Página Negra: Salvatore Riina, con la muerte en los talones

Lo acusaron de ordenar 150 asesinatos y de liquidar él mismo a 40 de esas víctimas, incluidos niños y mujeres. Desde los 13 años inició una carrera criminal que lo llevó a la cúspide del poder mafioso en Italia.

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Estaba loco, era listo y peligroso. Tras su mirada áspera y neutral bullía “la Bestia”; era un hombre bajito y anodino que puso de rodillas al estado italiano, con un arma muy simple: la crueldad.

A los 87 años, en una prisión de máxima seguridad en Milán, “El corto” dejó de sonreír. Para los sicilianos fue el “U capi di ’i Capi”; solo los más allegados le decían su apodo cariñoso: Totò. El resto de los mortales debía dirigirse a él como Don Salvatore Riina de Corleone.

Su objetivo nunca fue el dinero, si no el poder. Comenzó su reinado de terror borrando de la faz de la tierra a la aristocracia mafiosa de la Cosa Nostra; entre la primavera de 1981 y el otoño de 1983 mató o “desapareció” a 1.700 enemigos.

Después de hacer sus deberes domésticos siguió con policías, militares, jueces, periodistas y todo aquel con la mala suerte de taparle el sol.

El deshuesadero principal era la “habitación de la muerte”, un pequeño apartamento en Palermo, jefeado por el hospitalario Filippo Marchese. Primero torturaba a las víctimas, después las asesinaba, las disolvía en ácido o las descuartizaba –según el menú del día-–y las mandaba a dormir con los peces.

De los 150 homicidios atribuidos a Salvatore él ejecutó a 40; por esas “nimiedades” lo condenaron a 26 cadenas perpetuas, que cumplió religiosamente en una celda con las comodidades propias de un “hombre de honor”.

Tenía pantalla, computadora, la Internet, teléfono celular, mobiliario y siguió al frente de su imperio, si bien el cáncer que padeció los últimos meses lo apartó un poco de los negocios.

Nadie sabrá nunca el monto de la fortuna acumulada –con la paciencia de un banquero– a lo largo de casi 75 años como criminal, si bien murió en la absoluta pobreza y sin recibir la pensión que reclamó al estado, como fiel contribuyente del seguro social.

La policía le confiscó $125 millones en bienes; su mansión, en el pueblito de Corleone –donde abrió los ojos el 16 de noviembre de 1930– fue convertida en una escuela pública.

A los 13 años Salvatore pasó a ser el “capofamiglia” porque su padre –Giovanni Riina– y sus dos hermanitos, Gaetano y Francesco– quedaron hechos carne mechada al estallarles una bomba que hallaron perdida en el campo, en 1943.

Tal vez, por ese recuerdo infantil, desarrolló el gusto por explotar a sus enemigos; los más célebres fueron los jueces Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, a quienes desintegró entre mayo y julio de 1992.

Salvatore era algo inmenso, era un rey, más aún…el amigo de Giullio Andreotti –deidad viviente de la política italiana de la postguerra– con quien se reunió en secreto –el 27 de marzo de 1987– y se besó, en el ritual ceremonioso de la mafia para demostrar lealtad y amistad.

Jefe de jefes

“El corto”, medía apenas 1,58 cm. y nunca andaba con pendejadas; hizo suyo el precepto evangélico: “Quien no está conmigo, está contra mí”. Y ¡voto a Dios! que lo cumplió.

Su primer empleo fue como matón a sueldo del “dottore” Michele Navarra, un mafioso de Corleone a la vieja usanza: buen traje y auto negro.

Con sus amigos Bernardo Provenzano y Calogero Bagarella formó una tríada criminal. Eran pobres, campesinos, matarifes y veían la prisión del pueblo como un centro vocacional para graduarse como machos.

La práctica profesional incluyó matanzas rurales, pero la tesis de maestría fue liquidar a Navarra; el “pater familias” acabó cosido a tiros en un camino vecinal.

De ahí al poder fue cuestión de contar cadáveres. En 1969 los atraparon, pero los jueces recibieron una advertencia: “Si un caballero de Corleone es condenado, saltaréis por los aires, seréis destruidos, seréis descuartizados.”

Los 64 implicados, incluido Salvatore, quedaron libres y fueron por el cuello de la aristocracia mafiosa, que los consideraba unos palurdos incapaces de entender los entresijos y las sutilezas del poder.

La banda de Totò, unos 70 perdonavidas, asumió el control del negocio de la heroína; con esos pingües ingresos logró lo que solo el dinero puede: ¡Comprar conciencias!

Detrás de tanta violencia latía el corazón de un esposo fiel, que nunca tuvo ojos para otra mujer que no fuera su amada Ninetta Bagarella, a la cual desposó en 1974 tras advertir a su suegro las saludables ventajas de aceptarlo como yerno.

“No quiero a ninguna otra mujer que no sea mi Ninetta, y si no me dejan casarme con ella, tendré que matar a algunos”. Así, por señas.

Al calor del hogar nacieron cuatro hijos. Los dos varones, Giovanni y Giuseppe, siguieron el oficio paterno. El primogénito cumple prisión perpetua por cuatro asesinatos; el menor descuenta 14 años por travesuras como extorsión y blanqueo de dinero. Lucía y María Concetta llevan una vida discreta.

Pese a las bombas y a las carnicerías, Salvatore era un hombre apacible, austero, de pocas palabras susurradas, amable y buen cristiano.

“Increíblemente ignorante, pero intuitivo, inteligente e imprevisible”, así lo describió su confidente carcelario Antonino Calderone.

En 1993 la policía lo detuvo en el centro de Palermo, donde vivió 25 años sin que nadie se atreviera a cobrarle ni un “gelatto”. Alegó que “se equivocaban de hombre”.

Montaron un megajuicio y lo sepultaron bajo un alud de condenas. Guardó la “omertá” y cuando murió, el 17 de noviembre del 2017, se llevó a la tumba secretos que ni el diablo le preguntará.