Omar Rojas, el limpiabotas de San José que ve morir su oficio lentamente

En el Parque Central, mientras espera clientes, este bolero narra que al día a veces no hace ni para los pasajes del bus. Tiene 65 años y desde hace 50 se dedica a limpiar los zapatos de otros

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“Vea mis manos. Hoy, a esta hora, no he hecho nada de plata... ni siquiera tengo para el pasaje del bus”, contó apesumbrado Omar Rojas Rivera, mientras me muestra las palmas de sus extremidades limpias, sin manchas de betún.

Son las 10:30 a. m. en el Parque Central. Es una mañana bastante soleada de marzo y el día avanza tranquilo, sin novedades. Hay una fila de taxistas esperando clientes, personas caminando hacia sus trabajos y otras más cargando bolsas con sus mandados.

Los personajes de siempre ya están haciendo lo suyo: los vendedores ambulantes gritan a todo pulmón su variada oferta de productos, los vendedores de lotería cantan el número de la suerte, los policías municipales velan para que se mantenga el orden público y uno que otro indigente aparece de repente.

Debajo de un árbol, en la sombra y frente a la Catedral Metropolitana se encuentra don Omar, de 65 años, quien no deja de ser otro de los personajes del transitado parque capitalino. Él es el limpiabotas por excelencia de ese sitio, pues tiene aproximadamente 50 años de trabajar en el mismo lugar.

Con su balde gris -que le sirve de asiento para lustrar los zapatos-, un maletín negro a un lado de la banca de cemento donde se sientan sus clientes y un cajón rojo pequeñito en el que guarda sus herramientas de trabajo, don Omar está listo para recibir a su primer cliente del día. Mientras tanto conversa con algunos amigos, de esos que conoce precisamente por su trabajo diario, en el corazón de San José.

Han pasado cuatro horas desde que don Omar llegó al parque, pero hasta ahora no ha topado con suerte y no ha llegado ningún cliente. Eso le preocupa, pues aún no tiene los ¢700 que necesita para pagar el pasaje del bus de vuelta a su casa, en Linda Vista de Patarrá. Tampoco tiene lo suficiente para comprar el pan, con el que añora tomar café con su amada Florencia Vargas.

Sin embargo, don Omar se mantiene esperanzado.

“Antes yo renegaba, porque yo decía: ‘Estoy aquí desde las 7 a. m., ya es tarde, no me he ganado nada. Si Dios existe ¿por qué no me manda un cliente?’. Un día como hoy tampoco me he ganado nada, pero yo no vuelvo a renegar nunca más”, dice.

Unos minutos más tarde aparece su primer cliente, uno de esos que con frecuencia busca los servicios de don Omar para que sus zapatos luzcan impecables. La emoción del limpiabotas es difícil de ignorar: le pide que se siente en la banca de cemento, mientras él rápidamente se acomoda en el balde al frente y comienza a sacar sus herramientas dentro del cajón.

Su trabajo no se trata solo de pasarle betún a los zapatos con un cepillo, su trabajo es minucioso y de calidad. Lo primero que hace es quitarle la suciedad a las zapatillas con un trapo; luego les aplica nelina (un tipo de tinte para cuero) con una esponja para proteger el cuero y cuando está seco, sigue el betún con cepillo, que ayuda a que “el agua resbale”.

Además, en los espacios más incómodos del zapato, don Omar utiliza un cepillo de dientes para que ningún espacio quede sin limpiar. Antes de finalizar, pasa una tela para darles brillo. ¡Y listo!.

Por cada par de zapatos que limpia, don Omar cobra ¢1.000, aunque confiesa que si es un extranjero cobra un poquito más. En un lapso de 10 minutos el cliente de don Omar tiene sus zapatos como nuevos.

Antes de retirarse, el hombre le entrega al limpiabotas una bolsa con Pan Bon y don Omar solamente le agradece.

“La gente me tiene mucho cariño, yo les digo: “les limpio los zapaticos”, pero me dicen: “no, no tengo plata”. Entonces yo les digo que se los limpio con mucho gusto; y ellos lo que hacen es que después me traen una hamburguesa, un fresco, o cuando pasan me regalan un sándwich. Y yo creo que eso es una muestra de que la gente lo quiere a uno también y eso es muy bonito”, afirma.

Arrepentimientos

Al lado de la banca donde se sientan sus clientes hay una mancha roja. Don Omar relata que esa es una mancha de sangre y luego señala su cabeza, donde tiene una herida abierta, producto de un golpe días atrás.

