Tinta fresca: "Cómo adelgazar y no morir en el intento", por Ana Istarú

"Pecar poco y con medida, como un creyente cauto"

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Perder el sobrepeso dejó de ser una simple futilidad de vanidosos para convertirse en una cuestión de vida más o vida peor. Y la cuchara que nos engorda es la misma que ensancha a nuestros niños. Para adelgazar y antes de apertrecharnos de determinación, lo primero que debemos averiguar es por qué somos gordos: la razón profunda e inadmisible de nuestra despótica necesidad de tragar. ¿Es comer nuestra única fuente de placer? ¿Utilizo la gordura para diluir mi atractivo sexual y librarme del peligro de ser deseada(o), tal vez por mi pareja? ¿Compenso con comida mi falta de afecto, de autoestima o del amor de alguno de mis padres, las privaciones de una infancia pobre? ¿O de la de mi madre…? ¿Como mal por inercia, porque es cómodo y barato, porque no me doy prioridad? Razones sobran. Tener conciencia de ellas no garantiza el éxito, pero ayuda.

¿Qué sigue? Cultivar otro tipo de placeres, en amplia gama que va del lecho a la lectura, de actividades altruistas a desperezar el intelecto con estudios postergados, de hacer artesanías a hacer montañismo, de ir a bailar a aprender a cocinar. Encontrar placer en otro tipo de comida (¿la de otras culturas, por ejemplo, cuyos individuos son tradicionalmente delgados?) y eludir por fin el batacazo de grasa que normalmente engullimos. Más que ser expertos mnemotécnicos en el conteo de calorías, asimilemos verdades sencillas: comer un plato cuya mitad sean verduras, una cuarta parte proteína, una cuarta parte carbohidratos.

Comer de todo, variado, balanceado y colorido. No brincarse las comidas. Pesarse una vez cada ocho días en un momento óptimo: desnudos, en ayunas, antes del fin de semana. Buscar opciones livianas en los restaurantes y una estrategia inteligente en las fiestas, para no marginarnos ni arrebatarnos el disfrute.

No erradicar el pecado. Pecar poco y con medida, como un creyente cauto: cierto número de copas y un postre compartido por semana. Chocolate. Negro ojalá, y racionado, pero infaltable. ¿Que cuántas copas? Eso lo saben los nutricionistas. Pagar uno no es un lujo burgués, es medicina preventiva. Y no es tan caro. Mucho menos, en todo caso, que chinear una diabetes.

Obviamente hacer ejercicio, imponiéndonos metas realistas en horarios que propicien nuestro valor, para no boicotearnos. No olvidar que gana el más constante, no el más bravucón.

Hay un flaco victorioso oculto bajo nuestros tejidos adiposos, luchando por salir. Usurpamos su vida. Devolvámosela. Solamente espera nuestra señal de partida para arrancar.