Tinta Fresca: Afuera es más cálido

Renunciaría a todo, la buena comida, el chocolate, al dizque confort, si supiera que existe una forma de ver cielos cambiar.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Hace un tiempo le pregunté a un conocido si sabía de dónde venían los colores de los atardeceres. De la contaminación, me respondió, mientras yo veía un cielo rosado.

Luego recordé que le hice la pregunta a alguien que lee libros sobre política, feminismo, y conquistas centroamericanas para siempre sobresalir en cualquier conversación.

Los atardeceres son para mí otra cosa. Más allá de la teoría textual escrita blah blah blah. Me hacen sentir– absurdamente– viva. Todos eso que dicen las personas sobre estar en el presente, vivir el momento, lo creo, pero no lo siento mucho, hasta que estoy viendo nubes amarillas.

Así entiendo de lo que todos hablan.

Cuando puedo ver uno, me lo topo de camino, me comienza a doler el estómago, me sudan las manos, me dan ganas de llorar, de correr, de subirme a un avión, de volver a llorar, de hacer películas, de estar afuera todo el día.

Cuando viví en la playa y tenía las tardes libres, lo único que podía hacer para matar el tiempo era ir al mar con mi hermano 10 años menor.

No teníamos nada en común, pero nos gustaba ver el atardecer.

Él hacia huecos en la arena con palas de plástico, y yo me sentaba en esas colinas que se forman con el viento a esperar la noche.

Ya ha pasado mucho tiempo de eso, pero a veces cuando estoy en mi casa, en San José, y por alguna razón puedo ver un atardecer y sentir la brisa en un minúsculo patio en un tercer piso, pienso en dónde más estarán todos esos colores iluminando.

Quien más como yo, está viendo hacia arriba.

Quisiera regresar a la playa con Andy, y caminar sin zapatos.

Volver a lo esencial.

Los atardeceres me hacen sentir un hueco en la panza, como la luz azul de las cinco de la tarde, que es azul, azul, azul. Me despierta, me hace pensar en lugares que se deben sentir igual. Me dan ganas de salir a caminar, y que llueva. Pero dan ganas de estar lejos.

Puedo ver la Tierra rotar.

Pero tengo mucho tiempo de no verlos bien, en un lugar abierto, sin culpas por estar perdiendo tiempo, porque a veces parece que alguien me toma y me mete dentro de esos remolinos de hojas, y no sé como salir.

A veces se siente como si contemplar un atardecer fuese un lujo de los más privilegiados, el tener libertad a las cuatro de la tarde, pero no sé.

Siento que renunciaría a todo, a la buena comida, el chocolate, al dizque confort, si supiera que existe una forma de ver cielos cambiar.

En especial cuando son las cinco de la tarde, y estoy sentada frente a un computador, con los dedos congelados por el aire acondicionado, y me llama mi mamá para preguntarme si ya vi el atardecer.

Veo la hora. Casi siempre pienso que es más tarde de lo que es. Entonces le digo que no, y me asomo por la ventana y veo nubes moradas y pajaritos pasar.

Digo, es que esta necesidad/existencialista está cientificamente comprobada.

Pero es que hay gente que no lo entiende y que hace rato dejó de ver.

Los que construyen casas de tres pisos, edificios de 100, los que cierran las cortinas del avión, los que no sienten nada cuando ven nubes color pastel flotar sobre su cabeza.

Tocará subir montañas para ver un buen atardecer.