La Revolución Cultural: tiempo para sufrir, tiempo para olvidar

A 50 años de la Revolución Cultural, impulsada por Mao Zedong para ‘renovar’ la sociedad, China arrastra culpa, confusión y dudas sobre el futuro

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Mao Zedong, el líder chino, tenía 72 años, resentía que lo hubiesen dejado de lado del Partido Comunista y tenía un plan para provocar un “gran desorden bajo el cielo”. El 16 de mayo de 1966, llamó a expulsar del Partido a sus enemigos internos, a los “representantes de la burguesía” y a todos los opuestos a la “dictadura del proletariado”. Pronto, eso significaría la persecución de millones de personas. Siguió una década de terror inolvidable, aunque la historia oficial preferiría dejarla atrás.

El 16 de mayo del 2016, por primera vez, los medios de comunicación afines al Partido Comunista Chino lo dijeron sin sutilezas. El Diario del Pueblo , periódico oficial del partido único (en el poder desde 1949), sentenció : “La historia ha demostrado ampliamente que la Revolución Cultural estuvo totalmente equivocada en la teoría y en la práctica. En ningún sentido fue, ni pudo haber sido, revolucionaria ni socialmente progresista”.

Así acabó un silencio tácito, un compromiso de no remover fantasmas del pasado. Si bien el Partido aceptó en 1981 que aquella Revolución Cultural había sido una “catástrofe”, y a su fin había enjuiciado a sus principales impulsores, lo que ocurrió en esa década funesta no se discute profundamente. Quizás ha llegado la hora, medio siglo después, de confrontar la memoria de la era.

Mao Zedong, el máximo líder chino, lanzó la Gran Revolución Cultural del Proletariado para purgar del Partido a quienes se opusieran a sus políticas radicales. Mao había sido apartado de la cúpula tras el desastre de su Gran Salto Adelante, el intento de industrialización y colectivización que ordenó entre 1958 y 1960.

La puesta en práctica de este proyecto fue tan súbita y mal ejecutada que dos cosechas seguidas fracasaron y se extendió la hambruna. Los historiadores estiman que fallecieron entre 18 y 32 millones de personas.

Pero Mao regresó al poder en 1966, abocado a transformar por completo la sociedad china. La Revolución Cultural invitó a estudiantes universitarios y colegiales a convertirse en “Guardias Rojos”, para denunciar y aniquilar cualquier elemento “burgués”, “capitalista”, “occidental” y, en suma, lo que recordase el pasado tradicional y religioso chino.

La nueva era comunista debía de borrar todo, empezar otra vez, ver el renacer del proletario. Lo que generó fue un ambiente de paranoia y acusaciones mutuas: estudiantes denunciaban a maestros y se acusaban entre sí; hijos exponían a sus padres como “burgueses” por su historia familiar... Humillaciones, linchamientos, ejecuciones, suicidios y quebrantos familiares trastornaron a una sociedad que apenas se recuperaba de la pobreza extrema del Gran Salto Adelante. La “nueva era” empezaba bautizada por fuego.

Como cuenta el destacado historiador Frank Dikotter en el recién publicado The Cultural Revolution: A People’s History, 1962-1976 , las tropas de las Guardias Rojas atacaban las casas de sospechosos en busca de “artículos de culto, objetos de lujo, literatura reaccionaria, libros extranjeros, oro escondido, moneda extranjera, signos de un estilo de vida decadente, retratos de Chiang Kai-shek (el líder de la República de China en Taiwán)”. Todo era sospechoso de conspirar contra Mao; es decir, contra el Partido.

Porque desde entonces, Mao y sus colaboradores más cercanos fomentaron el culto a la personalidad del líder, basado en las enseñanzas del Pequeño Libro Rojo con pensamientos del presidente.

Afiches, figurillas, estatuas, canciones, óperas, películas, vidas enteras consagradas a alabar a Mao se desperdigaron por el territorio, y la vida política se convirtió en una competencia por ver quién ensalzaba más al líder comunista.

En julio de 1966, entre 5.000 nadadores, el anciano líder se lanzó a nadar a través del río Yangtsé para probar que aún era capaz de liderar una revolución, la gran lucha de su pueblo. Lo rodeaban seis guardaespaldas nadadores ; lo flanqueaban inmensos retratos suyos y banderines que pedían 10.000 años de vida para él.

