Página Negra: Hubert de Givenchy, el genio entre costuras

El más grande entre los grandes modistos; vistió a las mujeres más bellas y encabezó la edad dorada de la alta costura francesa, gracias a su abolengo.

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La mejor aguja del mundo. Fue el más grande entre los mejores “coutoriers”; las damas más bellas iban de rodillas para que él las vistiera con abrigos que mutaban en flores; o los vestidos de noche, como cielo estrellado.

Nadie entendía las telas como Hubert de Givenchy; olía las sedas, acariciaba los rollos; cortaba las piezas con primor, sin maltratarlas. Decía que la ropa debía de seguir al cuerpo, no a la inversa; por eso “el verdadero chic es la discreción.”

Por más de 60 años fue el árbitro de la alta costura; su atelier fue el santuario adonde peregrinaron: Audrey Hepburn, Jackie Kennedy, Lauren Bacall, Marlene Dietrich, Elizabeth Taylor, Farah Diba o cuanta mujer se preciara de serlo, y tuviera el dinero para encargarle unos “trapitos”.

Eran otros tiempos. Ahora son escobas disfrazadas. “La moda es el pasado. Antes las mujeres estaban encantadas de ir bien vestidas, pero parece que ya no les importa nada. Advierto un aire triste, porque llevan prendas tristes.” confesó Givenchy.

“L’enfant terrible”, como lo bautizó Le Figaro, revolucionó el buen vestir femenino. En los años 50, con Elsa Schiaparelli, inventó el “sentido del chic”; segundo, introdujo la moda de los “separates”, que permitía a cada mujer armar su propia combinación. Arrasó en Estados Unidos.

Los diletantes todavía discuten si a Hubert se le puede atribuir la creación del término “prêt-à-porter” –para lo neófitos es “listo para usar”– dado que en 1954 el empresario Jean Prouvost le propuso crear la primera colección de alta costura, con el concepto “Givenchy Université.”

El joven modisto alborotó el gallinero desde que a los 17 años lo rechazó su alter ego, Cristóbal Balenciaga, y tuvo que ir a rumiar sus cuitas al taller de Jacques Fath, un célebre diseñador.

Eran los duros días de la post-guerra y el jovencito vio la ocasión de cumplir la admonición de su madre, Beatrice -Sissi- Badin: “Si has elegido esta profesión, espero que la hagas bien y no te quejes nunca.”

Debemos detener esta narración para explicar al lector que Hubert no era un pegabotones o un remiendaruedos; al contrario, era el hijo menor del Márquez Lucien Taffin de Givenchy.

Sus raíces familiares se hundían en el siglo XVIII y descendía de una augusta línea de artistas vinculados con la nobleza veneciana; sus bisabuelos diseñaron obras para el Palacio del Elíseo y la Ópera de París; incluso sus tatarabuelos lucían sus gobelinos y tapices.

Vino al mundo en una cuna de marfil, el 21 de febrero de 1927. Creció en Beauvais, cerca de París. El 10 de marzo del 2018 se durmió y despertó a la eternidad, según contó su inconsolable viudo, Phillipe Venet, que por 60 años compartió con él cama, mesa y pan.

Caballero de la moda

El santón de la alta costura mundial comenzó su leyenda desde un pequeño atelier en la rue Alfred de Vigny. Combinó el título de conde, porque su hermano mayor –Jean Claude– heredó el marquesado paterno, con estudios en Bellas Artes y una experiencia intensa al amparo de mitos vivientes como Robert Piguet, Lucien Lelong, Pierre Balmain y Christian Dior.

De mozalbete intentó ingresar a la “maison” Balenciaga pero la mano derecha del modisto vasco, “mademoiselle” Renée, era una bruja insufrible que lo dejó con el dedal en la mano.

Pudo sortear a la serpiente y conoció a su futuro maestro en un cóctel, en la primera colección que presentó en Nueva York, en 1953.

El oráculo del buen vestir estaba sentado en un sofá y de inmediato trabó amistad con Hubert, que era un pan de Dios: “guapísimo, de morirte, solo que demasiado alto”, recordó la sacerdotisa de la moda española, Sonsoles Diez de Rivera.

Las lenguas de doble filo intentaron ligar al mozo con el maestro, pero nunca pasaron de una relación filial; para Hubert aquél era “la perfección, un hombre muy religioso que me hablaba como de un padre a un hijo”.

Solo, y sin un quinto, se lanzó al vuelo. Los amigos que prometieron financiarlo desaparecieron y arrancó con unas prendas de algodón, la tela más barata. Ni modo, a falta de pan, buenas son las tortas.

Con sus propuestas abrió el arcano de la moda; combinó la feminidad de Dior con la fantasía de Schiaparelli; al espíritu de Fath, le agregó su propia clase y refinamiento.

La casa Givenchy operó hasta 1988 en que la vendió al grupo LVMH. Hubert siguió al frente hasta 1995 y fue sustituido por John Galiano.

Al frisar los 70 años se retiró porque lo trataron como a un segundón. “Fueron años muy difíciles, me sentí humillado. Había días que lloraba. Una directora me vigilaba de cerca y venía a mi estudio, allí donde yo había sido el patrón, y me decía lo que tenía que hacer.”

Se marchó a un exilio dorado en su mansión de la Rue de Grenelle, a peinar canas con Venet; vivían juntos, pero no revueltos. Los dos eran amantes desde 1952, cuando Givenchy lo fichó como sastre en su primera tienda.

Los achaques de la edad lo mortificaban y de vez en cuando se escapaban al palacio Le Jonchet, en Romilly-sur-Aigre, o iban a un departamento en Los Alpes porque vendieron una villa en Venecia. Como fuera, siempre había tiempo para las amistades y la buena vida.

Colgó las tijeras, pero siempre pensó en modas, diseño, belleza, aristocracia… hasta el último instante. ¡Qué allure!

Vestir a la más bella

Cuando le anunciaron la visita de Hepburn pensó que era Katherine y se decepcionó porque llegó Audrey. Ella quería un vestido para su película Sabrina y Hubert de Givenchy no la podía complacer.

Apenas tenía ocho costureras y le propuso probarse lo que había en el armario. Todo le quedó de maravilla y aceptó vestirla.

La cinta ganó el Oscar al mejor vestuario, pero el nombre de Hubert no apareció en la lista de créditos y el galardón lo recibió Edith Head, celebérrima modista de Hollywood.

Por cierto, el personaje Edna Moda en el filme Los Increíbles está inspirado en el aspecto de Edith, quien usaba anteojos con marco negro y se peinaba como un tazón.

Con Audrey mantuvo un “love affaire” y ella sentía que la ropa de Hubert la protegía; sabía ser elegante con poco.