Machillo Ramírez: fiebre, arisco y suertudo

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A Óscar el Machillo Ramírez no le pudieron tomar la foto del primer año hasta mucho tiempo después.

Aquel 8 de diciembre de 1965, su primo Henry Ramírez le arrebató la bola para jugar, y fue tal el colerón que el pequeño cumpleañero se tiró al piso y se dio dos veces contra los azulejos de la casa de su abuelita.

Quedó como “un ternerillo cuando le están saliendo los cachos”: con un moretón a cada lado de la frente.

A su mamá, doña Ana María Hernández, no le quedó más que devolverse a la casa y quitarle el pantaloncito café, la camisa de manga larga y los zapatos de vestir que le había comprado especialmente para la ocasión.

Ese niño que llevaba en brazos sería quien, 50 años después, conduciría los sueños de un país entero de volver a estar en la tómbola de un Mundial, de derrotar una vez más a los grandes del fútbol y de volver a vibrar con un solo sentimiento.

Y todo por eso: porque nunca le gustó que le quitaran la bola.

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El nuevo técnico de la Selección Nacional traía la pasión impregnada en los genes. Doña Ana no recuerda un solo momento en la vida de Óscar Antonio que no tuviera que ver con el fútbol.

La tarde se hace larga mientras ella esculca entre los recuerdos y relata que, incluso desde antes de cumplir un año, el Machillo ya jugaba con su papá, quien no solo le heredó el nombre –también se llama Óscar Ramírez–, sino también el gusto por las canchas, aunque nunca llegó más allá de la del equipo de La Ribera de Belén.

En verano, el pequeño Óscar metía todo el polvazal a la casa y en invierno dejaba el piso lleno de barro. Su felicidad estaba afuera de aquellas puertas, en la enorme propiedad que conectaba su casa con la de sus abuelitos y que hacía las de gramilla para él y sus primos entre el potrero, los palos de mango y un recibidor de café.

Eso sí, tener suficiente espacio para los remates no los libró de las fechorías de infancia. Henry recuerda que el corredor de la casa de la abuela tenía pares de tubos que eran perfectos para jugar Totogol.

En más de una ocasión, la pelota traspasó los vidrios, pero hubo una vez que difícilmente podrían borrar de sus memorias. Óscar y los dos hermanos que le siguieron, Minor y Geovanny, recibieron un castigo que nadie hubiera previsto: a los tres los pelaron cocos para que aprendieran la lección.

Los regaños fueron tan constantes como la fiebre por el fútbol del chiquillo rubio del barrio San Vicente de Belén. Algunas veces era porque se iba a jugar bola y no aparecía, otras veces porque el río Bermúdez estaba crecido y el Machillo se metía para sacar la pelota sin medir los riesgos o porque don Óscar le dejaba alguna tarea en la casa y la dejaba para después de la mejenga.

De seguro, también lo habrían castigado si su padre se hubiera dado cuenta de que una vez tomó sin permiso un hacha de su abuelo y que llegó envalentonado a amenazar a Henry para que le devolviera la bola que le había quitado. “Él era como muy aferrado, ¡hasta dormía con la bola!”, recuerda.

Entre primos, Machillo nunca fue el líder del equipo. Siempre tenía que esperar a ser escogido por los capitanes porque era uno de los menores y, además, de los más pequeños.

Sin embargo, su corta estatura era bien aprovechada cuando se sentaban a esperar a que pasaran los chapulines que llevaban la caña hasta el trapiche. Como Óscar era el bajito, era siempre el elegido para salir corriendo detrás del cargamento sin que lo vieran, jalar alguna de las cañas y dar un festín a todos los mejengueros del barrio.

Los recreos los gastaba en la plaza que había donde ahora está el gimnasio de la escuela España de San Antonio de Belén y volvía al aula todo sudado, justo como el resto de sus compañeros. Era uno más, “un niño común y corriente”, en palabras de Ruth Villegas, la maestra que le enseñó a leer y a escribir.

