Hechiceros y hechizados: una mirada al mundillo de la brujería en San José

¿Cree usted en la magia negra? ¿en la blanca? ¿no cree del todo? Buscamos servicios esotéricos entre los anuncios económicos de varios diarios y asistimos a tres consultas. Más allá de lo que revelaron el Tarot y la quiromancia, el submundo de los brujos o adivinadores contemporáneos de la capital es anecdótico, rocambolesco y sorprendente.

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Subimos por unas angostas gradas de madera, apenas alumbradas por una tenue luz amarilla, mientras cerrábamos la puerta detrás de nosotros. Estaba nerviosa: esa tarde consultaría los servicios de un brujo y dejaría expuesto mi destino ante el “tercer ojo” de quien aseguraba tener el poder de influir en mi futuro.

Al final de las escaleras nos esperaba un hombre corpulento y moreno, con los brazos cubiertos hasta los dedos por un interminable tatuaje tribal, una pañoleta amarrada en la cabeza al estilo gitano y el gesto firme como una roca.

“Hola, mucho gusto. ¿Cómo le va?”, le pregunté, casi por un asunto de cortesía.

“Yo siempre estoy bien”, respondió con una voz gruesa e impostada.

José Díaz, mi compañero fotógrafo y yo nos volvimos a ver con un dejo de perplejidad. Por supuesto, aquel hombre que se hace llamar Andrés el Brujo Blanco debía vender una imagen de buena fortuna a quienes en él confiaban.

Desde que íbamos en camino, Díaz sabía que yo estaba nerviosa. Se había percatado cuando me escuchó devanear sobre si sería buena idea sacar la grabadora en medio de la consulta, pues eso podría inhibir al brujo, quien además hasta ese momento no había accedido a atendernos.

Quizá mi colega también sabía que le había pedido acompañarme porque no me atrevía a ir sola a aquel consultorio en el segundo piso de un edificio esquinero en el sector sur de la capital, aunque ciertamente la seguridad no era lo que más me preocupaba.

* * *

Creer o no creer. Todo está en la mente, o al menos eso pensaba cuando surgió la idea de consultar servicios esotéricos para después relatar la experiencia entre estas líneas.

Sin embargo, pronto descubrí que cuando se está expuesto frente a alguien que asegura tener el poder de leer las vidas ajenas, las fronteras entre el convencimiento y la incredulidad se tornan más difusas de lo que uno hubiese podido anticipar.

Aquella fue una idea lanzada en una mesa de trabajo en busca de oferentes. La sola noción de “escarbar” en su vida personal, sin saber qué podría salir a la luz, hizo que una colega diera un paso atrás y cediera el tema.

“Yo lo hago, de por sí no creo en eso. ¿Qué es lo más que podría pasar?”, dije. En realidad estaba mintiendo, y esto es lo primero que tendría que confesar.

Me ofrecí de forma voluntaria, con una mezcla de dudas y temores, sobre todo porque soy creyente y siempre tuve claro que con el mundo espiritual no se juega.

Por otro lado, intentaba convencerme a mí misma de que no habría consecuencias si me proponía mantenerme al margen y no dar cabida a lo que los brujos dijeran –o predijeran– sobre mi futuro.

El primer dilema que enfrentó las opiniones de nuestro equipo fue si debía presentarme como periodista o si podía infiltrarme en las consultas de los brujos cual si fuera una civil en busca de una guía espiritual y una solución efectiva a problemas personales y amorosos, tal como la mayoría de usuarios que recurren a este tipo de servicios.

Finalmente, por razones éticas, decidimos ser transparentes con nuestras intenciones. Fue entonces cuando topamos con pared: la mayoría de los consultorios esotéricos funcionan en la clandestinidad y no fue sencillo encontrar quién nos diera la cara.

“Santería y vudú”, “digo nombre y apellido de su enemigo”, “en la brujería todo se puede”, “ato sexualmente de por vida”, “destruimos amantes, “pactos y rituales para todo”, “saco entierros”, “cancela al ver resultados”... Todo lo que se anuncia entre las páginas de anuncios económicos parecía intrigante.

Llamada tras llamada. Explicación tras explicación. Negativa tras negativa.

