Obituario del televisor

El chunche rey de los hogares murió y le abrió paso a su versión adelgazada. ¿Qué nos dice este cambio sobre la sociedad en la que vivimos?

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El primer televisor del que tenemos noticia en Costa Rica llegó en abril de 1955 como una rareza exhibida por el almacén Oscar Stupp , en San José, cinco años antes de que existiera cualquier transmisión comercial.

Aquella caja que entonces estaba ciega y muda anunció una nueva era. El tele se convertiría en la hoguera alrededor de la cual –para bienes y para males– nos reuniríamos hasta la llegada del siglo XXI, cuando el aparato, en una tardía matrícula en la miniaturización, perdería todo su sobrepeso y quedaría reducido solo a una pantalla.

La nueva tecnología ya no deja que la abuela le ponga encima la colección de elefantes de cerámica pulida sobre el mantelito bordado a mano. El tele llegó a parecerse más a un espejo de pared que a un mueble de rincón.

Los compradores adoptamos el cambio aplaudiendo, pero pocos pensamos –al menos yo no lo había hecho– que esta transición marcaba la muerte del chunche rey. Así lo han entendido los reparadores de audio y video mientras les dan resucitación cardiopulmonar a una buena cantidad de cajones sin luz que todavía llegan a sus talleres.

La transición fue un cambio de bulto, nos dicen, tanto en lo físico como en lo simbólico: el televisor de cajón gozaba de una pequeña eternidad; era el aparato que siempre podría volver a la vida. Las pantallas son lo nuevo y, según los técnicos, son chunches que –como tantos de nosotros– se rehusan a llegar a viejos.

Hospital de imágenes

En el taller de servicios electrónicos PAO, Allan Mejía nos atiende en medio de un despelote de caseteras con la boca abierta, hornos de microondas en los estantes, tarjetas electrónicas haciendo molote en cajones, puños de mangueras de lavadora que cuelgan como pulpos recién pescados y, por supuesto, los televisores gordos que empequeñecen aún más el local mínimo que tiene el técnico en San Pedro de Montes de Oca.

Si al principio pensamos que la gente ya no envía a reparar sus electrodomésticos, el local de Allan lo refuta. Él, como todos, ha debido actualizarse para poder reparar las nuevas pantallas; sin embargo, cuenta que esto ha complicado el negocio.

Los televisores permitían la reparación de componentes mínimos cuya disponibilidad en el mercado de repuestos es muy amplia. Las nuevas pantallas tienen en sus entrañas solo tres tarjetas –las nuevísimas tienen dos– que no se reparan: si un pequeño componente de la tarjeta falla hay que sustituirla por completo.

“Los repuestos los vende la misma casa matriz, y casi no hay en el mercado”, dice Allan, quien tiene 27 años en el negocio, y vio la transición de los televisores análogos a los digitales; y con las pantallas vio la llegada de las LCD, las de plasma, del Led...

Él y sus colegas coinciden en que, a diferencia de las antiguas cajas, estos teles no están hechos para durar.

Félix Juárez es aún más radical, y dice que él no metería una pantalla a su casa. “Por su puesto que son más cómodas”, me dice Félix en su taller de reparación en Concepción de Alajuelita.

Sin embargo, el técnico insiste en que son aparatos desechables. “El costo de repararlos muchas veces equivale al costo de la pantalla. Un artículo de ¢160.000 no debería tener un arreglo de ¢90.000”.

¿Es este el precio que debemos pagar por la innovación tecnológica?

Giovanny Fallas administra un centro autorizado de servicio técnico frente a plaza González Víquez, lo que quiere decir que él trata directamente con la representación de los fabricantes. Él dice que la pantalla se basa en una tecnología más compleja, pero paradójicamente es más sencilla en su reparación: todo se reduce a una dinámica de quitar y poner.

“El sistema es más sencillo y como negocio tenemos mayores utilidades”, dice Giovanny.

El administrador reconoce que las pantallas tienen una vida útil más corta, pero afirma que, dependiendo de los costos de reparación, la gente sigue dispuesta a pagar, por ejemplo, ¢150.000 por devolverle la vida a un aparato que le costó ¢450.000.

Por supuesto que habrá personas a quienes no les preocupará reparar sus pantallas, o cambiarlas cada tres o cinco años, nos dice Félix, desde Alajuelita.