Pero en tercer grado, el pequeño Óscar desarrolló una habilidad que, hasta hoy, define buena parte de su estilo de juego. Cuando la “niña Ruth” –así le llama aún cuando se topan en algún rincón de Belén– ponía sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, el Machillo era el primero en saltar de la silla con las operaciones terminadas. “Entonces yo le revisaba, porque era casi más lenta que él, y estaban buenas. Le decía yo: ‘Ahora sí Óscar, me va a ayudar con los compañeritos. Era como mi ayudante en tercer grado”.

Zaida Pérez, la profesora que le dio clases de cuarto a sexto, también recuerda la facilidad que tenía Ramírez para las matemáticas, pero el detalle que más le llamaba la atención era el del papel que había asumido su alumno a la hora de los recreos.

“Era como un profesor de [Educación] Física, él los reunía en el patio y planeaba quién iba a ser el portero y quién el delantero. Desde muy niño ya él tenía esa característica de líder”.

Aunque a más de uno podría sorprenderle, haría falta decir también que los regalos de cumpleaños y de Navidad del Machillo tenían siempre los mismos colores: morado y blanco.

“Cuando eso, diay, el papá era saprissista. Siempre le traía el uniforme y la bola. Nunca en la vida le pedía otra cosa que no fuera el uniforme y la bola”, confiesa doña Ana, no sin luego aclarar: “Aquí no se habla de la Liga de ni de Saprissa, somos ramiristas , donde quiera que él esté, vamos a muerte con él”.

En los ojos del padre

1983. Hacía pocos meses habían cambiado al párroco de Belén y quizá pocos imaginarían que quien vestía la sotana era un verdadero apasionado por el fútbol. Pocos sabrían que el padre Ángel San Casimiro jugaba en el campeonato interno del seminario y que además entrenaba con el equipo B de la Liga Deportiva Alajuelense.

A ojos de muchos, Ángel San Casimiro era solo el nuevo padre –incluso para doña Ana María Hernández, una mujer muy allegada a la iglesia–, mientras que los certeros ojos del padre no podían despegarse de las canchas.

Por aquel año, el equipo de Belén se disputaba el oro en los Juegos Deportivos Nacionales. En el medio campo, había un muchacho delgado y rubio que sabía ingeniárselas para hacer sufrir al rival.

“Yo a él (a Ramírez) no lo conocía. Pero veo que ese chiquillo tiene cualidades. Y cuando me dijeron de quién era hijo, dije: ‘Bueno, aquí tengo a la próxima ficha de la Liga’”.

Algunos días después, luego de la misa, el sacerdote llamó aparte a Óscar y le preguntó cuáles eran sus planes en el fútbol. “Ay padre, Herediano, a través de don Isaac Sasso, ya me contactó”.

La firma con el club rojiamarillo aún estaba pendiente y Ángel San Casimiro la obstaculizó con una frase que era más bien una orden: “Olvídate, tú te vienes para la Liga”.

El párroco hizo lo propio y consiguió que la directiva manuda accediera a pagar ¢40.000 por el fichaje del Machillo, ¢15.000 más de lo que le había ofrecido el Club Sport Herediano.

Según San Casimiro el entonces entrenador de la Liga Deportiva Alajuelense (LDA), Max Villalobos, decía que veía buena madera en la nueva contratación, pero que le parecía muy pequeño como para ser futbolista.

Los astros se le alinearon una vez más a Ramírez y pronto Villalobos dejó el banquillo rojinegro. Ahí lo sucedió Odir Jacques y, para sorpresa de la afición, en el primer partido que dirigió hizo debutar a Óscar Ramírez en la Primera División.

“Lo físico no le ayudaba mucho, pero él superaba esa deficiencia de cuerpo con la técnica”, rememora el brasileño. Tendría razón, pues dos años después, Ramírez ya estaría entre la lista de convocados de la Selección Nacional.

