Las confesiones del ascenso

Mucho se ha dicho del triunfo de Warner Rojas sobre el Everest, pero AHORA ES ÉL MISMO quien cuenta cuándo y POR QUÉ LLORÓ, cómo se entretuvo, dónde dormía, qué comía y QUÉ SECUELAS le dejó la escalada.

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A 6.500 metros sobre el nivel del mar, encallado en el vestíbulo de la cima del mundo, Warner Rojas le lanzó una mirada rencorosa a la montaña. La misma ladera que unas horas atrás forzó el repliegue de su expedición tras un desprendimiento de hielo, se abría generosa ante el desfile de diminutos puntos negros.

Empezó a contar los escaladores a la distancia y, pasado el centenar, abandonó la tarea. El Everest le ganaba. Y rompió a llorar.

“Yo los veía subir y pensaba: ‘No puede ser que llegue hasta aquí y tenga que regresar mientras ellos van para arriba’. Me salían las lágrimas de la chicha”, confiesa Rojas. Empezó el descenso hacia Campo Base, 1.200 metros más abajo, acompañando al sherpa que se quebró una pierna y un brazo en un accidente. Era 18 de mayo y fue un día de esperanzas rotas.

Lo cuenta con los ojos claros y el pelo corto, sin máscara de oxígeno y con la alegría de saber que finalmente cumplió su sueño. Ya no está sepultado bajo capas de abrigos, pero se aferra al atuendo de los montañistas: la camisa, el pantalón corto y el calzado entonan. “Es la ropa de oficina”, se excusa.

Warner Rojas es un hombre de tierra alta. En Costa Rica hizo nido con su familia en los cerros de Escazú, a la sombra de la cruz de Alajuelita, de donde baja en autobús o caminando cuando sale para la ciudad, pues no sabe –ni quiere– manejar automóvil.

Mas no siempre fue así. Cuenta que antes de los 11 años de edad odiaba la montaña; que, en una Semana Santa, su madre casi tuvo que arrastrarlo para que subiera la cruz de Alajuelita y que a duras penas llegó. Eso sí, una vez en la cima, la vista lo fascinó. Desde entonces, embiste cuanta cima encuentra y, desde hace unos años, le llevaba ganas al punto más alto del orbe.

Al principio, improvisó como pudo. Hijo de un carpintero y un ama de casa, para las caminatas se enfundaba sus botas de hule y un saco al hombro. La primera mochila la compró con el sudor de meses de trabajo; vistió por años con ropa de tiendas americanas y vivió de la construcción hasta que, en 2001, fundó Picotours, su empresa de montañismo. El colegio, por motivos económicos, todavía lo tiene en la lista de pendientes.

“La historia del montañismo es así, una historia sin recursos. La mayoría de las personas que suben lo hacen como yo, buscando patrocinadores y atacando esa otra montaña que es la falta de medios financieros”, dice el escalador.

Hacia el techo del mundo

Subir el Everest lleva tanto de paciencia como de aguante: si el buen tiempo demora en llegar y es imposible ir hacia atrás o hacia adelante, las horas de caminata se diluyen entre la espera. Previsor, Rojas compró dos libros en Nepal (en inglés, para que rindan más; de hecho, todavía tienen el marcalibros a la mitad del foliaje), pero con el paso de los días encontró un mejor oficio.

“Al principio veía a mis compañeros jugar cartas y no me animaba a acercarme. Pero después de dos semanas arriba, uno se aburre de estar sentado sobre una piedra y aprendí a jugar. Así nos hicimos amigos”, relata. Fueron casi tres meses, pero nunca se aprendió el nombre del juego.

Los compinches del naipe eran cuatro: Cian, de Irlanda; Nick y Brad, de Inglaterra, y Rojas. Cuenta que una vez pasaron diez horas seguidas alrededor de la mesa de juego, con un descanso fugaz para el almuerzo. Ellos formaron parte del grupo de 11 expedicionarios y sherpas que alcanzó la cima con el tico el 25 de mayo. Rojas también sobrevivió a los días de ocio en el Campo Base (5.300 metros) con la videoteca del campamento, que funcionaba por las noches con un generador eléctrico. ¿Su filme favorito de las veladas en la tienda-comedor del campamento? Munich, de Steven Spielberg.

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Así, en un grupo de mayoría angloparlantes y donde el inglés era la única moneda de cambio, Rojas echó mano del liviano manejo que tenía del idioma. Entre los fuertes acentos británicos y el inglés condimentado de los sherpas, le costó arrancar, pero ahora se siente más seguro para hablarlo que en marzo.