Con mucha vergüenza y arrepentimiento el limpiabotas confiesa que luego de siete años de estar sobrio, sin probar una gota de licor, tuvo una recaída. Con la voz entrecortada y mientras se asoman unas lágrimas relata que todo comenzó un lunes, justo cuando llegó a trabajar.

Como de costumbre, a las 7 a. m., don Omar estaba listo para recibir a sus clientes, frente a la Catedral Metropolitana. Sin embargo, antes de que llegara alguno, llegó un viejo conocido, un antiguo “amigo” suyo con quien compartió unos tragos.

“Ese día me ofrecieron un traguito y me perdí... No sé qué me pasó. Estos siete años han sido los mejores de mi vida, han sido de mucha felicidad, de ver muchas cosas que solo se ven cuando uno está sobrio. Además de que uno no anda molestando, no tiene que estar pidiendo, ni oliendo mal, ni nada de eso. Cuando uno está borracho se agarra con cualquiera, pero cuando está uno sobrio los ignora. Yo ahora pienso que el guaro no me hace falta, si me faltara estaría consumido en eso”, asegura.

Cuando conoció a Florencia, hace aproximadamente siete años, su vida dio un giro, pues ella fue quien lo apoyó para que dejara el licor: don Omar es alcohólico desde su adolescencia. Su amada, además, fue quién ese amargo lunes lo encontró borracho en el Parque Central y se lo llevó, a como pudo, para la casa.

“Yo le prometí a mi esposa que yo no iba a volver a tomar nunca, porque yo a ella la quiero mucho y no la quiero perder. Ella me enseñó a estar sobrio, a ver qué es lo bueno y qué es lo malo. Ella me cambió la vida y ese día casi me echa de la casa.

“Yo sentí que le fallé, porque yo estaba totalmente perdido y ahora siento mucha vergüenza. Yo le dije: ‘Yo sé que le fallé, pero en siete años le he demostrado que la quiero y que estoy comprometido con usted’, entonces ella me dio otra oportunidad, porque yo estoy muy arrepentido”, comenta.

Por décadas, el licor ha sido la piedra en su zapato. Le impidió terminar el colegio, estudiar una carrera, ser futbolista profesional y cumplir muchas otras metas que a diferencia suya, sus hermanos sí cumplieron.

Don Omar agradece a Dios por su trabajo todos los días. Él valora muchísimo ser uno de los pocos limpiabotas que quedan en San José, un oficio que aprendió por gusto y que le permite llevar el sustento a su hogar. Sin embargo, para él es inevitable pensar en la vida que pudo haber tenido si hubiera seguido los consejos de sus padres Eduardo Rojas y Margarita Rivera. Se imagina siendo abogado como uno de sus hermanos o viviendo en Estados Unidos, como otro de ellos.

No obstante, él reconoce que nunca se dejó ayudar y a sus 65 años cae en cuenta de todos los años que perdió.

“Me arrepiento tanto de haber caído en el vicio, porque si no hubiera caído en el alcoholismo y la drogadicción yo no estuviera aquí donde estoy. Ahora veo que yo nunca hice nada con mi vida. El vicio siempre me llevó por el mal camino. Hasta ahora que estoy viejo, me doy cuenta que yo fui muy bruto, que yo pude hacer muchas cosas jugando bola. Siento que he perdido muchos años de mi vida por el guaro.

“Ahora es cuando más recuerdo las palabras de mi madre: ‘Omar, estudie. Ahorita se va a hacer viejo’. Y ahorita a los 65 años ya me siento viejo, entonces me doy cuenta que mi mamá tenía mucha razón en lo que ella me decía y yo no le hice caso”, dice.

Don Omar habla del fútbol, porque cuando rondaba los 20 años, jugó como defensa central con Goicoechea y Sagrada Familia, en segunda división. Posteriormente pasó a jugar a primera división con Orión. Recuerda que en aquella época compartió equipo con jugadores como Hernan Médford y Ricardo Arauz.

Al fútbol llegó gracias a su hermano Eduardo Rojas, un exjugador de fútbol costarricense quien se retiró de la liga tica para jugar en Estados Unidos. Él lo llevaba a entrenar con Sagrada Familia y así poco a poco consiguió su oportunidad.

