Tinta fresca: "Las mil máscaras de la depresión", por Jacques Sagot

La primera máscara de la depresión es “venderse” como irrevocable, definitiva y terminal. El mal se pretenderá indoblegable, inescapable, más fuerte que cualquier cosa que le opongamos. Pero eso es falso. No se crea ese cuento.

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Lo he oído muchas veces: “Preferiría padecer tres cánceres que la depresión que atravieso”. Lo comprendo. La depresión abismal, severa y resistente a la medicación. Habitados por un alien, un ser que nos devora desde dentro. Siendo nosotros mismos es, al mismo tiempo, ajeno: un abominable inquilino, enquistado en nuestra conciencia. Spinoza, tres siglos antes del diagnóstico “oficial”, decía: “La depresión es la incapacidad para actuar”. Pérdida del gozo de ser, postración, pánico súbito, tanto más angustioso por cuanto carece de razón concreta. Fijaciones suicidas, el macabro carrusel de la obsesión, que nos hace girar sobre las mismas monomanías. Una pandemia: la enfermedad de la sociedad contemporánea. Muchos habitan este íntimo, a veces informulable infierno (y es su informulabilidad lo que lo hace infernal).

Atención con los niños: asumimos que son inherentemente felices: juegos y sonrisas. Pues no. Los niños padecen la depresión. No diagnosticada. Muda, silenciosa, carente del exutorio de la palabra, y del arma del autoanálisis, que atenúa el dolor del adulto.

La primera máscara de la depresión: “venderse” como irrevocable, definitiva, terminal. Metido entre una botella con el corcho puesto, grito hasta perder el resuello, y nadie en el mundo escucha mi alarido. El mal se pretenderá indoblegable, inescapable, más fuerte que cualquier cosa que le opongamos.

Falso. No se trague ese cuento. De la depresión se sale. A veces tan rápidamente como se cae. Verbalice, exprese, formule su sentir. Busque las palabras que mejor lo describan. Nombrar al enemigo, identificarlo, encapsularlo en el verbo, es ya una victoria: restarle poder, controlarlo.

La palabra es su aliada. No deje que a la depresión se sume la frustración de no poder escapar de ella: no solo sufro, sino que sufro porque no puedo superar mi sufrimiento: un dolor “al cuadrado”.

Vivimos bajo la égida de la neuroquímica. Bien. Tome sus fármacos. Pero recuerde: el problema debe ser abordado desde varias perspectivas: la pastilla restablecerá un equilibrio sin el cual es imposible reaccionar. Pero no se quede flotando beatíficamente en su paraíso farmacológico: las causas hondas de la depresión suelen yacer más allá de las sondas, en las cavernas subconscientes.

Tan pronto goce de un mínimo de estabilidad, explore estos parajes. ¿Somos química? Sí, pero no solamente –subrayo el adverbio–. No se prive de ningún recurso.

Quizás sea la ocasión de darle oportunidad a algo no explorado. ¿La religión? Por qué no. Toda enfermedad ofrece una posibilidad de crecimiento. ¿Que usted no cree en eso? De acuerdo. Simplemente, no cierre puertas. No sufra solo, no se aísle. El mundo lo comprende mejor de lo que usted piensa.

Deje que sus seres queridos se asomen a su corazón. No descarte a priori ningún consejo: su infierno, siendo privado, es también colectivo: muchos van a bordo del mismo barco fúnebre.

Llore, llore. En este mundo, solo sobrevivirán aquellos que sepan llorar. Hay mil formas de hacerlo. El llanto es nuestra más preciada facultad. Socialmente mal visto, porque somos estúpidos. El llanto: nuestro primer manifiesto. Acaso también el último.

Amigos: oigan esto, y repítanselo como un mantra : hay salida, siempre hay salida. Tal vez ahí nomás, al alcance de su mano.