Fachada de escuela, corazón de lucha: nuevo faro de esperanza que alumbra La Carpio

Después de más de 13 años de incansable insistencia, la ciudadela de La Carpio estrenó su nueva escuela. Son sus protagonistas quienes relatan lo que verdaderamente representa la infraestructura, más allá de lo palpable.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Mario no leía libros, los devoraba. Era de los pocos niños que disfrutaba viendo las horas correr en la sencilla biblioteca, perdiéndose entre la limitada oferta de libros usados y gastados.

La luz se iba con frecuencia, pero él no.

Juntaba también de la calle los libros que la gente botaba y los hacía suyos. Sus pequeños tesoros. “Una vez iba caminando y me encontré un libro que estaba todo roto y mal oliente. Lo llevé a mi casa y lo perfumé. Estaba como en cuarto grado”.

Cuando se tienen 29 años de vida, recordar el paso por la escuela parecería un gran reto para la memoria. Para Mario De León no lo es. Esa etapa vive aún fresca y clara en su cabeza, y la evoca con nostalgia.

“A mí la escuela me encantaba, era como mi segunda casa. Yo recuerdo que nunca quería faltar clases y cuando me enfermaba yo lloraba porque no quería faltar. También cuando llovía cancelaban las clases porque el agua se metía por todo lado. Se le inundaba a uno todo”.

Aún así, ni los relámpagos lograban espantarlo. “Una vez había rayería y yo me quedé solo, no me quería ir. Me quedé estudiando y eran como las 4 de la tarde pero parecían las 8 de la noche. Se metió el agua y yo estaba copiando una materia de Estudios Sociales y así pasé toda la tarde. En esa escuela yo desarrollé mucho el hábito del estudio”.

Mario fue uno de los primeros estudiantes egresados de la escuela ubicada en una comunidad que durante más de dos décadas ha cargado en sus espaldas el peso de la exclusión en todas sus formas. La humillación de las crueles etiquetas no cuestionan, solo hieren.

La Escuela Finca La Caja, en La Carpio que recuerda Mario, hoy ya no existe. Al menos estructuralmente. El pasado 21 de marzo, tras más de 13 años de lucha y espera, la comunidad inauguró la primera etapa de un proyecto que hace algunos años era inimaginable.

La nueva escuela de La Carpio, uno de los proyectos arquitectónicos educativos más modernos e alucinantes de todo el país, no es un edificio más.

Es un mensaje claro y fuerte: La Carpio existe, su gente tiene cada vez más fuerzas para sacudirse de estereotipos punzantes, sus niños merecen educación y este año, por fin, tienen un espacio digno para aferrarse con garras a ella.

Materialización de un sueño

Cuesta escuchar las palabras del arquitecto encargado del proyecto, Alejandro Granados. Mientras me lleva a hacer un recorrido por las nuevas instalaciones el día después de la inauguración oficial, un hormiguero de niños corre en éxtasis en todas direcciones.

Están en recreo y no pierden el tiempo: gritan de alegría. Hay que esquivarlos al caminar y hablar fuerte para escuchar. Están estrenando escuela y eso se celebra con una explosión de energía.

“Vea la locura que está pasando en este momento. Imagínese esto pero en un espacio que era cuatro veces más pequeño, totalmente hacinado y en latas de zinc”, expresa Granados. “Se pasó de 1.300 metros cuadrados de donde estaba la primera escuela a todo el cuadrante, que son 4.400 metros cuadrados. El proyecto se desarrolló en dos etapas constructivas, la parte A y la parte B”.

La parte A es la que el presidente de la República, Luis Guillermo Solís, entregó en un acto protocolario este mes, y consta de dos edificios de tres pisos, 25 aulas regulares, tres aulas de educación especial y ocho para preescolar, dos laboratorios de cómputo, dos comedores, biblioteca, sala de profesores y áreas administrativas.

La B, se entregará a finales de mayo y se conforma por un área deportiva (una cancha de fútbol elevada de 600 metros cuadrados), un área para parqueos, rampas y un ascensores.

La nueva escuela beneficia a 1.735 estudiantes de primaria y a 400 de preescolar, y se construyó gracias a un fideicomiso educativo entre el Ministerio de Educación Pública, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Nacional de Costa Rica (BNCR). La inversión está valorada en unos $6,5 millones.

El proyecto, como edificio, es hoy más que palpable. La historia desde sus orígenes, sin embargo, tiene muchos matices… todos cargados de desafíos. Son solo sus protagonistas quienes pueden explicar lo que verdaderamente representa.

