Tinta Fresca: La plasticina café

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Plasticina es una marca, yo sé. La palabra correcta para referirse a ese plástico termoestable y flexible es Plastilina, pero a mí me suena rara, por eso no uso la segunda sino la primera. Una vez hecha esa fe-de-erratas-preventiva puedo escribir con tranquilidad que este texto se divide en dos:

La parte más corta

Yo tenía cinco, tal vez seis, no lo sé y no me importa. Unos días después de mi cumpleaños mi mamá invitó a varios de mis amigos a casa, estaba lloviendo esa tarde y tuvimos que quedarnos adentro durante toda la fiesta. Supongo que hubo helados y esas cosas, y agua con sirope porque en esa época estaba prohibida la Coca Cola en mi casa.

Los niños se pasaron la tarde entera jugando con mis cosas, entre ellas, con la plasticina que varios días antes me había regalado mi tía Fulvia (que en paz descanse). Cuando se fueron me tocó a mí ordenar el desorden, eso no me importó mucho. Lo que sí me molestó fue que alguien, alguno de mis contemporáneos, había mezclado todos los colores de los tarros de plasticina que me acababan de regalar. Eso, mis amigos, no se hace. Ahora era imposible desmezclar la masa, todo quedaría para siempre unido en la confusión de lo uno que no se distinguirá jamás de lo otro, nunca. La mezcla homogénea no me dejó dormir esa noche. No podía soportar la idea de que lo que había adentro de los tarros azules, rojos y amarillos era ahora ese color terciario, esa masa amorfa e inseparable, color boñiga.

Esa noche no dormí, eso ya lo dije.

La parte más larga

Tengo varios recuerdos que nacen exactamente el mismo día con apenas algunas horas de diferencia. Estoy en primero o segundo grado y estamos adentro de una de las aulas aprendiendo algo cuando se escucha una explosión muy fuerte. Hay un caos pequeño entre los adultos, nosotros somos muy niños para entender que es lo que pasa en realidad y nos creemos el cuento de que estalló el trasformador del poste de luz al frente de la escuela. Es más, yo ni siquiera sabía a los siete años qué era un transformador de voltaje, ese día lo aprendí.

La verdad, y de esto nos enteramos después, es que lo que estalló fue una granada de mano a escasos metros de las aulas, reventó frente al Centro Cultural Norteamericano, en barrio Dent . Ese día mandaron a llamar a todos los papás de todos los niños y vinieron a recogernos más temprano. Normalmente mi papá nos recogía en la esquina de abajo, a los 100 metros, pero ese día abrieron el portón de atrás, al lado de la cancha de fútbol, y por ahí nos sacaron. Muchos papás lloraban o habían llorado por miedo, supongo, él mío había estado llorando pero no era exactamente por eso.

Cuando mi hermano y yo entramos en el carro, mi papá nos dijo que nuestra abuela había muerto, estaba muy viejita. Yo no lloré ahí, mi hermano menor sí. Luego, al llegar a casa subí al ático y donde nadie pudo verme me puse a llorar mientras golpeaba un saco de arena que colgaba del techo. Qué importa si lo golpeaba con fuerza, lo golpeaba con rabia y eso es suficiente para un niño de siete años. Al bajar fui directo al cuarto de mis papás y vi que mamá estaba en cama, mi tía Fulvia (que en paz descanse) me sacó de la habitación y mientras cerraba la puerta me dijo que mamá acababa de perder a su sexto hijo. Lo perdió a los 40 años, en la quinta semana de embarazo.

Más tarde ese día, mi hermano C. se cayó de la bicicleta detrás del Saint Francis, en una calle que al día de hoy sigue llena de huecos y entró a la casa sangrando a chorros por una oreja. A A. mi hermana, la asaltaron dos tipos en moto a tres cuadras de casa y mi primo RA., por accidente, le abrió la ceja a R. (mi hermano menor) con un palo de hockey.

Recuerdo a R. (mi hermano mayor) viendo por tele imágenes de mucha gente saltar un gran muro, arrancaban con picos y palas los pedazos y se abrazaban los de un lado con los del otro. Dos horas más tarde estalló después de despegar un trasbordador espacial en el que viajaba una maestra, luego de la explosión dos líneas largas de humo se separaron una de la otra, en direcciones opuestas. Entre anuncios vi imágenes de gente tan débil que no se podían espantar las moscas que les caminaban por el cuerpo, “hay que comérselo todo”, me decía la tía Fulvia (que en paz descanse) “hay gente muriéndose de hambre en Etiopía”. Vi también una explosión nuclear en Rusia y escuché muchas veces la palabra Sida, sin saber qué significaba.

Es tarde en la noche de un día muy largo, en el cuarto de al lado estoy yo, tengo treinta y cinco años, hola. Estoy tratando de separar la plasticina pero ya no puedo hacerlo. Al final de cuentas supongo que la memoria no deja de ser una serie de frasquitos de colores primarios desacomodados en los anaqueles del cerebro. Adentro de ellos lo que hay es una masa atemporal y amorfa de gentes y lugares, cúmulos de cosas que se entremezclan y se vuelven inseparables, y que tienen el mismo color de la boñiga.