En 1987, Ángel San Casimiro logró el contacto con la dirigencia del equipo de su provincia, el Club Deportivo Logroñés de España. Subió al Machillo al avión y lo hizo jugar, en medio de las heladas, ante los ojos del técnico Jesús Aranguren.

“Al entrenador en el Logroñés de verdad que le gustó por una razón muy sencilla: porque en él veía mucha calidad técnica y no le interesaba tanto la estatura, porque el entrenador había sido un excelente jugador del Atlético de Madrid y era tan pequeño como él (como Óscar)”, relata el sacerdote.

Sin embargo, esta vez Ramírez no tuvo tanta suerte, pues para entonces el reglamento solo permitía al Logroñés tener a cinco jugadores latinoamericanos, y ya estaban completos.

Así fue como se quedó sin cumplir uno de los mayores sueños del Machillo, quien tuvo que regresar a Costa Rica con las manos vacías.

“A mí me hubieran llamado si hubiera sido un poco más alto”, le ha dicho una y otra vez a su hijo mayor, Óscar Eduardo, quien irónicamente no heredó la fiebre por el fútbol. Pese a todo, según el muchacho, medir 1,64 metros no es algo que acompleje a su padre.

Óscar siguió su carrera en suelo tico y el resto de la historia ya lo conocemos: la Sele hizo un papel sin precedentes en la eliminatoria de 1989 y consiguió así su primer boleto a un mundial de fútbol. Machillo por fin daría gala de su inteligencia en el medio campo ante los ojos del mundo.

De todos los momentos que envolvió Italia 90, el que más le zarandea el espíritu a doña Ana María es el de cuando lo vio metiendo el uniforme al maletín. El número 10 estaría presente en todos los encuentros, hasta el último minuto del partido contra la extinta Checoslovaquia, cuando el marcador de 4-1 sentenció a muerte el fugaz sueño tico.

Tres años más tarde, otro checoslovaco daría otro traspié en los planes de Ramírez. Iván Mraz asumió las riendas del conjunto rojinegro y el Machillo fue enviado a la banca.

“Como que a Mraz no le llenaba el jugador por su constitución física”, rememora Ángel San Casimiro.

Sin embargo, el extécnico alajuelense niega rotundamente que esa haya sido la razón por la que sacó a Ramírez del cuadro titular. “Cuando quise cambiar la forma de jugar de Liga Deportiva Alajuelense, más dinámica y más simple, Ramírez tenía otro concepto del fútbol”, dice. “Él no estaba contento en la banca”.

Aunque en los corrillos de la prensa deportiva se dice que Machillo había aprovechado que San Casimiro –su gran consejero y, además, quien lo casó y es padrino de Óscar Eduardo– estaba en España para ir a firmar con Saprissa; lo cierto es que fue el mismo cura quien lo animó a abandonar la Liga. “Uno no debe estar donde no lo quieren”, le dijo.

Aunque nunca se lo ha cuestionado directamente, el padre siempre ha creído que una de las razones por las que Ramírez tomó la decisión de cambiarse al bando rival era el reencuentro con Juan Arnoldo Cayasso, quien había sido su mancuerna en el Alejandro Morera Soto. “Óscar es manudo, sin duda alguna”, asevera.

En el Saprissa unió talentos también con quien lo había admirado en secreto: Benjamín El Indio Mayorga. “Yo disfruté más jugar con él que pegarle patadas, porque buenas patadas le pegué”, admite, sin siquiera reír para suavizar la confesión.

Pero, sin duda, la que sí logra sacarle risas de congoja es la pregunta sobre qué había pasado en un clásico allá por el 89 o el 90, que terminó en tarjetazo rojo. “Yo estaba marcándolo fuerte. Fue una jugada en la que el Machillo diay…”. La risa nerviosa lo obliga a hacer una pausa, y continúa: “Era como muy fogoso, muy pícaro... Me estaba agarrando los testículos y entonces yo me enojé y le pegué un codazo. Creo que fue Ramón Luis (Méndez) el que nos expulsó: a mí por haber reaccionado mal y a él por estar calentando el partido”.

