Tinta fresca: "Lo inaceptable", por Jacques Sagot

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Muy bien. Un señor es agredido por sus padres, luego viola a su hija, y aduce que él mismo fue víctima del maltrato paterno. No busca una justificación (justificar es declarar que algo es justo, lo cual en este caso es insostenible), sino una explicación, e invoca lo que conocemos como “circunstancias atenuantes”. Y así se recicla, generación tras generación, el espeluznante carrusel de la agresión. “Agredo porque me agredieron”. Como diría Becquer: “Puesto que el mundo es redondo, el mundo rueda: ¿puedo dar más de lo que a mí me dieron?” El mal sería, así considerado, una carrera de relevos. Podríamos constituir un árbol genealógico de la agresión en la que el culpable primigenio, el responsable de todos los entuertos del mundo, terminaría siendo Caín.

Pero resulta que existe algo que se llama libertad, libre albedrío. Algunos filósofos lo han negado, con argumentos sólidos (Leibniz y Spinoza entre ellos). Sólidos, sí, pero no exentos de contradicciones y fisuras que no viene al caso discutir. El hecho es que cada ser humano debe decidir: ¿seré un eslabón más en la inmemorial cadena de la agresión? ¿Me atreveré a romperla? En el primer caso, contribuirá a la degeneración del destino colectivo de la humanidad. En el segundo, a su depuración moral. ¿Aporreo porque me aporrearon? Así pues, ¿todo mi dolor habría sido en vano? ¿Nada habría aprendido de él? ¿El mundo me dio mierda, y yo se la devuelvo centuplicada? Esto es justamente la definición de la in-civilización, de la de-civilización, de la retro-civilización (pónganle el prefijo que quieran).

Estoy harto, frito, cansado de la misma cantilena: “Fui agredido en mi niñez… Eso me movió a agredir a los míos” (música de violines en el fondo). Señor, señora: usted tuvo la opción de haber enfrentado su problema, buscar ayuda profesional: no niego que los demonios estén ahí y sean reales, sostengo que urgía identificarlos –primer paso del proceso– y luego domeñarlos. ¿Estamos enteramente determinados por la historia (la personal y la del mundo) o por la genética (tengo dentro de mí el “gen” del agresor)? ¿No tenemos más autonomía ontológica, más volición que la bolita de billar, que al impacto de otro cuerpo, sale rodando, y cuyo destino está completamente pautado, dictado por las fuerzas exógenas que la ponen en movimiento? ¡No, la “bolita humana” puede, después del impacto –que no niego– evaluar su situación, y decirse: “No, yo por aquí no me voy, decido cambiar de dirección”! ¿Qué propósito tendrían la educación, la cultura, la experiencia, la conciencia, si absolutamente todo en nosotros estuviese determinado? ¡Seríamos un guion ya escrito: no nos restaría más que recitarlo de memoria y encarnar el papel que el dramaturgo don Destino nos asignó!

Ayer me enteré –pasa todos los días del mundo– de la absolución de un agresor doméstico, “debido a su infancia de dolor y abuso sexual, y sus tendencias psicóticas jamás diagnosticadas”. Convengo en que no se puede juzgar a un hombre sin juzgar el sistema en que está inserto: se enferman los individuos tanto como se enferman las sociedades. Y la relación entre ambos es circular: hay individuos que enferman a los pueblos, y hay sociedades que enferman a los individuos. Pero en este juego que es la vida, amigos, se vale pensar, evolucionar, la autocrítica, asumir responsabilidad, la autolectura. No le transfiera a los demás sus demonios. Uno no elige su baraja de cartas. En cambio, es perfectamente capaz de extraer de ellas el mejor juego posible.