Tinta Fresca: ‘Fútbol inevitable’

Cuando dejé de resistirme a los encantos del fútbol, todo fluyó. Se trazó un hilo en común con conocidos y desconocidos, con los machitos del colegio y los familiares que solo topaba una vez por año. Fue la pomada canaria para una enfermedad social inimaginable desde la infancia

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No recuerdo cuándo me empezó a gustar el fútbol. Tengo mucho más frescos mis primeros visionados del béisbol y el fútbol americano, intentos que no se intensificaron y se reducen al gozo anual de vivir las grandes ligas y el súper tazón de turno.

Con el fútbol es diferente. Mi memoria más lejana se remonta a mis berrinches infantiles, cuando solo había un televisor para las noches de compartir en familia y democráticamente era más importante ver el clásico contra la Liga que repetir por vez mil alguno de los episodios de Bob Esponja, algo que desató un ligero odio hacia el deporte.

Ahora que lo pienso, imagino que el fútbol fue gusto adquirido.

Cuando ingresé a la escuela, la presión futbolera parecía demasiada como para evadirla. “¿Manudo o morado?”, me preguntaban mis compañeros de siete años. Mi respuesta era sencilla: “pancista”.

Esta ambigüedad moral entre la Liga y el Saprissa tenía que ser de mecha corta, por supuesto. Con ocho años, me puse la etiqueta de saprissista por unos cuantos meses. El problema fue que la mayoría de mi familia siempre ha sido morada, así que surgieron imperiosos deseos de “ser diferente” y me pasé al bando del equipo de Alajuela, simplemente por meros deseos de salirme del canon.

Para esos años, la Liga jugaba bastante bien. Saprissa también, realmente. Sin motivo simple, me cansé de la Liga y volví a cruzar la acera para la felicidad de mi familia.

Asumí la identidad saprissista con sorpresiva fuerza. Comencé a pedir camisetas de jugadores para mi cumpleaños, pósters para pegar en mi cuarto e incluso llegué a discutir con mis compañeros de tercer grado en tiempos en que la Liga superaba al Saprissa en títulos.

Había algo raro ahí.

De paso, y muy fuertemente inspirado por José Francisco Porras, empecé a creerme portero. Siempre he sido el más alto de la clase y la vocación de estar bajo los tres palos parecía más obligación que otra cosa. Convencí a mi familia de comprarme guantes y en las tardes escolares practicaba con mi hermano en la fachada de mi casa, con la eterna adrenalina de no dejar escapar la bola al río que siempre ha sido nuestro vecino del frente.

Para la secundaria, quise trascender con la pasión sin mucho éxito. Me forcé a ser hincha de la Juventus y no funcionó. Quise interesarme en el Bayern Munich y nunca vi un partido completo. Fui fantasma de camisetas deportivas de las cuales no estaba dispuesto a desperdiciar mi juvenil regalo de navidad en ellas. Me bastaba con creerme uno de esos jugadores en las mejengas de Educación Física.

Cuando dejé de resistirme a los encantos del fútbol, todo fluyó. Se trazó un hilo en común con conocidos y desconocidos, con los machitos del colegio y los familiares que solo topaba una vez por año. Fue la pomada canaria para una enfermedad social inimaginable desde la infancia.

A la fecha, mi enciclopedia futbolera se basa en mis conocimientos adquiridos esos años, cuando jugaba Pro Evolution Soccer y Fifa en la Play Station de mi adolescencia. Actualmente no podría ser más ignorante pues minimizo el planeta deportivo a Cristiano y Messi, a sabiendas de que su retiro está a un par de años de alcance.

Para la universidad, la pasión casi que se había disipado. Jugar Fútbol 5 sin ánimos competitivos se convirtió en mi único contacto con el deporte, pues convertí la Play Station en el más grande pisapapeles jamás inventado.

Por esa distancia es que hoy asumo el fútbol con exagerado desinterés. Mi pasión por el deporte se reduce a la liga de UNAFUT (me emociona más ver un Cartaginés - Pérez Zeledón un domingo por la tarde que buscar en cable el partido del Atlético de Madrid), así como los partidos de la Selección Nacional.

No sé si mi relación con el fútbol es romance o penitencia. Son dos horas en que me desenchufo de todo y todos; me enojo, grito, festejo, le saco el dedo al centro a un inocente entrenador de equipo pequeño que se atreve a ganarnos en la Cueva... Todo me lo tomo en serio durante el partido pero, tras el pitido final, me desentiendo de la tabla de posiciones y goleadores. Es una absurda terapia que ridículamente me genera salud.

Sorpresivamente, aún con mi escaso conocimiento futbolero, me veo salvado de conversaciones incómodas gracias a la tabla de goleo liderada por Frank Zamora o al goleador histórico del Santos de Guápiles... Existe una sabrosura en estos chistes que ni los mejores memes de la Liga Premier pueden acercarse, más allá de ser un hilo que nos une.

Es como si el fútbol abriera ventanas sociales imposibles. Es tan inevitable y adictivo que, de alguna manera, me hace recordar al pecado original.