“Para mí fue un curso intensivo de tres meses, con inglés todos los días a todas horas. Al principio, les pedía que hablaran un poco más despacio y cuando no entendía algo, preguntaba sin pena. Ahí arriba, no escuchar un detalle puede significar la vida o la muerte”, razona el tico.

La otra familia

Las instrucciones emanaban del líder, en este caso, el experimentado David Hamilton, quien perseguía su sexto ascenso al Everest. El escocés fue quien dio la orden de regresar tras el accidente del sherpa, a plena vista del trayecto final. “Le dije que cualquier decisión que tomara yo la acataba, por más que me doliera”, recuerda.

Días después, los expedicionarios pasaron al lado de varios cadáveres en el último esfuerzo hacia la cumbre. Un surcoreano y una canadiense, esta última apenas cubierta por su bandera, fueron el trágico resultado de las extremas condiciones de la semana anterior. Fue entonces cuando Rojas agradeció la serena decisión de su líder.

Aun con la valía de Hamilton, en alpinismo –como en cualquier deporte–, jugar de local vale doble: la clave de la expedición estuvo en los sherpas, guías lugareños que fueron asignados a cada escalador.

“Dos días antes de la cumbre, David nos informó con cuál sherpa subiríamos. Yo tuve la suerte de ser emparejado con Mingma, quien ya iba por su decimoctava cumbre y tuvimos una conexión muy linda. Tiene 40 años, como yo, y dice que le quedan todavía cinco más de montañismo”, explicó Rojas, quien aseguró que el guía le alabó su fuerza. “¡Pero qué va, el fuerte es él!”.

En el último ascenso hasta coronar el Everest, Rojas subió con alrededor de 14 kilos en su mochila, incluyendo uno de los tanques de oxígeno, mientras que Mingma cargaba 18 kilos solo en tres tanques, a lo que debe añadirse el peso de su propio equipo. Aparte del peso del equipaje, Rojas compartió también con los sherpas los turnos de comida.

“Generalmente hay dos tipos de comidas: la de los sherpas y la de los expedicionarios y yo vivía entre las dos. A los que suben, les preparan papas en diferentes formas, carne y una comida relativamente variada. Los sherpas comían dal bhal, que básicamente es arroz, lentejas y picadillo de papa con algo de carne. Entonces, igual podía comer con cualquiera”, explica Rojas.

Para más arriba, cada escalador llevaba la comida en su mochila y lo pesado de la carga de Rojas eran latas de atún, barras de cereales y chocolates, aunque confiesa que casi no tenía hambre. Incluso, el día que coronaron la cumbre, apenas comió dos latas de atún con un par de barras. Eso sí, de vuelta en el campo 2, le dio rienda suelta a su apetito antes de regresar al campamento base.

Casi en casa

Tras conquistar la añorada cima, Rojas bajó 8.851 metros hasta la pista bajo el nivel del mar del aeropuerto de Schiphol, en Ámsterdam. Ahí lo esperaba su esposa, Theesa Rienhart, junto a sus hijos Laurens y Leonel, y un grupo de amigos y familiares.

Rienhart también ha hecho su cuota de cumbres, con algunas en Suramérica arriba de los 5.000 metros; pero desde que nacieron sus hijos, dejó las botas de montaña. Eso sí, lleva junto a Rojas la voz cantante en el futuro del alpinista. “Qué cima sigue es una decisión que debemos tomar en familia”, explica el tico y ella le encuentra la mirada.

En la sala de la casa de la familia de su esposa, en Holanda, el tico habla y vigila de reojo a sus hijos. Todavía se maravilla de cómo han crecido en dos meses y medio.

Se quita un zapato, muestra una marca negra en el pulgar del pie izquierdo y anuncia tranquilamente que podría tratarse de una congelación que provoque el desprendimiento de una parte de la piel. Junto al puñado de rocas que guardó en la mochila, esta lesión el único suvenir que se trajo del Everest.

Lleva poco más de una semana lejos de la montaña, pero ya confiesa que le hace falta. Apenas regresó al hotel en Katmandú, disfrutó a sus anchas de la cama, pues llevaba casi dos meses de dormir en colchones de un centímetro de grosor sobre un lecho de piedras. Sin embargo, dice, otra vez necesita sentir el suelo rocoso bajo sus pies.

“Regreso a Costa Rica y, al siguiente fin de semana, ya estaré trabajando, en una caminata que tiene mi empresa, Picotours para el Día del Padre”.