Tinta Fresca: Aquel verano con Hemingway

Lo enterraron en Ohio un par de días después de haberse cazado en Idaho con una escopeta de caza.

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Llego a Cojímar buscando rastros de Ernest Hemingway y lo encuentro partido en dos en el busto solitario de un parque y entero en las fotos de La Terraza, el restaurante donde conservan intacta (dicen) su mesa favorita.

La mesa, en una esquina, tiene puestos los platos, las copas y los cubiertos, como si los comensales estuvieran a punto de entrar.

Lo más bello de La Terraza es el piso, la barra y la vista a un mar tranquilo donde se mecen alfombras de lirios entre manchas de aceite tornasol. Lo más bello de Cojímar es el fuerte, que ya tenía allí trescientos años cuando Hemingway lanzaba carnadas desde el Pilar y se inspiraba en el capitán Gregorio Fuentes para escribir una novela inolvidable.

Cojímar hace pensar en los barrios tristes de nuestras costas a pesar de las veraneras rojas en las tapias y los chiquillos clavándose en el Caribe gritando y riendo. O, quizás, el recuerdo nace de ese intento del pueblo por espantar con colores y juegos la pobreza y la monotonía.

Hemingway descansa muy lejos de Cojímar y de la colina habanera de San Francisco de Paula donde está La Vigía, la finca comprada catorce años antes del Nobel. Lo enterraron en Ohio un par de días después de haberse cazado en Idaho con una escopeta de caza. Huyó así de su bestia interna en vez de enfrentarla como lo hacía con las otras, las visibles, en las sabanas africanas. Le faltaron verdad y valentía.

Para visitar La Vigía hay que pagar, pero la plata no compra el derecho de entrar a la casa. La cobradora advierte en el portón que solo podemos espiar por las ventanas y las puertas abiertas. Los voyeristas estarían encantados.

La casa de La Vigía es una mansión entre mangos y flamboyanes encendidos donde siguen los libros de Hemingway, cabezas disecadas de búfalos y antílopes, un telescopio, varias máquinas de escribir, camas como acabadas de tender, botellas de licor, un ventilador viejo esperando girar de nuevo, la cocina con sus trastos.

En la finca museo hay cuatro tumbas, pero ninguna es humana: son las de Black, Negrita, Linda y Nerón, los perros del escritor, y a un lado de este cementerio en miniatura está el Pilar, hundido en una pasarela metálica, náufrago sin dueño, sin mar y sin rumbo. Lo vigila una mujer muerta de aburrimiento y de calor que mastica con desgano los saludos antes de responder los de los turistas.

Desde la torre de doce metros que le da nombre a la propiedad, La Habana se ve distante y borrosa, como la pintura de un impresionista.

Mientras estaba allá arriba, acompañado únicamente por una guardiana joven, desee que en aquel instante me pasara lo mismo que a Gil Pender en Medianoche en París , la película de Woody Allen.

Me habría gustado oír unos pasos subiendo la escalera, quizás un carraspeo, volver a ver y encontrarme a aquel Hemingway de las fotos de La Terraza que, siendo joven y fuerte, dice en el filme de Allen que cuando un hombre es verdadero y valiente mira a la muerte a la cara como lo hacen los cazadores de rinocerontes.