Obituario 2021: Rodolfo Stanley, el ojo de un fisgón subversivo

Pintor costarricense, 1950 - 4 de diciembre del 2021

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Supongo que cuando queremos a alguien lo creemos inmortal. Nunca me imaginé que un día me tocaría escribir el obituario de Rodolfo Stanley y tener que decidir entre el ser humano privado, que disfrutamos unos pocos, y el artista público. Para la mayoría de quienes tuvieron contacto con él fue el pintor de los parques, los bailongos, los comegüevos y, en el último año y medio, de la serie “Quédate en casa”. Aunque fui su amigo, es en esta retrospectiva dolorosa a la que me obliga la muerte cuando percibo que fue el gran cronista visual de una época y una sociedad, que su fama local e internacional no lo enajenó nunca de lo popular y que nada humano le fue ajeno.

Siempre me pareció extraordinario que un hombre de su imaginación tuviera tan bien hincados los pies sobre la tierra. Rodolfo no jugaba a nada o se pasó la vida jugando sin creer que fuera alguien extraordinario o superior a los demás por ser artista. Jamás se creyó artista; trabajó hasta el último instante de su vida para lograr lo que buscaba sobre el lienzo, sin pretender ser más de lo que era. Eso lo convirtió en un fisgón insobornable, en un observador despiadado de nuestra idiosincrasia, en un crítico provocador de la Tiquicia profunda.

Hasta el final estuvo dispuesto a asumir la valentía de reinventarse como pintor cuando agotaba una serie pictórica y tuvo plena conciencia del riesgo que implicaba hacerlo. Con el cambio de siglo, sus obras se ampliaron a un formato mayor y evolucionaron del ciclo fantástico-mágico de “Los parques” a una pintura más realista. Viéndolo en perspectiva, en esa época todos los costarricenses perdimos la inocencia y Rodolfo también. La mirada del pintor se abrió entonces a un país que se reconoció de pronto en su cultura de clase media —los célebres comegüevos y otras especies menos inofensivas— y a la vez en los escándalos políticos —Caja-Fischel, ICE-Alcatel, la Trocha y un largo etcétera—, la pedofilia, el acoso sexual, la violencia y el narcotráfico, temáticas todas presentes en sus obras.

Sin importarle que casi ningún galerista quisiera exponer los cuadros de la serie “Mi patria querida” (2005) —y menos venderlos—, o que fuera marginado por algunos coleccionistas, pintó expresidentes en la picota, sacerdotes acusados de pedofilia, “narcoabuelas” y escenas de la tragicomedia nacional, al lado de episodios de un surrealismo criollo como el robo en taxi de la vaca Milagro —que se salvó de milagro— o, recientemente, la serie sobre el chanchito Chicharrón. Detrás de las sonrisas que provocaba en algunos o el malestar en otros asomaba un documento artístico, social e ideológico invaluable de la Costa Rica del siglo XXI. Un país brutalmente desigual y violento, plural y diverso, que quizá por esa razón es capaz de reírse de sí mismo.

Ese fisgón corrosivo, que Rodolfo se inventó para interpretar el mundo, aparece a veces en sus cuadros, fugazmente, como un sátiro alado con un ramo de flores en “Los parques”, como Rodolfo bailando pirateado con su amiga escultora Leda Astorga, en un bailongo, o saliendo enmascarado de una alcantarilla para observar el desfile de máscaras durante el confinamiento. Rodolfo carnavaliza, caricaturiza, ritualiza, satirizándolo todo y convirtiéndolo en un circo personal. No puede evitarlo. Lo hace en su vida cotidiana, con un sentido del humor imbatible, y en sus telas, que aborda de forma metódica, constante y laboriosa, como contraste de un universo pictórico sin espacios vacíos. Es un circo cercano y a la vez fantástico, los árboles de sus parques están encalados con aire municipal y abundan los poyos donde sentarse. En sus últimos cuadros la cimarrona y la mascarada se mezclan con cuerpos embalados como cadáveres. Desde las series “La noche”, “Niñas del Rey” y “Bailongos”, su ojo documental se ve atraído por la diversidad social, se reconoce en ella y en su condición de clase. Asume las fracturas y heridas de una identidad rota, cada vez más alejada de una pretendida Costa Rica ideal.

En la década de 1970 Rodolfo fue “mentirólogo”, el neologismo que creó para decir que había sido publicista. Desde que escapó de aquel mundo de ilusiones prefabricadas se vio como un desconfiado observador de la realidad. Sus series más analíticas se nutren de un acercamiento documental a lo que pinta. Toma bocetos y, si se lo permiten, fotos. Visita discotecas, bares y cantinas, y luego playas. Observa, dialoga e interpreta a sus personajes desde un punto de vista antropológico. Con orgullo se considera autodidacta y en su método de trabajo todo se vale para crear. Cuando comenzó recibió algunas clases con el pintor hiperrealista Gonzalo “Chalo” Morales, pero su verdadera formación fue la calle, los grandes maestros de la pintura y el combate solitario con el lienzo.

En 1985 dejó para siempre la “mentirología” y, por más duro que fuera subsistir como pintor en Costa Rica, jamás se arrepintió. Nosotros, los que lo observamos de este lado del cuadro, tampoco lo hicimos. Y además lo quisimos. Rodolfo se daba a querer y sabía querer. Ahora ya no está. Como escribió William Faulkner, entre el dolor y la nada escojo el dolor y este raro privilegio de haberlo conocido.

El autor es periodista y escritor.