Desde cero

Cuando doña Marta Obregón llegó a La Carpio, hace más de 20 años, la comunidad que hoy cuenta con más de 25.000 personas apenas estaba comenzando a fundarse.

Si se habla sobre la escuela de La Carpio, remitirse a doña Marta es una obligación. Ella lo niega, pero por pura humildad.

“Había muchos niños. Yo siempre estaba diciendo, ‘qué falta que hace una escuela para esos chiquitos’. Yo no tuve hijos. Me mandaban a callar y me decían, ‘cállese, de por sí usted no tiene ni hijos’. Así fue poco a poco como comenzamos”, recuerda Obregón, de 79 años.

Entre un grupo pequeño, liderado por doña Marta, comenzaron a levantar las bases de un centro de estudios, tan humilde como necesario.

“Yo trabajaba en San José cuidando una señora. Yo pagaba un peón para que hiciera mi trabajo (de construcción del rancho que se convertiría en escuela), pero yo venía dos veces por semana para supervisar. ‘Llegó la ingeniera’, decía. Vacilábamos”, cuenta Obregón. “Algunos me decían, ‘doña Marta, usted trabaja cuidando a esa señora, viene cansada. ¿Por qué mejor no se va a descansar en sus días libres?’. Entonces yo un día que andaba medio arrancadilla les dije: ‘ya no las aguanto. Y les voy a decir algo, yo quiero que los niños que viven aquí estudien, que hagan algo. Yo no quiero que sean analfabestias como soy yo y como son ustedes también’. Entonces nunca más me volvieron a molestar”.

La historia de doña Marta comenzó como la de muchos habitantes de La Carpio: migrando. Aunque no por decisión propia.

Su niñez fue dura y el estudio le hizo falta. Nació en Nicaragua, y a los 10 años su mamá la regaló a una señora costarricense. De ella no le gusta hablar.

“Al principio sufrí mucho. Estaba chiquita, no sabía ni cómo me llamaba, pero ahora yo le doy gracias a Dios que me regaló a este hermoso país. A este lindo país que es Costa Rica”, expresa con orgullo. Me aclara que es más tica que yo. Le contesto que no me queda la menor duda.

Tras vivir en Coronado, en La Uruca y La Aurora de Heredia, llegó a La Carpio como consecuencia de un robo en su casa que la dejó solo con su cama y nada más.

“No me gusta cuando la gente habla de La Carpio, porque con los años que yo tengo de vivir aquí, siendo señora sola… no tengo un hijo, ni novio, ni amante, ni nada de eso. Soy sola. Y a mí nunca me ha pasado nada, gracias a Dios”. dice. “A mí todos me conocen. Hasta los borrachillos que están ahí en La Robert (supermercado) me conocen. Voy con una bolsa y me dicen: ‘abuela, ¿le llevamos la bolsa?’”.

Para doña Marta, La Carpio solo se puede definir como una comunidad de gente trabajadora. Las largas filas de personas cogiendo el bus para ir a sus trabajos a las 4 de la mañana todos los días son su principal prueba.

Siempre lo ha dicho: aunque tuviera plata, no se iría de La Carpio. Ahí se queda. No le falta nada, tiene su ranchito y no necesita más. Ahora tiene, además, la evidencia más palpable de que el sueño que tuvo hace muchos años recoge hoy su fruto más grande: uno en forma de edificio de lujo.

“No fue mi trabajo, fue el de todos. Fue el de todas las personas que estuvieron. La escuela nos va a ayudar muchísimo. Jóvenes que van a estudiar a otras partes les van a ayudar también a la gente de aquí porque no van a tener que pagar tanto pasaje”, asegura Obregón. “Se siente muy lindo. Uno se pregunta, ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible…? Nunca pensé llegar a esta edad para ver esto. Bendito sea Dios. Esto no es mío, es de todos”.

Adiós al barro

El niño estudioso que se perdía entre libros es hoy profesor de la Escuela de Matemáticas de la Universidad de Costa Rica. Estudió matemática pura y se graduó también como docente de matemáticas para secundaria.

Al igual que doña Marta, Mario De León llegó migrando. Hijo de madre nicaragüense y un padre ausente guatemalteco, el joven llegó a La Carpio en el 95, cuando tenía 7 años.

