La historia del bar Acapulco, el escape de 'Moncho'

En una cuadra en San José —poco animada— existe un bar que alberga de día y de noche a empresarios, músicos, funcionarios legislativos, estudiantes de arte, escritores. Nos hospeda a todos.

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Hay varias razones para amar Acapulco. Porque siempre está fresco, porque la cerveza siempre está fría y por los buenos patacones.

El lugar es un perfecto ejemplo de lo que debe ser un rectángulo: largo, muy largo.

En las paredes hay soles y lunas de cerámica, espejos muy largos, un texto enmarcado de Luis Chaves, un cuadro con un mar y flores, y una hoja en blanco que dice "Se busca".

Ahí dentro se enamora alguien al menos una vez al mes, 35 amigos se reúnen para celebrar un cumpleaños, se hacen fiestas no oficiales del Festival del Cine o la Bienal Centroamericana, y una vez una pareja de señoras celebró haberse recién casado, aun con el vestido puesto.

Por encima de todas las botellas, hay un reloj del Albacete. Luis Gabelo Conejo marca el número uno.

"Ese reloj me lo trajo Javier Rojas cuando fue a transmitir un partido del Albacete", dice Ramón Pereira Ferreira, conocido como 'Moncho' y dueño del bar Acapulco, que se encuentra en el barrio La California, al costado sur de la Asamblea Legislativa.

Este no es el primer bar de Ramón. El negocio inició en 1958, cuando llegó a Costa Rica desde Galicia, España.

"La situación en España era muy dura, teníamos el régimen totalitario encima. Dos tíos se fueron a Argentina. Nosotros llegamos a Costa Rica porque ya teníamos algo de familia acá".

Dos hermanos suyos yacen en un cementerio en Costa Rica, pero Ramón lo dice con una especie de orgullo olímpico.

"Ya hasta tengo dos hermanos enterrados aquí".

Su papá sufría de asma, y los doctores le recomendaron huir del trópico costarricense, por lo que regresó a España. "Allá murió".

Hombre de cantina.

Ramón tiene casi 30 años en el negocio de los bares. El primero lo adquirió junto a un hermano en 1988. Se llamó La Marina y quedaba por La Prensa Libre. Cerró en el 2005.

Después compró El Balcón de Europa, que vendió en el 91. Luego adquirió un bar y restaurante que se llamó El Rey, en Tibás. Para ese entonces también era dueño del josefino El Romeral.

Un día caminando por San José se topó con un bar que al parecer ponía música muy mala: se llamaba Acapulco. Ramón cerró El Romeral y se fue para allá.

"Al principio costaba mucho que llegara la gente. Fue así: primero llegó la Corte, luego el Tribunal y finalmente la Asamblea", nos explica Ramón.

No le cambió mucho al lugar. La barra ya estaba hecha y el techo “era lindo”.

—¿Por qué se llama Acapulco?

—Cuando lo encontré ya traía ese rótulo. ¿Para qué cambiarlo?

La válvula

"Acapulco es importante para mí. Cuando uno ha hecho esto por muchos años se convierte en más que un trabajo. Es mi hobbie , mi escape".

De qué necesita escapar Ramón, no lo sabemos. Es un hombre reservado. Pero sería injusto no decir que para muchos también es un escape con buenas bocas.

Ramón tiene 73 años, no le encantan la música ni los deportes. Camina mucho, dice que por Tibás, pasa por La Alondra, Los Colegios, y luego se devuelve.

"Me gusta estar aquí. Me hace sentir parte de algo, y además todavía puedo ayudar con las cosas del bar. Hay que se útil".

La primera vez.

Guardé la factura de la primera vez que entré sola a Acapulco, y me compré una cerveza. Ese día encontré un lugar donde podía estar en completa vulnerabilidad, y desde ese entonces ningún hombre necio se ha acercado para preguntarme si necesito compañía, y así descubrí en el centro de San José un espacio al cual podía recluirme cuando quisiera.

El mérito de de que este bar pueda albergar a tantas especies extrañas y únicas es de Ramón y de su familia enterrada. Del asma de su padre. De Carlos, quien tiene un año trabajando ahí. También de Luis, quien lleva desde el 2003 acompañando a Ramón detrás de la barra. Y de Adriana, la cocinera, con toda una vida siendo la mano derecha de ‘Moncho’.

También tiene mérito el menú, porque la torta de carne es del tamaño de la Luna, porque el pollo empanizado es droga, porque las papas fritas son baratas, porque los patacones especiales traen en un mismo plato carne mechada, frijoles molidos y pico de gallo sin alguna división.

Además porque es como estar en casa. Recuerdo el día que llegué a pedir agua porque tenía hipo pero Carlos en cambio me dio un vaso con un líquido amargo y me obligó a tomarmelo sin decirme una sola palabra.

El hito.

A Acapulco le han escrito canciones y poemas. Ahí se hacen y deshacen amistades. Se habla de política al lado de hombres en traje entero y la panza llena de birra. Ahí se escucha solamente 99.5 FM Radio 2, la banda sonora de nuestra juventud.

Ahí se encuentra todas las mañanas Ramón, un señor que ha dedicado su vida a servir a los demás, a curar heridas con alcohol, a llenar estómagos vacíos que luego se llenan de quien sabe qué, y quien sin pensarlo creó un hogar para muchos, donde también se come tortilla española.