El primer sondeo reveló que casi todos tenían secretarias y asistentes en sus negocios, y que solían salir del país por períodos prolongados. Las excusas parecían ser siempre las mismas.

Uno de los casos más llamativos fue el del Indio Cipriano. La mujer que atendió el teléfono me explicó que se trataba de un centro de orientación indígena en el que utilizan técnicas como la lectura de la mano, los ojos, la lengua y hasta la planta del pie. Según dijo, los rituales que ahí se realizan deben ir encaminados a objetivos que no impliquen maldad o daños.

La mujer pidió que llamara dentro de un par de horas para conversar con su jefe.

Al llamar de nuevo, el hombre que me contestó dijo que el jefe estaría de viaje durante dos o tres, que nadie más podía realizar la consulta y que aquel negocio era una perfumería con permisos del Ministerio de Salud, que todo estaba en regla.

La mayoría de los anuncios ofrecían hechizos de magia blanca para atar al ser amado, propiciar reconciliaciones, generar prosperidad en los negocios u obtener números de la suerte para ganar la lotería. Solo uno, el profesor Alberto 2000, admitió realizar trabajos de magia negra (aunque también blanca).

Acordamos una visita a su consultorio, en Getsemaní de Heredia. El anuncio decía que no cobraba trabajos, pero por teléfono me indicó que la consulta tenía un costo de ¢2.500 y que se debían pagar los materiales del tratamiento recomendado, que podían ir desde los ¢16.000 hasta los ¢45.000.

Al llegar a la dirección que nos había brindado, dijo que no sería posible atendernos, pues la dueña de la casa era muy quisquillosa y que le había prohibido atender ahí a la prensa.

Otro de los avisos pregonaba el poder de hacer que la persona amada regrese en tres horas, sin importar el tiempo ni la distancia.

“Aló. Cupido”, atendieron, con el tono que caracteriza a la secretaria de una oficina cualquiera.

Solicité una cita, pero me indicaron que ahí no se trabaja con consulta. Simplemente se debe llevar el nombre completo de la persona, su fecha de nacimiento y, de ser posible, una fotografía. El ritual se realiza de una vez y, dependiendo de cuán difícil sea el caso, puede costar desde ¢2.000 hasta ¢400.000.

Al final, solo logré que tres de los anunciantes me recibieran: Andrés el Brujo Blanco, el maestro Juan de Dios y Natasha de los Chamanes Haitianos.

Un refugio a los problemas

Lo más estrambótico del primero de los brujos no es su aspecto, ni su contestación ante mi saludo; es su consultorio: un pequeño cuarto dentro de lo que parece que alguna vez fue una vieja casa. Unas espesas cortinas impiden el paso de la luz, apenas suficiente para iluminar un pequeño altar que combina elementos religiosos y otros que se podrían considerar tenebrosos. Hay santos y calaveras. Hay rosarios, velas derretidas, incienso y réplica de una lápida.

Andrés es brujo de oficio. Lo aclara mientras posa su mano sobre la gruesa Biblia que tiene en su escritorio –acomodada justo al lado de un mazo de cartas del Tarot– y deja claro que a los que Dios castiga es a los hechiceros y a los adivinadores.

Lo suyo, explica, es el “arte de manipular el entorno de la persona”, dirigido al mejoramiento de áreas como la salud, el amor, la suerte, las relaciones interpersonales y la familia.

Todas las mañanas, apenas llega, hace una limpieza del ambiente con hierbas y oraciones. “La gente viene y deja sacos de problemas para llevarse soluciones”, dice.

Por un tema de energías no le permitió al fotógrafo ingresar conmigo al consultorio y le pidió que aguardara en la sala de espera. Solo pueden entrar juntas las parejas que vienen a buscar respuestas para alguna situación en común.

Me quedo a solas con el Brujo Blanco, mientras él termina de hablar con su asistente por teléfono. Le encargó comprar tres docenas de botellas de aceite “como de bebé”.

En cuanto tomo asiento, me pide que extienda las manos y me las rocía con un spray de algo prácticamente inoloro que, al parecer, es un limitador de energía.

Andrés parece ansioso. Intenta evadir mi solicitud de que me trate como a un cliente más y que me brinde la atención que promociona en los anuncios económicos.

