Las mujeres de mi vida

No hablamos todos los días, pero sé que están a una llamada

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Ayer, en un tímido comentario de Facebook, le confesé a Laura que la amaba. Ella ha estado en mi vida desde hace mucho, como una brisa fresca, con las palabras necesarias siempre, con el cuerpo listo para el abrazo. Para mí fue un hito: en mi casa no nos “amamos”. Nos queremos mucho, eso sí, y nos abrazamos siempre que se puede. A veces somos brisa fresca, y a veces tormenta tropical que inunda y destruye todo a su paso.

Pero volvamos al amor y a Laura. Nuestras conversaciones continúan la siguiente vez, como si las hubiéramos suspendido ayer. Ella me presta libros. Yo le doy recetas de cocina. Le envidio el patio hermoso de su casa, en el que la imagino leyendo incansable bajo el sol del verano. Fantaseo con que ella también me envidia algo, pero con esa envidia hermosa que se tienen las amigas: una especie de lamentación alegre porque quisiéramos ser perfectas para que ellas nos quieran más.

Cuando le confesé a Lau que la amaba se me vinieron encima todas las mujeres de mi vida: mami, abuelita, mis tías. Mis primas alegres y hermosas y a veces muy lejanas pero aquí siempre en el corazón. Mis tres hermanas, en quienes pienso todo el día y a las que quisiera abrazar con toda la fuerza del mundo para que nunca nadie les haga daño. Mis dos madrinas. La mamá de mis sobrinos, que me regaló una felicidad desconocida cada vez que entró valiente a la sala de partos. Mi hermosa Lena, en la presencia permanente de una ventanita de chat.

Decirle “te amo” a Laura me recordó a todas mis amigas, que han sido parte sustancial de mi vida y tienen, a su modo, una cuota inmensa de responsabilidad sobre la mujer que soy. Ellas estuvieron ahí pintando paredes, sembrando matas, preparando gallitos, prestándome plata mientras yo me obstinaba en tener un negocio propio. Ellas han juntado los pedazos de mi vida con cada novio que se ha ido, cada pérdida y despedida, cada hijo que no he llegado a tener.

Mi mamá, quien se egresó del colegio hace más de 40 años, tiene un grupo de amigas increíble, sus “compas del cole”, que hasta hace poco me daba mucha envidia. Cada vez que las veía juntas apoyándose, organizando fiestas y paseos, yendo juntas a la piscina, me invadía un desconsuelo muy grande, una añoranza por ese grupo que a mí me faltaba. El tiempo me ha enseñado que la amistad es una inversión, un trabajo de largo plazo. Que requiere de esfuerzo y dedicación y, quizás más importante, de una pequeña renuncia al ego. Ser mujer y tener amigas es un gran acto de amor y rebeldía, porque desde pequeñas nos enseñan que somos competencia, que la otra es un peligro en potencia, y que lo normal, lo fácil, es vernos entre nosotras como rivales. Yo no me como ese cuento.

Muchos años después entendí que yo también tenía esas amigas que le envidiaba a mi mamá. Algunas no se conocen entre ellas. Son todas tan distintas entre sí que me sacan de mi zona de confort cada vez que nos vemos. No hablamos todos los días, pero sé que están a una llamada, siempre listas con los brazos abiertos, la sopa para el resfrío, el pañuelo para el desamor y el brindis para los triunfos. Las tengo y no me canso de agradecerle a la vida por cada una de ellas. Soy porque somos. Soy quien soy porque tengo amigas.