La religión de la belleza: apuntes para una estética dariana

¿Puede la belleza ser concebida como una religión? Muchos creyeron en ello firmemente: Baudelaire y Proust entre otros, pero quizás sobre todo nuestro inmarcesible Rubén Darío.

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Los Raros (1896), el libro de crítica más importante de Rubén Darío: está realizado por una conciencia poética claramente definida, que no solo deslinda sus fronteras literarias y estéticas, sino que construye los rasgos esenciales de la personalidad de los sujetos en cuestión, evidenciando a la vez un ejercicio psicológico particular.

En el estudio sobre Edgar Allan Poe, comienza haciendo una pintura detallada de New York, Manhattan, la multitud abigarrada, el “hormiguero” de Broadway, el reino de Calibán, una ciudad en donde predomina el mal, para circunscribir a Edgar Allan Poe en su acontecer humano, destacándolo como un ser excepcional en medio de ese malévolo mundo materialista, que, sin embargo, no influye en él:

“Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos, algún ser de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces, Calibán mueve contra él a Sicorax, y se le destierra o se le mata. Esto vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte...”

Luego efectúa el análisis de la obra de Poe en un despliegue de precisión que denota el conocimiento profundo que tiene de la poesía del americano insigne. Hace su retrato físico, señalando la belleza de sus rasgos, y una síntesis biográfica, en la que destaca las vicisitudes de su origen humilde, para contrastar aún más la entereza espiritual del poeta. Culmina su ensayo con un comentario sobre las creencias espirituales de Poe. El artículo sobre Leconte de Lisle es un verdadero epicedio. Exalta la figura del “pontífice del Parnaso”, comparándolo con Homero:

“¡Homéricos funerales para quien fue homérida, por el soplo épico que pasaba por el cordaje de su lira, por la soberana expresión y el vuelo soberbio, por la impasibilidad casi religiosa, por la magnificencia monumental, estatuaria, de su obra, en la cual, como en la del Padre de los poetas, pasan a nuestra vista portentosos desfiles de personajes, grupos esculturales, marmóreos bajorrelieves, figuras que encarnan los odios, los combates, las terribles iras; homérida por ser de alma y sangre latinas y por haber adorado siempre el lustre y el renombre de la Hélade inmortal!”

Y lo sitúa en sus dimensiones literarias: influencias griegas e hindúes; temas medievales ––la vida caballeresca, los monasterios, claustros y cismas, las barbaries musulmanas––; parnasiano, crítico de Zola. Al comentar sus Poemas bárbaros, Darío señala la ausencia de sentimentalismo, la frialdad de su expresión, aduciendo que “emplea para su obra versos de bronce, versos de hierro, rimas de acero, estrofas de granito”. Al referirse a los Poemas trágicos, utiliza la metáfora del color para destacar la sangre que recorre sus páginas:

“Es este un libro purpúreo. Los Poemas bárbaros son un libro negro. La palabra más usada en ellos es noir. Libro rojo es este, ciertamente, que comienza con la apoteosis de Muza-al-Kebir, en país oriental, y concluye en la Grecia de Orestes, con la tragedia funesta de las Erinnias o Furias”.

Respecto de Verlaine, Darío distingue entre las cualidades artísticas de la obra y el aspecto de la persona representada, particularmente en el señalamiento de sus rasgos de carácter:

“Angélico, lo era Verlaine; tiorba alguna, salterio alguno, desde Jacopone de Todi, desde el Stabat Mater, ha alabado a la Virgen con la melodía filial, ardiente y humilde de Sagesse; lengua alguna, como no sean las lenguas de los serafines prosternados, ha cantado mejor la carne y la sangre del Cordero; en ningunas manos han ardido mejor los sagrados carbones de la penitencia; y penitente alguno se ha flagelado los desnudos lomos con igual ardor de arrepentimiento que Verlaine cuando se ha desgarrado el alma misma, cuya sangre fresca y pura ha hecho abrirse rítmicas rosas de martirio”.

Ante esta descripción, pareciera que estamos en presencia de un místico; pero la naturaleza humana del “jefe más famoso de los simbolistas” es contradictoria:

“...Pauvre Lelián, mitad cornudo flautista de la selva, violador de hamadríadas, mitad asceta del Señor, eremita que, extático, canta sus salmos. El cuerpo velloso sufre la tiranía de la sangre, la voluntad imperiosa de los nervios, la llama de la primavera, la afrodisia de la libre y fecunda montaña; el espíritu se consagra a la alabanza del Padre, del Hijo, del Santo Espíritu, y, sobre todo, de la maternal y casta Virgen; de modo que al dar la tentación su clarinada, el espíritu, ciego, no mira, queda como en sopor, al son de la fanfarria carnal; pero tan luego como el sátiro vuelve del boscaje y el alma recobra su imperio y mira a la altura de Dios, la pena es profunda, el salmo brota”.

Vemos cómo Darío construye poéticamente los rasgos de carácter de Verlaine desde la naturaleza angélica a la satírica, y en medio de ello, su creación poética, casi oculta ante el vigoroso retrato espiritual del poeta.

La crítica ha querido ver en Los Raros una prosa exaltativa y panegírica, casi hiperbólica en cuanto a los elogios exagerados. Pero lo cierto es que también contiene comentarios muy duros, algunos expresados directa o indirectamente, como es el caso de Rachilde (1860-1953), la única mujer que aparece en Los Raros, que es fuertemente criticada por Darío:

“Trato de una mujer extraña y escabrosa, de un espíritu único esfíngicamente solitario en este tiempo finisecular; de un “caso” curiosísimo y turbador: de la escritora que ha publicado todas sus obras con este seudónimo: “Rachilde”; satánica flor de decadencia, picantemente perfumada misteriosa y hechicera y mala como un pecado”.

La describe de esta forma, porque la autora se atrevió a publicar obras no convencionales en donde trataba abiertamente la sexualidad, la androginia, el homoerotismo, el incesto, el sadismo y la pedofilia; además, vestía como varón y se calificaba a sí misma como “un hombre de letras”. Por eso la llama “la primera inmoralista de todas las épocas” y “anticristesa”; y considera que “el mayor de los atractivos que tienen las obras de Rachilde está basado en la curiosidad patológica del lector”. No obstante, reconoce su agudo sentido crítico y sus méritos literarios. Los artículos presentan rasgos, anécdotas y aun retratos psicológicos, al establecer una conexión entre la vivencia y la experiencia. Naturalmente, no se trata de una simple presentación, sino que esta viene respaldada por un conocimiento de la obra, contemplada desde la profunda visión estética, cuya valoración se enriquece precisamente por estar filtrada por la conciencia privilegiada de cada situación específica. La percepción estética es reveladora por sí misma y, en el caso de ese genio raro que es Darío, está ligada a la función del espíritu creador, que deja resurgir en el entendimiento y en la visión lo producido por aquel, el contenido espiritual que se plasma en una religión de la belleza. Pero no en el sentido en que la interpreta Julio Ycaza Tigerino, cuando dice:

“La experiencia o vivencia religiosa en Rubén se da en este sentido y en gran medida a través de su primitivismo de hombre americano, de mestizo indo-hispano con hondas raíces telúricas y sanguíneas en los estratos indígenas de nuestra prehistoria nicaragüense”.

Esta visión prejuiciada de Ycaza se aleja rotundamente de la concepción de la capacidad imaginante del ser humano, sean cuales sean sus raíces étnicas, “telúricas y sanguíneas”, y mucho menos ¨prehistóricas”, sino en cuanto a la excelsa percepción de la belleza de un espíritu genial y superior que supo captar la esencia de las cosas, transformarlas en objeto estético.