Tinta Fresca: Historia de un apartamento

Me prometí escribir un libro pero no tengo tiempo, o no lo encuentro, o soy muy buena haciéndome excusas. Este es el primer y único capítulo.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Lo que más temía era perder mi cueva, que para ese entonces consistía de dos cosas: una perra salchicha y atardeceres.

El 31 de diciembre de 2015 puse todas mis cosas en un camión y me fui de la casa para vivir en un apartamento con H. El 1° de enero amanecimos con el Primo en la sala, la mesa llena de botellas y mucho miedo, pero esto último lo admitimos tiempo después.

H y yo no somos pareja, pero hace como dos años nos dimos un beso. Fue insignificante. Bueno, no. Fue torpe. H piensa lo mismo.

Eso no nos dejó más remedio que ser amigos. Pero esta fue una de las mejores decepciones que la vida me ha dado. Junto a H llegaron muchos más. Todos hombres, todos peludos, todos raros, todos amigos, todos míos.

Decidimos vivir juntos porque sabíamos que seríamos perfectos cómplices. Yo no me quejo de sus pedos, y el tampoco de las míos.

También porque queríamos tener una casa a la cual pudieran llegar los demás cuando quisieran, porque así tendríamos dónde celebrar cumpleaños y goles.

Vivimos cerca de parques muy verdes por los cuales he aprendido a caminar con los ojos cerrados.

He aprendido a sobrellevar una noche con sopas de ¢300, a vestirme con la piel empañada por el vapor de la ducha y también a no esconderme tanto, pero esta ha sido la parte más difícil.

Los primeros meses cuando escuchaba personas entrar con H apagaba la luz del cuarto y no hacía bulla para que pensaran que dormía, o si me despertaba primero que H entraba rápido al baño para no tener que topármelo en la cocina.

Dejé de hablarle a H también, me molestaba saber que estaba ahí, bostezando, caminando, masticando. Esas cosas.

Temía por mí y mi cueva: una caja roja, dentro de un cuarto con postales de un mar frío, dentro de una ciudad gris que es mía, completamente mía.

El problema es que hace hace unos años aprendí a estar sola, tan sola como todo el mundo recomienda. Que comer sola; que sí, yo puedo. Que ir al cine sola; sí, lo prefiero así. Que levantarme un sábado temprano, ir a la feria, desayunar, bañarme, agarrar un libro, caminar por la avenida, almorzar, caminar al parque, leer, tomar café, ver las palomas, el cielo, pasar por un helado, llegar a la casa, cambiarme, ir a la calle, tomar con los amigos, dormir; sí, ya aprendí a amar todo esto, a veces tanto que me aburro de estar sola.

Soy ese panfleto.

Luego pasaron muchas cosas horribles y otras no tanto, y todo cambió.

Desde ese último jueves de diciembre varias cosas buenas han pasado: conocí a alguien que siempre quise conocer, uso más vestidos que antes, celebramos el no cumpleaños de Marcelo, le deseamos feliz año a Cuadra por Skype mientras vive en España, H tiene citas donde tiene que comer ensaladas y sopas que no le gustan, yo paso algunas noches con C viendo videos de periodistas cayéndose, y he encontrado nuevos escondites a los que puedo huir, unos más altos que otros, unos más oscuros que otros, pero todos míos. Por el momento.