Pero la locura de la Revolución desembocó en un caos generalizado. Se estima que entre 1,5 y 2 millones de personas murieron en la debacle. 20 millones fueron enviados de la ciudad al campo para ser “reeducados”.

Algunos historiadores argumentan que el frenesí de esos años era un ajuste de cuentas de Mao con sus enemigos. Para Dikotter, también era el intento de Mao por colocarse al centro del comunismo internacional , en una época en que su expansión parecía inminente.

Tan traumáticas descripciones sobreviven del periodo, que pareciera que la Revolución Cultural es materia de discusión constante. Pero, en general, el silencio oficial la resume a un accidente histórico.

Es una gran sombra en el pasado chino, un despliegue de excesos del poder totalitario, pero no el “espíritu” del Partido, no un fallo del sistema comunista, sino de líderes, hombres, al fin y al cabo, según argumentan los órganos oficiales del Partido.

Se teme que, al revisar a Mao, se termine cuestionando la legitimidad del mismo sistema político. Para los críticos del gobierno comunista, naturalmente, tal silencio es una prueba más de que el totalitarismo y la “revolución” solo pueden acabar en desorden y muerte.

China, otra

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos: un profesor que perdió su empleo y ahora lava platos dijo a The Washington Post que “cuando Mao empezó la Revolución Cultural, estaba ordenando cirugía para una persona enferma; ahora, China está en la fase terminal del cáncer”.

En tiempos de Mao no había desempleo; en la era de las granjas colectivas, no existía la ansiedad por el futuro de ahora porque ese era el modelo del futuro. Ahora, en la China hipertecnologizada, que ha sacado a millones de la pobreza pero que ha destruido empleos agrícolas, fabriles y mineros, ¿con qué se puede soñar?

El semanario financiero The Economist destaca que, para el 2013, con sus reformas económicas profundas, China había sacado de la miseria a 680 millones de personas entre 1981 y el 2010 (el 84% de la población vivía en pobreza extrema entonces, pero ahora ronda el 10%).

Tal cambio representa casi la totalidad de la reducción de la pobreza en el mundo en ese periodo, según Global Issues .

China ha cambiado y el mundo con ella. Desde su liberalización, y especialmente con su abundancia económica, los lazos se estrechan entre el gigante y docenas de naciones en África, América Latina y Asia. La apertura de centros culturales, las conexiones académicas y, en general, la propagación de la cultura china, han dispersado, poco a poco, mitos sobre el país. La China de hoy es más amistosa, abierta al intercambio con otros países.

El fomento del gobierno a que empresarios chinos inviertan en proyectos de infraestructura e industria fuera del país, especialmente, ha atraído a países en desarrollo, ávidos de recibir los aparentemente inagotables fondos del éxito chino.

Europa y Norteamérica, claro está, siguen en una posición de reserva ante China, y sus gobiernos critican abiertamente las limitaciones a la libertad de expresión, la persecución de opositores políticos y la restringida participación democrática de sus ciudadanos (así como de extranjeros: en abril, se aprobó una ley para vigilar más de cerca las actividades de organizaciones no gubernamentales en el país).

Alma en duda

La reducción de la pobreza en China es inédita en la historia de la humanidad. Nunca tantos ciudadanos de un país se habían hecho ricos tan rápidamente.

Pero en tal riqueza, los problemas son de índole espiritual: ¿cómo afrontar la desigualdad galopante en un país supuestamente basado en la idea del socialismo? ¿Cómo entender –y batallar– la corrupción, el “mayor problema” actual de China?

Cuando se lanzó la Revolución Cultural, la meta de Mao era borrar lo “burgués”, lo “capitalista”, lo “imperialista” y todo lo que recordase la religión y la tradición.

La milenaria y vastísima cultura china se vio en peligro. En 1966, los Guardias Rojos vandalizaron Qufu, lugar de nacimiento del filósofo Confucio, cuyas enseñanzas habían formado la base espiritual del pueblo. Con la vigencia de la utopía comunista, era hora de desprenderse del pasado. De los casi 7.000 sitios de interés cultural en Beijing, se vandalizaron unos 5.000.

