Los reyes que han cedido el trono: historia de amor, desamor, convicciones y caprichos

La historia registra celebres abdicaciones de reyes y reinas, unos por viejos, otros por enfermos y algunos por mal enamorados.

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El rey solo le rinde cuentas a Dios, a los demás… ¡que los parta un rayo! Con lo que cuesta alcanzar el poder es muy raro tirarlo, menos dárselo a otro y todavía peor ¡hacerlo por gusto!.

Pero, valga insistir, los monarcas hacen lo que les viene en su real gana… porque quieren y porque pueden.

A esas dignas razones habría que agregarles otra que, por plebeya y prosaica, suena impensable: el amor. ¡Hasta los reyes tienen corazoncito!

Ya fuera Lucio Cornelio Sila, en el 79 a.C.; Cristina de Suecia, en el siglo XVII, o el sonado “affaire” de Eduardo VIII de Inglaterra, en el siglo XX, los dardos de Cupido hicieron blanco en más de una testa coronada.

Maquiavelo, que sustentó El Príncipe en las argucias para conservar e incrementar el poder, seguro patalea en su perdida tumba al escuchar las noticias de altezas que cuelgan el manto púrpura, cuando lo esperable es que mueran clavados al trono.

El último en sacudirse, justo esta semana, fue el español rey Juan Carlos , que como su ancestro Carlos V –en 1555– decidió ceder la corona a su hijo que, curiosamente se llama también Felipe. Y es que el hijo de Carlos V fue Felipe II de Austria, el Prudente, y pareciera que los tiempos vuelven en tanto los expertos consideran al futuro monarca de España como el mejor preparado de cuantos le precedieron.

Puede que haya un paralelo entre Juan Carlos y Carlos V. A este último lo consumió la gota, sufría depresiones y los chismosos palaciegos temían que estuviera chiflado, igual a su madre Juana la Loca. A su heredero, Felipe II, le dijo que ojalá tuviera un hijo que mereciera, tanto como él, el cetro.

Cotilleos aparte, en el siglo XX y en el actual, las abdicaciones obedecieron más a cuestiones de edad o a las exigencias soberanas; una de ellas fue la del pontífice Benedicto XVI, si se considera aún que el Papa representa al Rey de Reyes.

Otros abdicaron por horas. Balduino I, rey de Bélgica, lo hizo por 44 entre el 3 y el 5 de abril de 1990; el tiempo justo para que no sancionara una ley que despenalizaba el aborto, debido a sus arraigadas creencias católicas. Una vez que el Parlamento lo hizo, regresó al cargo.

Entre los que renunciaron a causa de la realpolitik destaca Ahmed III (de Constantinopla) , quien ascendió al trono de la Sublime Puerta en 1703; tras una destemplada campaña contra los persas, los jenízaros –guardias del sultán– lo enviaron al congelador.

Algo similar le ocurrió a Puyi, el último emperador chino, que de ser considerado desde los tres años una divinidad, fue obligado por los rusos a deponer su título celestial en 1945. Terminó de jardinero y de archivista en Pekín; su vida fue contada en una película de Bernardo Bertolucci.

Claro, no todos se las ven a palitos tras dejar los aires cortesanos. Hans­Adam II de Liechtenstein nombró regente de ese principado europeo a su hijo Luis, en el 2004.

Su Alteza Serenísima el Príncipe Soberano de Liechtenstein lió sus bártulos para dirigir los destinos del conglomerado bancario LGT, y disfrutar de su fortuna de $3,500 millones según la revista Forbes .

Reyes de corazones

De todas las abdicaciones modernas la más fulminante fue la de Eduardo VIII , que ya antes de ser rey era un granuja. Su padre, Jorge V de Inglaterra vaticinó: “Me voy a morir y este muchacho arruinará todo en menos de 12 meses.” ¡Falló miserablemente!

El soberano inglés murió el 20 enero de 1936 y ya Edward Albert Christian George Andrew Patrick David – apelativo completo del tunante– andaba ennoviado con la divorciada gringa Wallis Simpson, por quien dejaría la corona y marcharía a un exilio dorado, a costillas de los súbditos británicos.