Sin embargo, refuta: “El cambio de las pantallas es fatal para ciertas personas que con esfuerzos y sacrificios compra su aparatillo”.

Caducidad

En los años 30 se acuñó en Estados Unidos el término de obsolescencia programada, una estrategia de negocios basada en fabricar artículos intencionadamente perecederos para que la producción no cesara y que siempre hubiera nuevas ventas.

El documental Comprar, tirar, comprar (2010), de la Televisión Española y dirigidopor Cosima Dannoritzer, retrata las historias de cómo la industria disminuyó intencionadamente la calidad de diversos productos –bombillas eléctricas, medias de nailon, iPods– para mantener sus modelos de negocio; o se aumentó al menos la percepción de obsolescencia, como en el caso de los vehículos que sacan nuevos modelos todos los años y la industria de la moda textil.

Hoy, ninguna empresa reconoce abiertamente que sus productos tengan una obsolescencia programada.

Por el contrario, cuando los defensores de un modelo de negocios como el de Apple explican la corta duración de sus baterías o por qué se lentifica un teléfono inteligente cuando se actualiza su software , dicen que este es el precio de la innovación. ¿Por qué encarecer un producto poniéndole una batería más durable cuando cualquiera querría cambiar su aparato cada dos años?, dicen.

Rolando Ugalde, técnico en audio y video, afirma que esta misma lógica comercial es la que ha llevado a replantear la vida útil de las nuevas pantallas. Él, que salió de un colegio vocacional graduado en Radio y Televisión, reafirma que en los 80 y 90 el negocio de reparación de televisores era rentable porque los repuestos eran baratos y las utilidades eran grandes. Las familias compraban televisores como una inversión a largo plazo y los reparadores tenían trabajo seguro.

“Por ejemplo, en el 2000, un transistor costaba ¢1.000 y, claro, la gente que los comercializaba bajaba precios porque había mucha demanda. Entonces la ganancia para el técnico era de entre ¢20.000 y ¢35.000”.

Sin embargo, dice Rolando que desde 1995 técnicos japoneses habían anunciado al gremio nacional del cambio que llegaría. “Los repuestos se elevaron mucho y el negocio se quedó en la compañía. Eso fue planeado”.

Los reparadores debían buscar alternativas; algunos se diversificaron con la reparación de aparatos de línea blanca, otros se especializaron en áreas en electrónica con mayor proyección.

“Yo hice esa migración”, me dice Rolando frente a una cortina de metal cerrada a las dos de la tarde. “Este es mi negocio, y mirá: ‘ Closed ’; ahora trabajo en instalación de CCTV (cámaras de seguridad) y cableado estructurado, hago mis trabajos por mi cuenta y no tengo que pagar patentes ni empleados”.

El fin

Los tubos de cristal de rayos catódicos de los viejos televisores eran fácilmente reciclables para crear otros tubos; pero la descontinuación de la producción ha hecho que los aparatos creen lo que en una nota de The New York Times se considera como un “sunami de cristal”, el cual además está cargado con plomo.

Según Juan Carlos Salas, director del Centro de Transferencia y Transformación de Materiales del Instituto Técnológico, las pantallas planas conllevan un trabajo más sencillo en cuanto a su desensamblaje y manejo, y sus componentes son menos tóxicos.

No obstante, a diferencia de los cajones, es fácil proyectar que, ante una vida útil disminuida y frente a la presión del mercado por empujar la más nueva tecnología, la cantidad de basura producida por el consumo de pantallas sea mucho mayor.

En Estados Unidos, se calculaba que la gente cambiaba su televisor cada siete u ocho años, mientras que con la aparición de la televisión de alta definición se aumentó el reemplazo a cada cuatro o cinco años, informó el sitio de tecnología GigaOM.

No pudimos hayar mediciones similares para Costa Rica, pero se podría suponer que difícilmente una pantalla verá crecer a las generaciones en una familia.

Por encima del espacio ganado en casa, de las cómodas compras a cuotas, de los formatos de cine en casa, hay un cambio simbólico que vino con la muerte del añoso, pesado y finalmente tóxico televisor de cajón.

Con su extinción murió también el más emblemático de aquellos aparatos que se exhibían en casa con una mezcla de orgullo y vergüenza: el chunche viejo que todavía funciona.