Así era Ramírez: un jugador con chispa, a veces mañoso, escurridizo y, sobre todo, tremendamente calculador, con un manejo de los tiempos y los espacios que impresionaba al Indio. De hecho, Mincho recuerda un partido en el que los morados iban ganando 2-0 ante Limón como visitantes. Faltaban aún los más agotadores 15 minutos para que terminara el encuentro. “Denme la pelota. Yo voy a buscar faltas para matar el tiempo”, dijo Ramírez. De esos 15 minutos, recuerda Mayorga, se habrán jugado lo más ocho.

“Era un hombre que sabía guardar los tiempos, provocar al rival para que lo golpeara y él se tiraba al piso. Con un jugador como ese, uno quería contar todos los domingos”, asegura.

¿El ‘ogro’ del fútbol?

Quienes alguna vez hayan visto con detenimiento a Óscar Ramírez a la cabeza del banquillo sabrán que, en definitiva, es un hombre poco expresivo. Es de esos técnicos a los que no les gusta robarse el show , que mantienen la mirada fija sobre la gramilla, con las manos en las bolsas, y un perenne expresión de pocos amigos.

Por eso, para su colega Marvin Solano tratar de leerle el lenguaje corporal era una misión casi imposible. El Machillo sabe perfectamente cómo desesperar al rival.

Aunque en varias ocasiones tuvieron encontronazos porque Solano le criticaba su estilo conservador de jugar al fútbol, lo cierto es que sacar a Ramírez –o meterle picante antes de un encuentro– tampoco es tarea fácil.

Es un tipo reservado, con una cordura casi excesiva, que difícilmente se zambulle en las celebraciones de sus propios triunfos. “Óscar se ve como un ogro en la cancha, amargo, no disfruta los goles, los partidos”, dice Mauricio El Chunche Montero, quien fue su mano derecha en el banquillo rojinegro.

De hecho, solo dos veces fue a celebrar un campeonato en la caravana con los jugadores: en el 2012 y en el 2013. “Y fue casi por que lo obligaron, porque él siempre se escapaba”, afirma Montero.

Su primo Henry Ramírez también podría dar fe de que Machillo es bastante peculiar para lo fiebre que es en asuntos de fútbol. Él acompañó a Ramírez, a Christian Oviedo y a Wílmer López a los partidos de la Sele en Brasil 2014. “Nosotros celebrando los goles, tirábamos los refrescos y las cervezas en el aire, y él tomando los videos de los goles. Yo le decía: ‘Pero ¿cómo hace usted para celebrar de esa forma, con la cabeza tan fría?”.

Más de uno deberá creer, justo a estas alturas del texto, que Machillo es un hombre con un carácter demasiado seco. Pero decir eso sería una falacia.

“Tiene un carisma muy bueno, son pocos los entrenadores que mantienen a un grupo de 25 jugadores todos contentos. Hay entrenadores que se olvidan de los suplentes, él es todo lo contrario”, explica el Chunche.

Lo cierto es que Óscar Ramírez es uno cuando está en plena disputa de un partido, y otro cuando ya no tiene la presión encima.

Quienes alguna vez han trabajado con él, saben que una de las mejores facetas del Machillo es la del bromista empedernido.

En sus tiempos como jugador, era de los que le escondían a algún compañero el paño y el jabón, solo por mencionar una de sus fechorías más inocentes. Montero cuenta que una vez que iban para El Salvador todos habían puesto los sacos y el equipaje a un lado para poder descansar. Cuando fueron a alistarse, a unos les quedaban enormes los sacos y a otros les quedaban ajustadísimos o cortos de mangas. El Machillo los había cambiado todos.