Sin ser reina, y sin poderlo nunca, la Simpson actuaba como tal y Eduardo VIII era un pelele en sus huesudas y ambiciosas manos. Apenas fue investido le regaló – según Cristina Morató en Divas Rebeldes– una copia fiel de uno de los autos reales.

Para endiablar más al pueblo que antes lo adoraba despidió a la servidumbre más vieja, a los además les rebajó el salario en un 10 por ciento y comenzó a derrochar el dinero en naderías.

Su Alteza, desde su juventud, había sido un manirroto y un libidinoso que tenía fijación por las prostitutas y las mujeres casadas. Uno de sus lances más conocidos fue con la socialité Freda Dudley Ward, cuyo marido se hizo el tonto durante cinco años de tórrido romance. Las cartas de amor de la pareja fueron subastadas en Sotheby’s por $150 mil.

Wallis no le iba a la zaga. A los 20 años se casó con el marinero, Earl Winfield Spencer Jr., un alcohólico que la traía a puñetazo limpio. Lo dejó para casarse con Ernest Aldrich Simpson, con quien se comprometió por correo.

Con esos atestados conoció a Edward en el invierno de 1930 y, como una mano lava a la otra, la relación fue in crescendo y hasta los criados cuchicheaban en Buckingham Palace.

El amorío pasó del tálamo real a las sanguijuelas periodísticas y el 3 de diciembre de 1936 el rey fue carne de los tabloides. Sin inmutarse anunció: “Estoy decidido a casarme con Mrs. Simpson y a marcharme”.

La crisis dinástica alcanzó el Olimpo y los espías británicos descubrieron que Wallis tenía un amante secreto; era Guy Marcus Trundle, un vendedor de autos guapo, bailarín e irresistible.

El 11 de diciembre de 1936 el rey cenó con Winston Churchill, le confesó su pasión por la estadounidense y esa misma noche, 236 días después de ascender al trono, leyó la renuncia en la radio BBC.

Para encontrar un caso semejante sería necesario bucear en la historia y remontarse al año 79 a.C, cuando se registró la primera dimisión al poder por Lucio Cornelio Sila, dictador de la república romana.

Parece que Sila se había enamorado de Valeria Mesala, una joven viuda perteneciente a la nobleza, que sería su quinta esposa y quien lo conquistó con una sutileza.

Resulta que Valeria se acercó a Sila en unos juegos circenses y le jaló un hilo de su toga. El déspota le preguntó por qué lo hizo y ella le dijo: “yo también quiero tener un poco de su suerte.”

Sila se retiró a su majestuosa villa en Campania, escribió sus memorias en 22 tomos –¡tenía mucho que contar!– llevó una vida disoluta impropia de un anciano y liquidó con ostentación a su ejército privado de 120 mil legionarios.

Aunque no está del todo claro, se dice que la reina Cristina de Suecia –en 1654– presentó al Consejo del Reino su abdicación y alegó: “Si el sabio Consejo conociera las razones, no le parecían tan extrañas.”

Cristina había sido criada como un hombre. Fea, regordeta, chiquitilla, voz gruesa y temperamento fuerte, era hábil con la espada, extraordinaria jinete y sagaz cazadora.

Los nobles presionaron a Cristina para que se casara, pero esta siempre huyó de ese “espantoso yugo”; algunos biógrafos sostienen que la monarca convivía a escondidas con su amiga Ebbe Sparre, una deslumbrante sueca.

Al parecer Cristina renunció para vivir con Ebbe, pero esta se casó con un aristócrata y evitó así las habladurías. A los 63 años Cristina murió en Roma y conservó una extensa colección de cartas sentimentales dirigidas a su frustrado amor.

La locura; la vejez; el cansancio, las dolencias y los afectos son algunas de las excusas esgrimidas por sus majestades para irse al augusto retiro, dejando las intrigas palaciegas a quienes ansían efímeras glorias.

Unos tal vez nunca lucieron el regio vestuario y a otros, sin esperarlo, la capa de armiño, el cetro y el orbe les cayeron del cielo.