En realidad no llegué a su consultorio con algún problema que me robara el sueño. De amor, mucho menos, le dije. Mi última relación había terminado meses atrás y ya era capítulo cerrado.

Mi respuesta lo desconcertó un poco más. “Es que si usted me está diciendo que está bien, es mejor que no... No es bueno estar abriendo ciertas cosillas”, me advierte. “Aquí viene el que necesita venir”.

Cuando por fin accede a leerme las cartas, me pide que parta en dos el mazo y comienza a repartir las barajas por el escritorio. En cuanto sale la de la muerte, mi espíritu da un sobresalto, pero pronto el Brujo Blanco me explica que su significado no es literal.

Los segundos que tarda repartiendo la baraja y analizando lo que en ella ve me resultan eternos y, mientras tanto, recurro con desesperación a aquella frase de William Shakespeare: “El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos”.

De cierto modo, Andrés puede leer lo que siento, no en las cartas, sino en mi rostro. Con una sonrisa de medio lado, me dice que es necesario estar en la misma sintonía y que sabe que tengo dudas sobre lo que me va a decir.

Lo primero que retoma es el tema del corazón. Está convencido de que aún me afecta lo que pasó en mi última relación y según su lectura, soy alguien que ha sufrido mucho en temas amorosos.

El Tarot le indicó también que estoy rodeada de envidia, que ciertas personas que me rodean no son de fiar y que a veces la vida me parece injusta. “Usted siente como que las cosas llegan más fácil para los demás, que no es bien recompensada por su esfuerzo”. Asentí.

El Brujo Blanco me recomendó aguas de florecimiento (mezclas preparadas a base de hierbas) para limpiar el aura y alejar las envidias, pero omitió darme el precio de ese tratamiento.

Sin decir mucho más, concluyó la consulta. Estaba algo apurado, pues su local pasa lleno y al día siguiente volaría a Panamá para atender el que tiene ahí. El tico asegura que tiene un tercer consultorio en México DF.

Afuera, en la sala de espera, aguardaban tres clientes: dos mujeres y un hombre. Una de las pacientes dijo que iría a hacer una diligencia, la otra entró al consultorio y el hombre se quedó en la sala de espera. Parecía nervioso por tener que esperar su turno junto a otras personas. Se abstrajo en las pantallas de los dos celulares que tenía en la mano para evitar el contacto visual con nosotros.

Sonó el timbre y subió otra mujer, pero al percatarse de que había gente, dijo que prefería esperar sentada en las gradas. Después de todo, el brujo debe garantizar absoluta discreción a sus clientes. No hay rótulos afuera, y si se topa a alguno de sus pacientes en plena Avenida Central, sigue caminando como si jamás se hubieran visto.

Por fin el hombre guardó los celulares y pudimos conversar brevemente antes de que fuera su turno con el brujo. Me dijo que una señora le había recomendado visitar a Andrés desde hacía algún tiempo, pero que él lo había ido postergando hasta que finalmente se decidió a intentarlo.

“Sí siento que me ha ayudado… en algunas cosillas”, dice, con clara intención de evadir los detalles. Al ver que funcionaba, comenzó a llevar a su hermana con él. De hecho, es ella quien está dentro del consultorio.

Se abre la puerta, él entra, ella sale y en su gesto se le ve algo de paz, como si hubiese podido descifrar un tormentoso acertijo. También es nuestro momento de marcharnos.

En el camino de regreso al periódico, intento analizar con mi compañero lo que me dijo Andrés. “Es que son afirmaciones muy genéricas”, le digo. “¿Quién no siente que las cosas son más fáciles para los demás y quién no ha sufrido mucho en el amor?”.

Velas contra todo mal

“Amarres, pactos y ligamentos. Ato al ser amado.. Ligado sentimental y sexualmente de por vida”. Al Maestro Juan de Dios lo buscan casi siempre por asuntos amorosos, aunque dice que también le piden ayuda para conseguir suerte, ganar la lotería, o para interceder por familiares enfermos o que no pueden dejar vicios.

Su consultorio queda en el edificio Trejos, a un costado del hotel Balmoral, en el corazón josefino. Casi siempre está cerrado y las puertas abren solo cuando va a llegar un paciente. Lo tiene apenas desde hace un año y los nueve anteriores atendió en el consultorio de sus hermanos en Panamá.

