Tinta Fresca: El perro, el gato, tú… y yo

Partirá, la nave partirá; dónde llegará, eso no lo sé…

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Mi esposa desyerba el jardín a media mañana, mientras yo leo cómodamente en la sombra. No es que ella trabaje y yo no. Es sólo una estampa cotidiana de nuestra vida en retiro. Cada quien se dedica a lo que le place y nos repartimos el oficio de la casa, digamos que “mita y mita”, nada que ver con aquello de “mamá amasa la masa y papá lee en la sala”, el mandato arcaico del Paco y Lola de nuestras primeras letras.

Simplemente, ella disfruta sus incursiones en el jardín y a mí me gusta leer.

Nuestro vergel es un terrenito aledaño que logramos adquirir con el dinero de mis prestaciones, no sin antes pasar por el riguroso escrutinio del banco en torno al sospechoso origen de los milloncillos que amanecieron, de sopetón, en mi cuenta personal.

Aunque la duda ofende, es lógico que la súbita suma con varios ceros a la derecha en mis hasta entonces modestos ahorros, haya activado las alarmas de la entidad financiera y del arisco funcionario que me atendió en “plataforma”.

El hombre abrigaba serias interrogantes al cotejar el sustancioso incremento en mi cuenta, con el récord de las raquíticas quincenas que se esfumaban, en un dos por tres, entre el rey de los precios bajos y la feria del agricultor, sin disimular, ni por cortesía, la mueca que le producía comparar mi pinta de galán sin ventura con la del “nuevo rico” que tenía ahí sentado.

Lo cierto es que el espacio de aire, sol, lluvia y cultivos nos ha rejuvenecido. Yo viajo en las letras y ella, machete en mano, evoca su humilde infancia, las casas de madera que le tocó habitar, sencillas pero con patios grandes, hermosos territorios de trompos, chócolas, rayuela y yoyos en el antañoso paisaje urbano de nuestra mocedad.

Las vecinas ejercían en traspatio chismes de vecindario y trueques de una tacita de azúcar por un rollo de culantro, un platito de arroz blanco, o la olla de verdura que compartíamos en los tiempos de la escasez sin hambre, porque si bien las libretas de a fiado llegaban al tope en las pulperías, mínimo había caldo con tacacos, chayotes, ñampí, anhelo y lumbre en los hogares de los desposeídos, gracias a la tierra pródiga que ofrecía el alimento en los patios o a la vera de los caminos, en la Costa Rica pobre pero solidaria de aquel pasado no tan lejano.

Por eso a ella le fascina su pequeño edén de juanilama y ruda, menta y orégano, chile dulce, cebollino y sábila. A mí también me agrada, pero de larguito, en vista de mi proverbial inutilidad de empuñar un machete y agacharme sin el riesgo de agravar la condición quebradiza de mis rodillas maltrechas.

Estas reflexiones de sol, brisa y pandemia me han llevado a preguntar cómo será la vida después de que esta cruda actualidad del claustro se haya disipado y convertido en el vago recuerdo de una pesadilla que adquirió dimensiones insospechadas.

Nadie lo sabe, ni los grandes científicos, ni los políticos, ni los sociólogos, tampoco los economistas, los intelectuales y, mucho menos, nosotros. El quid del asunto es saber si en adelante todo será mejor o peor. Será diferente, eso sí.

Continúo con mis reflexiones. Mientras ella se esmera en su jardín, yo dejo por un momento la lectura y al observarla, compruebo que somos dos sesentones que nos hemos ido quedando solos, porque los hijos deciden sus propios derroteros y emigran a bordo de sus personalidades distantes. Por eso y muchas cosas más, como cantaba Aguilé, poco a poco, en esta casa, en este jardín, sólo vamos quedando el perro, el gato, tú y yo, como reza la canción El Arca de Noé, de Fedra y Maximiliano.

Ella se afana, desyerba el jardín y casi siempre sonríe, mientras yo leo en la sombra, sin dejar de pensar. No es que ella trabaje y yo no. Es solo una estampa de esta existencia en retiro. Mientras ambos nos dedicamos, cada uno a hacer lo que le mejor le place, nuestros días en común transcurren inexorables y nos vamos repartiendo el oficio de la casa, digamos que “mita y mita”.