Prisioneros de un sueño

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Se llama Dietter. Alguna vez fue peluquero, oficio que sueña con volver a ejercer cuando salga de ahí. Dietter es relativamente joven. Padece una enfermedad mental y hace unos años cometió un delito.

Por eso está ahí, junto a 89 hombres más. Es uno de los internos del Centro de atención de personas con enfermedad mental en conflicto con la ley, un albergue que funciona hace un año gracias a un convenio entre la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) y el Ministerio de Justicia.

El lugar está dedicado a atender a aquellos infractores a quienes se les compruebe un problema mental de fondo en la comisión del delito. No viven entre rejas ni celdas. Ni sus internos buscan ganzúas para escapar o atacar. El arma la cambiaron por un lápiz, ya sea para pintar o escribir. Aquí, definitivamente, el ambiente es distinto al de cualquier otra cárcel de hombres en el país.

En su doble condición de enfermos y privados de libertad, estos 90 hombres cumplen no solo una condena. También deben seguir un estricto tratamiento psiquiátrico para mantener en control males tan graves como la esquizofrenia y el trastorno bipolar.

Para todos ellos, el día comienza a las 6 a. m. cuando hacen fila frente a una batería de duchas y servicios sanitarios. ¿Después? Después a contar el paso del tiempo que, en un lugar como este, transcurre lenta, muy lentamente. La jornada se cierra al apagarse las luces a las 8 p. m.

El único alivio del día proviene de las terapias ocupacionales, las dos mejengas semanales y las dos horas de sol diarias a las que tienen derecho en el único espacio verde del recinto. Varios terapeutas les dan atención personalizada a cada uno de ellos.

Sin embargo, de alguna manera, estos hombres son afortunados. Antes de la existencia de este albergue, los reos con enfermedades mentales iban a dar al Hospital Nacional Psiquiátrico, en Pavas.

En ese lugar, protagonizaron, por muchos años, conflictos que llevaron a serios roces entre la CCSS y Justicia. Las quejas iban y venían: según la CCSS, no era conveniente tener en los salones a delincuentes potencialmente peligrosos conviviendo con otros pacientes. En opinión de Justicia, no había otro sitio adonde enviar a quienes estaban enfermos mentalmente y tenían problemas con la ley.

Un día, finalmente, ambas instituciones se pusieron de acuerdo y alquilaron una enorme bodega que antes albergó una fábrica de maquila. Ese es el nuevo Centro, que abrió sus puertas en La Uruca, entre Aviación Civil y el edificio de Migración y Extranjería.

El 85 por ciento de los internos llegó ahí por desobediencia e incumplimiento de medidas legales. El resto de los hombres han sido enviados por los juzgados tras comprobarse que cometieron otros delitos, como robos y violaciones.

Hace un año, el director del albergue se quejó porque los juzgados mandaban individuos al lugar antes de que dictaran la pena. Eso provocaba que decenas de personas pasaran mucho tiempo ocupando el espacio de otro enfermo.

En ese momento, trascendió que el 35% de quienes allí están no presentan padecimientos mentales severos. Por ejemplo, una epilepsia o la adicción a las drogas no son considerados motivos para enviar pacientes a este sitio.

No obstante, ahí siguen algunos con un perfil que no calza con la meta principal del lugar, consumiendo los recursos de un Centro creado con otros objetivos.

De todas formas, a los residentes –no importa cuál sea su diagnóstico– los une el común denominador de haber tenido una vida difícil. En su mayoría, son de barrios urbano-marginales y, por el delito cometido, son muy pocos los que reciben la visita de algún familiar.

A pesar de todo, Dietter da fe de que el sitio se ha convertido en su nuevo hogar.

“Es mejor que una cárcel. Las terapias me han ayudado a que se me pase rápido el día, aunque no puedo evitar que muchas veces sea demasiado monótono”, dice.

Hay dos médicos asignados para la atención de pacientes como él: uno, general, y otro, especializado en psiquiatría. También hay psicólogos y terapeutas ocupacionales. El equipo se completa con abogados y guardas a cargo de la vigilancia de estos pacientes-prisioneros.

En un sitio como este, son escasos los momentos de socialización entre los internos, pues cada uno se mantiene en sus propios asuntos.

Quizá, como Dietter, sueñan con el día en que saldrán por el inmenso portón que los separa de “la otra vida”. Al menos él, sueña con su peluquería y con poner en práctica los conocimientos que obtuvo entre las cuatro paredes de esta cárcel-hospital.

Fotografías: Jorge Castillo / Texto: Ángela Ávalos