Tinta Fresca: Labriego, estima y honor

Hay personajes que escapan de los libros…

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Entre el ralentí y el letargo, la siesta de las dos de la tarde en San Pedro de Turrubares retrata en sepia el paisaje del mítico Macondo de Cien años de soledad. En veranos polvorientos o a merced del barrido inclemente de los aguaceros, la fantástica imaginación del legendario Gabriel García Márquez se materializa en cualquiera de nuestros pueblos en las montañas, desperdigados en valles y llanuras, o anclados en litorales que acaricia el mar.

También, Aureliano Buendía, Úrsula Iguarán o el viejo coronel que no tiene quién le escriba, personajes palpitantes en las páginas del realismo mágico, siguen viviendo, riendo, llorando y reencarnando en las arrugas de un abuelo o en la pinta de algún vecino que conocemos.

Es la libertad del lector que construye a su manera la fisonomía de cada protagonista en cuentos, novelas y narraciones escritas. En similares circunstancias hago esta descripción de Marcelo, campesino de Turrubares, agricultor, humilde y discreto, en mi opinión, una figura representativa en la letra del Himno Nacional…

Conquistaron tus hijos labriegos, sencillos, eterno prestigio, estima y honor. Le tomé esta fotografía a Marcelo mientras se daba un respiro en medio de su fecunda labor. Con el chonete, las mangas arrolladas y el pantalón caqui donde apoya las manos y la vaina del cuchillo, su rostro, tallado con gubia, parece inescrutable. Mas, en realidad, Marcelo es un hombre abierto y franco.

Afable, a pesar del agobio, habla de la última cosecha de frijoles perdida, de la poca yuca que recién logró arrancar y de la suerte incierta en su pequeña parcela que atiende solo si lo permite su afán extenuante de peón en tierra ajena.

Marcelo y su mujer viven en una choza de madera rústica. Aunque el viento se filtra entre los tablones de la vivienda, al atardecer, “cuando el día ya no es día y la noche aún no llega”, mientras las gallinas buscan refugio y se acentúan los sonidos inquietantes de la oscuridad, el café recién chorreado y las tortillas palmeadas por Isabel nos regocijan, y el ritual del alimento en aquel cálido hogar nos hace sentir “como esos reyes que no envidian ya nadita”.

Marcelo habla con pausa y certeza de lo que conoce. Sabe del tiempo y de cosechas según las fases de la luna; es diestro en estacas, esquejes, eras, semilla y surco. Su historia personal es un tejido de tristezas y pequeñas alegrías. Cada pliegue en su piel describe sus días de luz, las tonalidades grises y los trechos escarpados que le ha tocado recorrer.

No en vano sus ojos destilan un brillo especial al recordar con gratitud a su caballo. En épocas lejanas, si se pasaba de copas, su fiel animal lo traía siempre a salvo, prácticamente dormido sobre el lomo del corcel, de vuelta al rancho. Dichas y desdichas, experiencias, vicisitudes. Es la vida que fluye. En San Pedro de Turrubares, como en cualquier lugar, hay personajes que escapan de los libros, seres de carne y hueso, nobles, callados, sempiternos…

Crédito de la foto: Roberto García.