¡No lo permita!

El agresor es, siempre, un débil. Un ser resquebrajado e inseguro

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

En ámbitos laborales, docentes, domésticos, públicos y privados chocará usted, tarde o temprano, con la variedad de homínido conocido como “agresor”. Hay mil maneras de agredir: el aporreador doméstico, el jefe de oficina acosador, el cónyuge traidor y desleal, el colega intrigante y sordamente envidioso. Suelen ser personas profundamente infelices, pero eso no nos concierne. A nosotros solo debe preocuparnos preservar muestra integridad física y psíquica. He aquí algunas estrategias para lidiar con este tipo de primate.

No permita que le “venda” la idea de que su martirio es merecido, de que “usted se lo buscó”, no lo acepte como “castigo” o “expiación”. Será lo primero que el agresor procurará. Bajo ninguna circunstancia, se trague esa engañifa.

Fórmese una imagen mental de él. No lo visualice en cinemascope o como una colosal figura en un mural de Rivera: véalo en una fotito tamaño pasaporte, chiquitita, desaliñada, insignificante: esta técnica funciona mejor de lo que podría creerse.

Cuando lo vea venir, a lo lejos, comience a repetirse, en su fuero interno: “Él es chiquito, yo soy grande”. Cuando lo tenga enfrente, verá a qué punto esta práctica le permitirá encararlo con integridad.

La agresión es un patrón de conducta. Automatismo. Como todo ciclo, urge romperlo. Si el agresor es sistemático, “rómpale” el patrón, desconciértelo. Después de cada uno de sus embates, haga algo inopinado, que lo deje intrigado, confundido. Puede ser una cosa pequeñita: no es necesario irritarlo. Por ejemplo, saque de su bolsillo una monedita, se la pone sobre su escritorio o désela en la mano. No tiene que explicar nada: él es quien tendrá que “leer”, “descodificar” el sentido del gesto, y afanado en hacerlo, dejará caer los engranajes de tortura.

No evidencie miedo: el depredador huele la sangre: esto no hará sino excitarlo más. A punta de colgarse la máscara del no-miedo, terminará por no experimentarlo: el gesto crea al sentimiento tanto como el sentimiento genera el gesto.

El agresor contraatacará con el arma clásica de su repertorio: invertir los roles y pretenderse víctima. Todo buen manipulador echará mano de este subterfugio. No permita que la haga sentirse culpable de nada: repela, rechace todos los cargos levantados (no tiene que decírselo), y por nada del mundo, acepte el papel que quiere asignarle en este perverso, malévolo melodrama.

Recuerde que el agresor es, siempre, por principio, un débil. Un ser resquebrajado e inseguro. Agrede al amparo del lema “la mejor defensa es el ataque”. Así pues, antes que ser confrontado, lanzará sus ojivas nucleares.

Por las heridas de Cristo, busque ayuda profesional tan pronto sospeche haber desarrollado alguna –por leve que sea– forma de adicción a la agresión: el “síndrome de Estocolmo”, el supliciado que genera una malsana dependencia con respecto a su verdugo.

No libre la lucha solo: ármese de un sistema de soporte: amigos, instituciones, gremios, asociaciones laborales, autoridades que le den herramientas legales y psicológicas para enfrentar al agresor. No se aísle, no sufra en silencio. El mundo está lleno de estos psicópatas. Pero usted no está inerme: explore el arsenal espiritual de que dispone, y movilícelo. Ahí me cuenta cómo le va.