Tinta fresca: El antiguo Balneario Los Juncales

Muchas historias y anécdotas se vivieron en este centro recreativo que existió en Desamparados, y que fue fundado por mi bisabuelo José Morales.

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No solo soy nieta de Flora y Claudio, sino que también soy nieta del antiguo balneario Los Juncales, que quedaba en San Rafael Arriba de Desamparados. Ahí donde se paseaban, tomaban el sol, domingueaban, comían huevos duros y jugaban tantos bañistas ticos.

Ese lugar, fundado por mi bisabuelo José Morales Díaz en 1945, está en mi árbol genealógico y me persigue. Cada vez que alguien se entera de mis orígenes, me cuenta una anécdota: “ahí me llevaba mi mamá para que aprendiera a nadar”, “ahí me casé yo”, “en el salón, con la orquesta La Tremenda, me pegué mis mejores bailadas”.

El balneario cerró hace 31 años, meses después de mi nacimiento, con el fallecimiento de mi abuelo Claudio Morales, quien asumió el negocio junto con su esposa Flora Badilla. Cerró cuando las peleas de quienes se pasaban de tragos y el arduo trabajo del negocio superó las energías de mi abuelita.

Sin embargo, tres décadas después, en la mente de muchas personas aún quedan los recuerdos vividos en ese centro de entretenimiento familiar.

Había tres piscinas: la de niños, la mediana y la grande, esta última tenía el trampolín más alto de Centroamérica que causó uno que otro susto entre los más atrevidos. Más de una vez mi papá y sus hermanos tuvieron que hacer de rescatistas y lanzarse a sacar al que brincó sin saber nadar.

Para suerte de los visitantes, papá, mi tío y mi tía se distinguen por ser grandes nadadores pues la vida les dio la oportunidad de crecer entre piscinas. Aún nadan. Aún recuerdo aquel paseo a la isla Tortuga donde papi decidió que el barco iba demasiado despacio y prefirió lanzarse al mar abierto para llegar a tierra firme. Allá nos esperó mientras el resto de su familia desde la embarcación, entre susto y orgullo, lo veíamos bracear con estilo. Las aventuras con este hombre maravilloso son tema pendiente para otro texto.

Regresando a los Juncales, estaban las canchas deportivas, las ventas de comidas, el salón de baile –que por la noche unió tantas parejas– y los botes que se paseaban por un río Jorco aún sin contaminar. Todo por 25 céntimos la entrada.

Aún tengo dudas de la veracidad de la siguiente historia pero crecí escuchando sobre la novia que murió en esos botes. Días antes de su boda, fue a celebrar con su prometido y su mejor amigo. Los hombres se pelearon, el barquito se dio vuelta y ella se ahogó. Eso cuenta papi. Además, cuenta que luego aparecía una mujer vestida de novia caminando sobre el agua. La leyenda de Los Juncales.

Entre otras anécdotas, en aquella época, mi tía Natasha se encargaba de vender helados. Un día, se metieron los ladrones y echaron todos los helados a la piscina, amanecieron las paletas de madera flotando en el agua con ahora mezcla de sabores.

Papi, por su parte, trabajaba vendiendo perros calientes en un puestito de comida rápida. Por eso, hoy en día, sus perros calientes son dignos de condecoración. ¡Tienen que probarlos!

Mi abuelita se iba al mercado cada madrugada para comprar los ingredientes de las comidas. “Era todo muy tico, arrocito con pollo, gallos de papa, olla de carne, lengua, sopa de mondongo”, me cuenta este mujerón que tengo por abuela, mientras la boca se me hace agua.

Ella cocinaba, atendía los restaurantes y se encargaba del negocio de alquiler de vestidos de baño. Los lavaba el día anterior por la noche y para la mañana siguiente ya estaban listos y clasificados por tallas para quienes no tenían su propio traje para el agua. “Ese negocio no servía mucho porque a veces la gente no tenía plata para pagar el alquiler y me dejaban cosas respondiendo: un par de botas, unas verduras, cualquier otra prenda de ropa. Luego, nunca las llegaban a recoger y se dejaban el vestido de baño”, recuerda doña Flora, quien además es maestra de profesión.

Mientras mi abuelita habla, mi papá mete la cuchara recordando las orquestas que pasaron por el salón de baile, tantas y tan variadas, nacionales e internacionales. Los mejores bailongos de la época.

Hoy todo se reduce a recuerdos, a anécdotas, a leyendas. De Los Juncales queda un terreno esperando un futuro incierto, quedan la risas de mi abuelita cuando cuenta que entre las peleas de los borrachos a ella le pasaban por las orejas los pedazos de vidrio de las botellas quebradas (“¡qué cuatro cosas!”, dice), quedan los perros calientes que mi papá hace con tanto expertise, las espaldas fornidas de mi tía y mi tío que son como peces en el agua, queda el cariño por ese salón de baile que hoy se le alquila a una iglesia evangélica y quedan los recuerdos de tantos costarricenses que pasaron ahí sus mejores días de vacaciones. Queda esta historia que a mí me tocaba contar.