Pero su origen es colombiano y, según dice, estudió en el Trapecio Amazónico, en Brasil. Ahí, un grupo de chamanes eran los encargados de capacitar a los alumnos y de ayudarlos a encontrar su enfoque: espiritismo, cartomancia, vudú, macumba, santería o magia (blanca, negra, roja o verde).

Sin embargo, lo suyo es heredado desde la cuna. Su madre también se dedicaba al esoterismo. “En Colombia, esto es muy común en las casas. Cuando era pequeño, existía el espiritismo y se jugaba con la ouija ”, dice. “Muchos son los llamados y pocos los escogidos. Es un don que traemos desde que nacemos”.

Su consultorio es muy distinto al de Andrés el Brujo Blanco. El altar es pequeño y hay imágenes de la Virgen María con velas encendidas. De hecho, hay muchas velas, pero casi todas exhibidas en vitrinas para la venta.

Hay unas de color negro que tienen una pequeña cantidad de pólvora adentro; esas son para liberar de los trabajos hechos por otros brujos. Están unas verdes con forma de trébol, para la suerte. Hay otras dirigidas a ataduras sentimentales y unas más para separar parejas.

Sobre la vitrina hay dos candelas que ya se apagaron y otras dos que siguen encendidas. Son encargos de clientes que esperan una solución a sus problemas y tienen debajo un papel con sus nombres y fechas de nacimiento.

Vende también rosarios y muñecos de vudú. Dice que la diferencia de esta última técnica, con respecto a la de las velas, es que el vudú es para siempre. Sirve para separar, unir o dominar. En el primero de los casos, se entierran en un cementerio dos muñecos (del sexo que corresponda) de espaldas; en el segundo, de frente; y el que ponga de cabeza, será el dominado.

“Cuando entierro eso en el cementerio, no hay poder humano que lo separe. Hay gente que quiere que el otro regrese una vez y para siempre”, explica.

Interesado en hacer una sesión fotográfica con los muñecos, Díaz le llamó después para pedir que le vendiera un par. Se los ofreció en ¢96.000.

El maestro Juan de Dios fue el único de los tres brujos que nos cobró la consulta. Luego de cancelarle los ¢10.000, me toma los datos en un cuaderno. Me pregunta mi nombre completo y el día en que nací, y me solicita mi cédula para cerciorarse de que le estoy dando los datos correctos.

Me pide que parta el mazo del Tarot, pero cuidando no cruzar las piernas al hacerlo. Comienza a repartir las cartas, pero en un orden completamente distinto al de Andrés el Brujo Blanco.

Recurre también a hablarme de situaciones genéricas, como la soledad o la envidia o sobre no confiar en todos los que me rodean.

“Hay un hombre mayor que la pretende”, dice con plena certeza. Me quedo pensando que “pretender” es una palabra demasiado seria, pero entiendo lo que me quiso decir. Para ese entonces, recién había comenzado a salir con una persona nueve años mayor que yo, pero no tenía claro si la relación iba a prosperar.

Luego de leer las cartas, los brujos dan la oportunidad de hacer cinco preguntas adicionales. Con algo de ingenuidad y algo más de curiosidad, decidí preguntar qué se vislumbraba en este plano. El maestro advirtió que había posibilidades de que funcionara esta nueva relación, pero que sería complicado, sobre todo porque él tenía una vida complicada y que tendría que cambiar muchas de sus actitudes para poder acoplarse. Hoy le doy la razón.

Sin embargo, Díaz y yo –en un nuevo intento por dilucidar lo que me había salido en el Tarot– concordamos en que toda relación es difícil en sus comienzos ,y en que, teniendo yo 26 años, es muy probable que salga con una persona mayor.

Pero hubo un detalle que me sorprendió un poco más: “Usted está pensando en pasarse de casa, ¿verdad”, me cuestionó.

Me quedé de hielo. Ese día, tenía planeado ir a recoger el permiso de construcción de mi casa, que se suponía que ya debía estar listo. “Pero las cartas me dicen que no le conviene. No podrá ser por ahora. No le va a salir ya, quizá después”.

Me quedé algo preocupada, pero no le di cabida a esa idea. Han pasado un par de meses desde entonces y cuando comencé a escribir este artículo, me invadía el desánimo por las complicaciones que surgieron en el camino y que terminaron por retardar el inicio de la obra.