Como quien a leño mata, a leño muere, hoy es el Machillo la víctima de las bromas. En su propia casa, no dejan de molestarlo con el tema del bigote. “Cuando cumplió los 50 años, me dijo que ya se iba a dejar el bigote porque ya tenía que parecer un señor”, dice Óscar Eduardo.

Cada vez que su esposa, Jeannette Delgado, le pide que se quite el mostacho, Ramírez se sale por la tangente diciéndole que con bigote se casó y que así ella decidió pasar el resto de su vida con él.

En la intimidad de su casa, el Machillo se deshace de su faceta de frialdad. “Tienen una imagen de que es muy bravo, pero más bien es todo lo contrario, con nosotros es muy cariñoso. Pasás y te da un abrazo y te pregunta cómo te fue en la universidad, si tenés proyectos o cómo te fue con el que tenías que entregar”, explica su hijo.

Óscar Eduardo nació teniendo un padre que ya era exmundialista y, por eso, siempre ha comprendido que el trabajo del Machillo es muy demandante y no le guarda resentimientos, por ejemplo, por no haber estado presente cuando se graduó de la escuela. A fin de cuentas, entre todos sus compañeros era el único que podía decir que su papá no estaba ahí porque andaba en el Mundial de Clubes con Saprissa.

Ahora se topan en la cocina durante las madrugadas. El Machillo trasnocha estudiando los miles de partidos que ha grabado, mientras que el muchacho se queda hasta tarde entre libros para terminar la universidad.

Óscar no se cansa de repetir a sus cuatro hijos que saquen alguna carrera, incluso al menor de todos, Andrés, quien da la pinta de que seguirá los pasos de su padre. Si hay algo que les cuenta con nostalgia es lo mucho que a él le hubiera gustado terminar la carrera de Topografía que empezó en la Universidad de Costa Rica durante su juventud, y que dejó de lado para dedicarse de lleno al fútbol.

En la familia Ramírez Delgado, todos saben que esa carrera –a veces ingrata y a veces de glorias– es inestable y que en cualquier momento podría acabarse, mas nunca han visto a Óscar preocupado. Ha sabido ahorrar las ganancias que el fútbol le dejó y ha invertido en propiedades, negocios de maderas, “algo de unas terneras” y hasta en una chanchera que una vez tuvo en su casa.

También tiene una finca con cabañas en Hojancha, donde a menudo se va para abstraerse del mundo, la misma donde recibió la noticia de que Paulo César Wanchope había dejado vacante el puesto de seleccionador nacional y que era él el primer –y por demás, único– candidato para dirigir a Costa Rica.

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Estaba ahí de vacaciones con sus papás. Era miércoles y recibió una llamada durante la mañana que masticó durante todo el día en silencio. En la noche, cuando iba manejando de regreso a Belén, soltó la bomba.

Ser entrenador significaba una mayor responsabilidad que la de ser asistente técnico. Implicaba también tener que estar frente a las cámaras y los micrófonos, algo que no disfruta en lo más mínimo, pues él mismo admite ser bastante “arisco”.

Antes de reunirse con los miembros de la Federación, Óscar, un hombre sumamente religioso, invitó a su casa al padre Ángel San Casimiro para hablarle sobre la oferta. El padre le hizo ver que, de alguna manera, estaba viendo lo que desde el inicio había sido designado para él. Esa misma noche, Óscar Ramírez aceptó el reto de llevar a la Selección Nacional hacia Rusia 2018.

El cura se fue con la serenidad de haber hecho lo correcto, con un pensamiento que no dejaba de darle vueltas en la cabeza. “A veces me quedo viendo a Óscar y digo: ‘Diosito lindo, cómo pasa el tiempo’. No me equivoqué al presagiar el éxito futbolístico de este muchachito”.

Colaboró el periodista Kenneth Hernández