Shirley Brenes Pochet: El cáncer desde los ojos de una niña

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Tenía solo 11 años cuando mi madre enfermó de cáncer de seno. El recuerdo es tan vívido como si hubiera sido ayer. Ella salió del hospital el día antes de mi graduación de sexto grado. Estuvo ahí conmigo, tan fuerte y valiente como siempre lo había sido. Corría noviembre de 1981.

Atesoro la imagen de su sonrisa y su satisfacción: yo era en ese momento su máximo orgullo. Pero en mi corazón de niña, podía sentir que el reloj corría en nuestra contra. Pronto llegó el diagnóstico, y no era alentador. Fue el año más intenso: radioterapia, mastectomía, quimioterapia… palabras demasiado complicadas para una niña que apenas se asoma a la etapa de las ilusiones.

Todo parecía tan irreal. Se descubrió un bultito en el seno, pero el médico le dijo que eso era normal porque estaba amamantando a mi hermano menor. ¡Qué error tan grande fue hacerle caso! Para cuando volvió a consultarlo un par de meses después, ya era tarde.

Mi primer año de colegio transcurrió entre la quimioterapia y las malas noticias del avance de ese monstruo. Fue muy duro verla sucumbir poco a poco, luchando por aferrarse a la vida, por permanecer con sus cuatro hijos pequeños (tres niñas de 11, 9 y 3 años, y el ansiado bebé varón de solo 1 año). Tenía solo 34 años de edad y un esposo que la amaba... Luchó todo lo que pudo, hasta donde le dieron las fuerzas. Su fe en Dios nos dio la fortaleza para soportar esa prueba tan dura.

La Navidad de 1982 fue la más triste de mi vida. Ese 24 de diciembre, pasamos todos alrededor de su cama mientras ella agonizaba. Hasta que el 28 de diciembre murió tranquila, tan bella como siempre.

Después de su partida, fue muy duro porque teníamos prohibido llorar delante de mi padre. Algunas personas, con la mejor intención, nos aconsejaron no hacerlo pues era “un pobre viudo”. Así que mi hermana Jéssica y yo, las mayores, llorábamos de día, pero corríamos a lavarnos la cara antes de que él llegara de trabajar.

Sin embargo, Dios no desampara a nadie y mi madre, en su gran amor, nos dejó en manos de quien había sido su nana, su confidente y su mejor amiga: Nori. Esta mujer, que con costos había terminado el sexto grado, se propuso sacarnos adelante. No solo tuvo que lidiar con la rutina de la casa, sino que también fue nuestro apoyo en los estudios y en la vida. Nos enseñó a luchar, a volver a sonreír, a agradecer por las bendiciones y, sobre todo, a no tenernos lástima ni a permitir que nadie la tuviera por nosotros. Nos enseñó que el dolor fortalece y nos obliga a ser compasivos y solidarios con el dolor de otras personas.

Al mirar atrás, puedo decir que el cáncer de seno tocó mi vida y la de mis hermanas de una manera muy fuerte. Sin haber padecido la enfermedad en el cuerpo, la vivimos en el alma. Nos hizo crecer y madurar. Aprendimos a estar agradecidas por las cosas que damos por sentado, como respirar, caminar, comer, hablar...

Aún extraño a mi madre. Cierro mis ojos y puedo sentirla a mi lado, y así será hasta que nos volvamos a reunir.