Cuando el limpiabotas habla de esa etapa sonríe, pues durante esos años fue muy feliz. Sin embargo, en un momento cambió el deporte por el vicio y de allí no pudo volver a salir.

“Por aquí siempre pasan algunos exjugadores que fueron compañeros de equipo y ahora me ven y me dicen: ‘Omar, qué bien te veo’, y yo me siento muy bien. Ellos me dicen que me he superado, que tengo buen color y que eso es señal de que me estoy portando bien. Entonces a veces me dan plata para que me compre un fresquito, pero antes no me daban nada porque sabían que yo lo iba a gastar en el vicio”, recuerda.

Del vicio y el bolero

El oficio de limpiar zapatos lo aprendió desde que era un adolescente de 12 años. Siempre le llamaba la atención ver a los boleros de la época en la capital, por lo que al salir de clases, en lugar de irse a su casa en la Colonia Kennedy, en San Sebastián, se iba para el centro de San José.

Al principio solo iba a ver cómo se hacía, sin embargo, al poco tiempo uno de los liampiabotas de la época lo comenzó a apadrinar con betún y así empezó a limpiar zapatos como todo un profesional. En ese entonces cobraba ¢5 y, solo en una tarde, llegaba a hacer hasta ¢30, por ello dejaba el estudio de lado.

Conforme pasaba el tiempo, don Omar se fue haciendo amigo de los demás limpiabotas, quienes lo comenzaron a invitar a ser parte de su grupo. Tales invitaciones incluían reuniones de tragos en el bar Las Tunas, cerca de la catedral.

“Como todos tomaban y yo venía aquí siempre, entonces me invitaban a ir con ellos. Una cosa lleva a la otra, desde muy jovencito comencé a tomar. Me acuerdo que mis papás insistían en que no viniera, que no tomara, porque eso me hacía daño. Me decían que ese era un trampolín para las drogas, y dicho y hecho: así fue como aprendí a consumir. Pero es que uno no escarmienta por cabeza ajena y vieras los problemas que yo arrastro por eso, porque me metí a robar. Y hasta que uno no se tropiece, uno sigue de necio”, afirma.

En cuestión de un par de años, ya no solo era el joven bolero que tomaba licor, sino también era el que consumía drogas y le robaba a los borrachos en el Parque Central.

Producto de todos los problemas en los que se metió, terminó encerrado un par de años en la Penitenciaría Central y, tiempo más tarde, en la Reforma. Tan solo tenía 18 años.

“Mi papá trabajaba en la Peni. Él tenía un taller de encuadernación y era el que hacía La Gaceta de la Peni. Cuando yo llegué me acuerdo que dijeron: ‘Maestro Rojas, llegó su hijo’ y cuando yo veo que llega mi papá y se pone a llorar... pobrecito. A mí no me importó en aquel momento, yo estaba jugando de vivo. Pero ¿cómo no iba a llorar?, en la Peni estaban Los hijos del diablo y todo eso, y yo estaba desubicado totalmente”, relata.

Don Omar cuenta que muchos de los hombres que limpiaban zapatos y que él conocía se han muerto por el excesivo consumo de licor. Detalla que solo en el Parque Central había por lo menos 12 boleros y que, al menos siete, han fallecido por el vicio. Él espera no recaer, pues no quiere terminar como ellos.

El limpiabotas cuenta su experiencia de vida con la intención de que las personas no cometan sus mismos errores. Insiste en que no escuchaba consejos y que ahora vive arrepentido del camino que eligió.

“Eso es una tontera. Ahora cuando yo veo a muchachos jovencitos que andan en esas yo me les acerco y les digo: ‘Vea mae, yo pasé por eso. Empecé con el guaro y luego con la droga’. Y les digo: ‘Mae, eso no sirve, eso no le va a dejar nada a su vida. Búsquese mejor un trabajito, no hay que andar robando’”, dice.

Últimos latidos

En sus años como limpiabotas ha atendido gerentes, trabajadores de bancos, licenciados, al padre Minor Calvo e incluso, una vez le limpió los zapatos al boxeador panameño Roberto Durán, mejor conocido como Mano de Piedra Durán.

Y aunque en los últimos años ha bajado la clientela, la pandemia fue la que se encargó de poner en la cuerda floja el oficio. Don Omar afirma que esto se debe a que las personas a las que les limpiaba sus zapatos, cuando iban al trabajo, ahora se quedan en la casa cumpliendo con sus labores.

