‘San Romero de América’: gritan todos al mundo

Al día siguiente de la multitudinaria misa de beatificación, de monseñor Óscar Arnulfo Romero, un puño de fieles evocó su memoria en la capilla donde fue asesinado hace 35 años por su fe

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San Salvador. En la entrada al Hospital Divina Providencia, dos vendedores pujaban por clientes a fin de vender llaveros, camisas, gorras, tazas y cuanto recuerdo se pueda imaginar con la inscripción: “San Romero de América”.

Luego de lo vivido el día anterior –23 de mayo–, cuando miles tomaron el centro de San Salvador por la misa de beatificación de monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez (1911-1980), me resultó increíble no ver a peregrinos inundando los 150 metros del camino que lleva de la entrada del hospital a su capilla.

Observar la pequeña iglesia con la mitad de las bancas vacías, me pareció incluso surrealista; más aún porque en ese hospital, a cargo de religiosas carmelitas, vivió sus últimos años, celebró decenas de misas y murió asesinado monseñor Romero, a manos de un francotirador, un 24 de marzo de 1980.

Pocas horas antes de mi regreso a tierra tica, buscaba ser testigo de esa primera misa, la cual se repetirá cada 24 de mes en las iglesias salvadoreñas, cuando Romero estrenará su título como beato.

Los días previos a la beatificación, periódicos y medios de televisión locales exhibieron la secuencia de fotos históricas del cuerpo de Óscar Arnulfo Romero, en el suelo, botando sangre por su boca, justo en el altar de esa capilla, a donde entré, esa mañana, para la misa dominical.

Esas crudas imágenes, de religiosas y fieles horrorizados sosteniendo el cuerpo de Romero, son innecesarias en esa capilla donde basta con leer la inscripción colocada al lado del crucifijo: “En este altar, Mons. Óscar A. Romero ofrendó su vida a Dios por su pueblo”.

“Tres días antes de su muerte, compartí con monseñor Romero, en el desayuno –el cura procuraba comer con las religiosas– (...) Yo venía llegando del departamento donde ayudábamos a mujeres y niños, muchos abandonados por tanta miseria y conflicto; él me preguntó cómo iba todo por allá”, dijo una religiosa de 72 años, María Eman, quien durante la misa permaneció acompañada apenas con dos cristianos más, en las bancas del costado izquierdo al altar.

De hecho, en la capilla, pocas de las bancas estaban ocupadas, en su mayoría, por devotos extranjeros.

La misa ya resultaba especial por la forma en la cual ese rebaño de fieles cantó, rezó y recordó el legado de monseñor Óscar Arnulfo Romero , presididos por tres sacerdotes invitados de Puerto Rico, Bolivia y Venezuela.

Ni hablar del momento cuando los curas consagraron el vino y el pan, en el mismo altar donde monseñor Romero cayó asesinado.

Algunas lágrimas afloraron en varios fieles quienes –como yo– evocaron ese hecho sangriento martillados, quizás, por la inscripción de la pared y un retrato del querido obispo.

Presa también de las lágrimas, durante unos segundos, quedó la religiosa mientras compartía su relato, invitada por los sacerdotes quienes querían cerrar de esa forma, realmente emotiva, la misa.

“Un día antes de que lo mataran, escuché su homilía por la radio donde les pedía, les ordenaba, a los militares cesar la violencia – Romero dio sus últimas palabras, el 23 de marzo de 1980–”, recordó la monja carmelita.

“Sabía que iban a matarlo, lo sabía, al día siguiente, nos enteramos de esa terrible noticia”, agregó la religiosa con voz tenue, pero sumamente firme.

En mejor vida. Increíblemente, las lágrimas no llegaron en ese momento para la monja.

Tanto ella, como la mayoría de hombres y mujeres de fe cercanos a Romero, no quebraron sus voces en las decenas de entrevistas y mensajes públicos dados a través de los medios, durante los días previos a la ceremonia de beatificación, la cual pudo haber reunido a 700.000 participantes, según estimó la Iglesia salvadoreña.

Fue un evento tan esperado que hasta las maras prometieron “portarse bien” ese fin de semana dado el festejo religioso, el cual puso en pausa la violencia.

“En ese tiempo de Romero, había tanta necesidad, todavía hay mucha en El Salvador. Yo estaría ayudando, haciendo mi trabajo, si no estuviera mal de salud”, lamentó la religiosa Eman, quien, finalmente lloró, cuando prosiguió con su relato ante los otros feligreses.

Inevitable fue aplaudir su coraje, indescriptible es detallar los sentimientos que surgieron cuando esa menuda mujer, quien desayunó con Romero tres días antes de su asesinato, le pidió al nuevo beato “perdón” por no hacer “su trabajo”, como enviada a ayudar al pueblo.

Luego de la misa, se podrían agregar más líneas sobre cómo los asistentes, más otros peregrinos quienes llegaron luego, entramos al pequeño aposento donde vivió Romero, en el “hospitalito”, a cargo de las carmelitas.

Ni su cama, tampoco el auto que usaba, ni sus ornamentos con manchas ya algo lavadas de su sangre, realmente resultaron tan fuertes –al menos para mí– como escuchar a esa mujer evocando a Romero frente al altar donde cayó sin vida.

De ahora en adelante, la jerarquía de la Iglesia de El Salvador se enfoca en el proceso de canonización de monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez (1911-1980).

Para este paso, se espera un milagro concedido por su intercesión para llamarlo, oficialmente, “santo”.

Mientras llega esa noticia, desde las carmelitas del “hospitalito” donde vivió el beato, hasta quienes se proclaman ateos, gritan a coro en El Salvador: “¡Viva! San Romero de América” .