Aún no podría determinar si fueron meras casualidades, pero cuando por fin recordé aquellas palabras, reí con ironía.

Al final, el brujo colombiano me recomendó hacer una limpieza de aura con velas, para alejar las malas energías. El ritual consiste en acostarse en el suelo, tratar de dejar la mente en blanco durante dos o tres horas, mientras se consume una candela por cada año cumplido. Cada una de las velas tiene un valor de ¢5.000, por lo que, en mi caso, la inversión sería de ¢130.000.

Había un detalle adicional: es necesario que el ritual se haga en ropa interior, ya sea blanca o roja, para acercar el amor. Le dije que lo pensaría y me marché de la oficina del maestro Juan de Dios.

Acordamos que regresaría en la tarde para recoger la factura. Mientras terminaba de llenarla, le sonó el celular.

— Buenas. Cupido.

¿Acaso era el mismo Cupido con el que había hablado antes?

Quiromancia

Luego de una búsqueda implacable por un tercer brujo que accediera a atenderme, por fin di con quien se hace llamar Natasha de los Chamanes Haitianos, pese a su origen colombiano. Esta nieta de una mujer que también practicaba la brujería se jacta de ser la única en el país con la habilidad de decir a sus pacientes hasta cómo es la casa donde viven, pues puede verlo todo en el “espejo mágico” (sí, como en el cuento Blancanieves ).

“Venga, yo la invito, no le cobro nada. Usted se va a quedar asombrada”, me dice, con cierto grado de ilusión por salir en el periódico.

Su oficina (porque lo es: tan solo hay sillas y un escritorio; sin altares, velas o inciensos) queda en San José centro y la mujer aparece en un carro de esos que no son accesibles para el grueso de la población.

Tendrá entre 45 y 50 años y, en cierta forma, su amena personalidad inspira cierta confianza.

Sin mucho conversar, me pide que extienda mi mano para leerla. Aunque el sitio es iluminado, no puede ver las líneas de mi palma con claridad. Entonces, muevo la silla hacia la ventana.

“En cuanto a la salud, por lo que puedo ver en este cuadrante (el espacio que está justo debajo de la base del pulgar), tiene problemas de espalda y el abdomen inflamado”, enuncia.

De todos los males comunes a la mayoría de la población, Natasha acababa de mencionar justo los dos que me aquejan: tengo curvatura en la columna vertebral y padezco de colitis crónica.

Prosiguió hablándome sobre la soledad, la envidia y la rapidez con la que se me va el dinero, quejas que considero frecuentes en casi cualquier persona.

— No veo propiedades.

— Pero sí tengo un lote.

— Ah, pero debe ser que no lo compró hace mucho. Es que aquí solo puedo ver tres meses para atrás.

— En realidad lo compré hace más.

— ¿Y es pequeño?

— Sí, es pequeñito.

— Ah, puede ser por eso que no me sale.

Me quedé con la intriga sobre el “espejo mágico”, pues la consulta solo incluía la lectura de la mano y cinco preguntas al Tarot. En la ceremonia que ofrece Natasha, el cliente debe fumar un tabaco, mientras su vida –al parecer– comienza a reflejarse en la hoja de un cuchillo especial.

Según la bruja colombiana, las personas suelen salir impactadas, sobre todo cuando les describe la entrada de sus casas o, por ejemplo, cuando les menciona detalles de un robo del que sus hogares fueron víctimas.

Sin embargo, el ritual debe hacerse con tiempo y Natasha no puede quedarse mucho más. Dejó el carro parqueado afuera, en línea amarilla. De hecho, ni siquiera tuvo tiempo –o quizá interés– de sugerirme realizar algún tratamiento.

Quedamos de conversar más a fondo por teléfono –de todos modos, es por esta vía por la que atiende a clientes de lugares alejados–, mas nunca logré volver a ponerme en contacto con ella. Su celular siempre salía apagado o nadie contestaba.

Ha transcurrido el tiempo y muchas interrogantes siguen dando vueltas en mi cabeza, solo que ahora, cuando alguien me pregunta si creo en esto de los brujos, siempre respondo lo mismo: “Ni creo ni dejo de creer”.