de bienvenida a la orilla de la carretera al atravesar el frío Cerro de la Muerte, pero nunca me había detenido. No obstante, luego de tantas semanas de no poner un pie en un bosque, resultó que el Parque Nacional Los Quetzales era una de las 13 primeras áreas silvestres protegidas que el gobierno costarricense decidió abrir luego de un cierre de casi tres meses debido al nuevo coronavirus.

Para alguien que ha explorado desde el Chirripó hasta la isla del Coco y se ha internado en las profundidades del Parque Nacional Corcovado, asumir el papel del pájaro enjaulado no es nada fácil. Hasta las bandadas de periquitos, que revolotean de palmera en palmera como nubes verdes en las calurosas tardes del oeste de San José, parecen vivir en una dimensión paralela; una sin virus y sin límites.

De ahí que el primer fin de semana de reapertura de varias áreas silvestres protegidas era definitivamente el momento de ir a Los Quetzales. No solo representaba un parque que no conocía, sino uno que se me ocurrió lejano, con un ambiente y temperatura completamente distintos, en línea directa con la libertad. Estaba más que dispuesta a mojarme con la lluvia, a morirme de frío en el Cerro si fuera el caso; todo por pisar de nuevo un bosque, caminar hasta el agotamiento y terminar con un humeante chocolate caliente y una tortilla de queso en uno de esos locales de carretera.

Ese era el plan, al que también se apuntaron otros tres amigos. Pero a los tradicionales temas de logística, como ruta y hora, ahora también era importante adicionar el protocolo de distanciamiento que íbamos a seguir. Para mí, ya el hecho de tomar el volante para manejar un par de horas fuera del Gran Área Metropolitana era todo un sueño hecho realidad.

Muchos ciclistas pensaron exactamente lo mismo y todos empezamos a subir el cerro. Montaña, verde, aire puro…¿quién podría pensar que había un virus por ahí?

Nos encontramos todos en la entrada del parque: espacio prudencial entre auto y auto, pago solo con tarjeta de crédito, afiches con lo que hay que hacer y lo que no, un lavamanos con jabón a la entrada y dentro de los baños (por cierto, con agua tan helada que se podía pensar jocosamente que cualquier virus o bacteria moriría en el acto) y el aviso de que tan solo 50 personas podíamos estar al mismo tiempo en todo el parque.

Mi mochila, además de agua, tenía también alcohol en gel.

Sin duda, era la visita a un área silvestre protegida en épocas de pandemia. Elegimos el sendero más largo e iniciamos el recorrido. Se sentía como el primer día de libertad en un bosque mágico de altura, redescubriendo como niños hasta el más ínfimo detalle de un nuevo mundo, por momentos más nutrido de árboles y arbustos; por otros, más abierto a un escenario de grandes montañas, con distintos niveles de vegetación y tonos de verde.

El solo hecho de tocar el tronco de un árbol, sentir su textura húmeda y mirar hacia lo alto su copa interminable coronada de orquídeas, bromelias y “barbas de viejo”, hacía que toda espera hubiera valido la espera.

No éramos los únicos, otros caminantes que venían de frente por el sendero sonreían y saludaban-estoy segura- sintiendo exactamente lo mismo. Era como volver a casa.

Tampoco estábamos en época de avistamiento de quetzales, pero eso era lo de menos. Cualquier colibrí diminuto o flor de color vivo cobraba un gran significado. Nuestras conversaciones eran también distintas: tenían que ver con diversidad biológica, anécdotas, historias y sueños.

Luego de más de seis kilómetros de caminata, donde definitivamente el cuerpo siente que ha vuelto a la vida, era hora de los cafés y los chocolates calientes con algún buen platillo típico de la zona. Empezó otra peregrinación. De acá para allá entre las montañas de páramo del Cerro de la Muerte, que ese día resplandecían bajo el sol a más de 3000 metros sobre el nivel del mar, todo, absolutamente todo, estaba cerrado.

A nadie se le ocurrió que todavía ese fin de semana los sitios para comer tenían restricción. Sin embargo, como en un acto de piedad, apareció un pequeño negocio con comida para llevar y unas cuantas mesas al frente con dos tráilers atravesados. Allí volvimos a la realidad de cómo la pandemia ha afectado a las economías locales.

No podíamos irnos así, por lo que de regreso pasamos por queso palmito y champiñones a un local de productores y artesanos, quienes nos contaron lo difícil que la estaban pasando. Pese a eso, sonreían. Y era tanto su agradecimiento que fueron por hortensias de su jardín y nos la regalaron.

Sobra decir que regresé como nueva con el ramo de hortensias y los champiñones, pero también con la sensación de que todo esto, no importa lo duro que sea, ya nos está haciendo agradecer y valorar aún más esos pequeños detalles de la vida.