Tras tal destrucción voluntaria del pasado, ni las ideas de “socialismo con características chinas” ni el “sueño chino” de años recientes han calado tan hondo como las desacreditadas marxismo-leninismo ni el maoísmo (ni, mucho menos, el confucianismo), argumenta el autor Roderick MacFarquhar en The New York Review of Books .

Sin una propuesta positiva, Xi Jinping, el presidente desde el 2012, ha debido recurrir a combatir “tendencias negativas”, como detalla el académico de Harvard. Son “tendencias ideológicas falsas, posiciones y actividades” azuzadas desde Occidente entre disidentes chinos.

Así las definió un documento del Partido: democracia constitucional, valores universales, sociedad civil, neoliberalismo económico, periodismo desapegado del Partido, y promover el “nihilismo histórico” enfatizando los errores del maoísmo.

Borrón y cuenta nueva, como tantos países latinoamericanos y africanos propusieron tras sus respectivas dictaduras de izquierdas y derechas. Como si fuera posible, reimaginar el tejido espiritual de un pueblo para una era de cambios económicos que son más que eso: trastocan la forma de hablar, sentir y vivir.

Para Wang Hui, uno de los más prominentes intelectuales chinos, urge confrontar la progresiva confluencia del aparato estatal con el Partido Comunista, el cual, se supone, debería de representar la voluntad y el clamor del proletariado.

Es decir, dice Wang, el Partido se limita a administrar el Estado (y la clase política que lo lidera), en vez de servir de plataforma para las necesidades de las clases bajas.

En su libro China’s Twentieth Century (2016), argumenta que esa burocratización del Partido fue uno de los desencadenantes de la Revolución Cultural, pues fomentaba la corrupción entre los líderes que Mao se propuso exterminar –empezando con Liu Shaoqi, el presidente–.

El intelectual también critica “el matrimonio del Partido y el capital en el proceso de corporativización del gobierno durante la reforma de mercado (desde 1980, con Deng Xiaoping)”.

Si el Partido ya no sirve al pueblo, ¿a quién representa? ¿A los medios, apegados al poder en China? ¿A la clase administrativa o a los nuevos capitalistas?

La lucha contra la corrupción ha tomado, con Xi Jinping, ese carácter de búsqueda espiritual. Se habla de “limpieza”, de “pureza”.

El mes pasado, el Presidente expandió un programa de lucha contra la corrupción, con un programa piloto para limitar los negocios en el extranjero de oficiales de gobierno y sus familiares (a raíz de las denuncias de los “papeles de Panamá”, detalló el South China Morning Post ).

Recientemente, analistas occidentales y algunos críticos chinos han alertado de paralelismos entre decisiones de Xi Jinping con estrategias de Mao Zedong para debilitar a sus detractores.

La idea ha cobrado fuerza en años en los cuales la economía china se ve, si no en peligro, al menos en riesgo de perder aquel combustible que parecía inagotable –el crecimiento económico del 2015, de 6,9%, fue el más bajo en 25 años –.

No obstante, sería difícil imaginar que Xi Jinping, muy popular en su país, lance una ofensiva como la de Mao: no tendría sentido, porque el país era pobre entonces y rico ahora, Mao no se preocupaba mucho por el impacto internacional de sus políticas y China es uno de los jugadores principales de la diplomacia global. “Y pocas personas chinas, incluyendo a sus líderes, estarían dispuestos a sacrificar la enorme riqueza que el país ha creado desde la muerte de Mao”, subraya The Economist .

Con los retratos de Mao Zedong firmemente en sus puestos de privilegio dentro y fuera de China, sostenidos por la nostalgia y la admiración, China conmemoró discretamente su Revolución Cultural.

Las ansias de cambio, hoy canalizadas de otra forma, siguen vivas. Xi Zhongxun, el padre del Presidente actual, fue denunciado durante esos años. Ante una multitud, lo acusaron, entre otras cosas, de haber oteado hacia Berlín Occidental, con binoculares, durante una visita a Alemania Oriental. Hoy, un joven chino no tendría que usar binoculares para ver al futuro o una alternativa: ya ambos están en China, aunque aún no sepamos cómo serán.