“Antes veía mucha gente, ahora todo se lo ha traído abajo la pandemia, primero porque el parque estaba cerrado y ahora porque las personas que ocupaban que les limpiara los zapatos trabajan en la casa. Imagínese que antes, a las 3 p. m., yo ya me había ganado ¢7.000 u ¢8.000, y a veces era mediodía y ya yo tenía ¢10.000 en la bolsa.

“Pero ahora, hay días en los que a las 3 p. m. no ha venido nadie y tengo que ver quién me presta para pagar el pasaje del bus de regreso. Eso me ha tocado varias veces. Y bueno, he aprendido que a como hay días buenos, hay días malos. Entonces, lo que hago es que ahí le pido a algún taxista, porque aquí todos me conocen. Ellos me prestan los ¢700 para que yo pueda irme en bus y comprar pan para llevar a la casa. Luego yo les pago o les traigo arepas o empanadas”, comenta.

Por ello, con mucho pesar, considera que este oficio está destinado a desaparecer y asegura que no faltan muchos años para eso.

“Yo sí creo que este oficio va a morir muy pronto. La covid-19 agravó el oficio, ya la gente no se sienta aquí para que uno le limpie los zapatos. Antes era bonito porque venía el esposo con la señora y mientras uno le limpiada los zapatos a él, la señora se iba a comprarle un cono a los chiquitos y se lo comían en la sombra, pero eso ya no pasa. La gente ya ni se sienta, porque como estuvo prohibido durante la pandemia, el oficio se hundió.

“Ha sido muy duro. Cuando la pandemia estaba peor yo dejé de venir. Luego regresé y como el parque estaba cerrado, me quedaba al frente, a la par de la iglesia, y otras veces me iba para Plaza Víquez, pero no es igual. Yo espero que no vuelvan a cerrar el parque porque ese es el comer mío, si cierran esto yo quedo feo”, agrega.

Debido a que la situación como limpiabotas está muy difícil, don Omar ha tenido que buscar un trabajo extra para llevar la comida a la casa. Por ello, los fines de semana va a la feria de Plaza Víquez a trabajar como cuida carros.

Eso sí, aunque el negocio no esté tan bueno, don Omar siempre madruga para llegar temprano al trabajo. A las 4:30 a. m. ya le está dando de comer a las gallinas, a los patos y alistando el agua dulce para él y para doña Florencia. Cuando termina su desayuno, se alista para tomar el bus, que dura una hora en llegar al centro de San José.

Además, si algo ha aprendido el limpiabotas en estos años, es que al trabajo se debe ir bien presentado. Por ello, él siempre trata de llegar bien vestido y se toma un buen rato todos los días para alistarse.

“Uno para limpiar zapatos no puede andar hediondo, ni cochino, ni nada de esas cosas, porque sino la gente se va. Yo vengo aquí a trabajar bien vestidito y bien presentado, porque la presentación es bien importante en este trabajo, aquí no hay nadie que le ayude a uno, es uno mismo quien le da la imagen al cliente”, dice.

Como la mayoría de trabajadores, don Omar lleva en su bolso una tacita con el almuerzo; no obstante, él no se espera hasta mediodía para almorzar, prefiere comer a eso de las 7:30 a. m., cuando todavía está caliente. Y es que calentar el almuerzo a veces puede ser complicado, dado a que tiene que ir a buscar quién le haga el favor de poner un par de minutos la tacita en el microondas.

Lo mismo le ocurre cuando necesita ir al baño: tiene que pedir permiso en la catedral para utilizar el servicio sanitario, o bien en la McDonald’s, que está en la esquina del Parque Central. Sin embargo, trata de no ir, pues por ir al sanitario le robaron el banco que utilizaba para sentarse y por ello ahora debe andar cargando un balde.

Sin embargo, no se queja, está satisfecho con la oportunidad de poder trabajar y tener gente que lo aprecia.

“Viera cómo me quiere la gente aquí, eso es de lo más lindo. A veces hasta me invitan a pinto con huevo y café. Y creo que uno tiene que dejarse querer para que la gente lo quiera, de eso se trata la conversión también”, asegura.

A pesar de que agradece todos los días por su trabajo y disfruta compartir con sus clientes, don Omar ya está cansado y quisiera pensionarse. No sabe cómo, ni cuándo, pero no pierde la fe de encontrar la ayuda para conseguir una pensión, la cual le permita tener una vejez digna.