Tinta fresca: El sol feliz de Niágara

En aquel pueblo poco pretencioso recordé a Borges.

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El camino a Niágara está sembrado de estaciones con nombres lindos y sonoros –Utica, Roma, Siracusa– y otros impronunciables como Poughkeepsie o Schenectady.

Algunas de esas estaciones son andenes sencillos y desolados. Por otras pasean parejas de guardias enormes, musculosos y armados en busca de viajeros ilegales o algo de veras peligroso.

El ferrocarril sube por la orilla del Hudson y uno se va asomando sin querer a patios de mansiones de película con yates de millonarios y abre grandes los ojos ante bosquecillos otoñales amarillos, fucsia y naranja.

Al silbato le falta fuerza y se oye cómo el viento arrastra el sonido hasta los vagones de atrás y más allá lo diluye en el aire frío de la mañana.

Cuatro horas después de la salida el convoy frena. Los viajeros, curiosos, van al vagón restaurante por comida y por respuestas. Vuelven con café fresco y el lugar se llena del mismo olor del hogar cuando el agua caliente hincha el chorreador.

Las respuestas dan cuenta de un tren que avanza en la dirección opuesta. Debemos esperar.

Pasan casi dos horas y se reinicia la marcha. Trac, trac, trac. Sueño, vigilia, sueño y setecientos kilómetros más tarde el cielo gris le abre la puerta a un pueblo silencioso.

Niágara, al menos del lado estadounidense, parecía estar aquel día empezando a despertar a las cuatro de la tarde. Nada me impresionó especialmente; bueno, nada antes de ver una nube fina de vapor blanco superando las copas de los árboles al fondo de una calle. Fue sencillo adivinar que no era humo, gas o llovizna. Era la catarata en lengua iroquesa, niágara: trueno de agua.

Aquí vivieron los aborígenes iroqueses. Gente que cuando se explicaba el origen de todo decía que somos hijos de una mujer caída desde lo alto; antes de eso, afirmaban, solo existía el mundo más allá del cielo. Un tótem solitario habla aún de ellos en un parque.

Por una caprichosa asociación de ideas, en aquel pueblo poco pretencioso, recordé a Borges, pero no porque las caídas de agua arrastraran mis pensamientos hasta las de Iguazú o al Río de la Plata.

Pensé en el Borges de Atlas, sobre todo cuando escribió del Sahara y contó cómo, al frente de la Pirámide, tomando un puñado de arena de aquí y dejándolo caer más lejos, modificó el desierto.

Quise haber tomado agua en el cuenco de una mano y soltarla más arriba para transformar aquel río esmeraldado.

Inspirándose en ese paisaje del norte de Nueva York, el periodista español Wenceslao Fernández Flórez concibió una de sus ocurrencias brillantes: “Si quieres ver lo importante que eres, ponte a mear al lado de las cataratas del Niágara”.

Cambié el consejo por un viaje en un barco turístico y empaparme y, más tarde, aprender esto: al borde de donde la corriente se lanza al abismo y nacen los arcoíris, cerca de donde una placa recuerda el sitio desde el cual el primer europeo se maravilló con semejante maravilla, un rótulo explica que cuando los iroqueses deseaban representar la felicidad dibujaban una silueta humana con un sol brillándole en el pecho.