“Mi mamá pasó mucha penuria, mucha pobreza, viajando de Guatemala a Nicaragua. Se pasó de mojada a Costa Rica y nos dejó a mi hermana y a mí como año y medio con una familia amiga. Ahí sufrimos maltratos”, recuerda De León. Una vez asentada, la madre de Mario se trajo a sus hijos a vivir con ella. “Mi mamá siempre ha trabajado limpiando casas, era cajera de un súper, trabajaba en las peores condiciones: de 6 de la mañana a 9 de la noche de lunes a domingo. Y así fue como logró subsistir con nosotros”.

“Ella era madre soltera, cuatro niños (dos nacieron ya viviendo en La Carpio) y que los dejaba en la casa solos. Ella nos daba la plata, la comida. Nos mantuvo a salvo con lo mínimo. Nos faltó mucho el acompañamiento de un padre y vivíamos en un barrio muy pobre que comenzaba a cobrar cierta mala fama”.

Fue en ese momento cuando se enamoró de su segundo hogar: la escuela a la que tanto le debe. Piso de tierra, pupitres gastados, estructura de latas, sobrepoblación: las condiciones eran precarias, pero ese fue el combustible para su dedicación.

“Se iba la luz a cada rato por lo que a veces teníamos que salir más temprano. Las clases las daban las maestras a veces a oscuras porque había mucha materia. Si no estaba lloviendo entonces salíamos un toque al patio a recibir clases. El problema es que siempre se iba la luz. Cuando llovía se les metía el agua a las clases y al patio. Era un desastre total. Los pupitres casi no cabían en las aulas. Ese calorón terrible porque era pura lata. Uno en clases ahí sudando… era una tragedia. A pesar de eso fueron años muy felices para mí”.

Las jornadas eran cortas y se mantuvieron así hasta la construcción de esta nueva escuela. Por espacio, dividían a los alumnos en tres tandas de un poco más de tres horas al día, recibiendo apenas las materias básicas.

Las clases las tenían donde hubiera espacio. Si no cabían en la escuela los metían en una iglesia, en una casa, en cualquier lado.

“Yo estoy muy agradecido con esa escuela, porque los maestros eran muy dedicados. Como yo era un chiquillo al que le gustaban mucho los estudios diay, me motivaban demasiado. Yo para ellos era especial. Esa escuela fue un factor decisivo en la educación que tuve. El amor por la materia lo desarrollé ahí”, indica De León.

Sus hermanos son todos egresados de la escuela: su hermana ya se graduó de Educación Preescolar en la UNED y su hermano estudia administración pública.

“Me parece un gran faro de esperanza para la comunidad. Ahora no va a haber excusa para las personas para no enviarlos a la escuela por no tener plata para los pases”, agrega. “Hay que aprovecharla al máximo y cuidarla. No es una cuestión de que esto nos lo dieron por ser niños buenos o por erradicar los niños malos que son algunos, sino que fue una lucha de algunas personas que estuvieron ahí muchos años peleando por que tuviéramos las mejores condiciones educativas”.

“Varios amigos y yo somos el ejemplo vivo de que los extranjeros no somos esa imagen terrible que tiene la gente, de que venimos a destruir. Somos ejemplo de cómo un extranjero acá si se le brindan las oportunidades mínimas puede hacer mucho”.

Contra la xenofobia

Desde que nació, la ciudadela de La Carpio, fundada hace casi 20 años ha sido foco de discriminación y xenofobia.

En una finca que le pertenecía a la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), de unas 60 hectáreas, se asentaron miles de familias, de las cuales se estima que la mitad son de origen nicaragüense.

“Es una comunidad muy estigmatizada. Uno mismo lo ve en las noticias sobre la escuela y la construcción, que cómo se les ocurre haberla construido”, asegura Geudith Rivera Villalobos, directora del jardín de niños. “En mi caso, el 95% de población y podría inclusive aumentarlo un poquito más son costarricenses. Muchas familias sí son de origen nicaragüense, pero sus niños nacieron acá. La mayoría son costarricenses. La lucha siempre fue grande por lo mismo”.

Para el investigador Carlos Sandoval, coautor del libro Un país fragmentado: La Carpio: comunidad, cultura y política, la buena noticia no es solo para la comunidad, sino para el país entero.

“Es algo extraordinario. Para la comunidad es difícil de creer. Yo veía en la inauguración a las maestras que han estado aquí durante 20 años llorando, les cuesta creerlo. Es muy importante para el país en términos de que nos confirma que podemos hacer las cosas mejor”, asegura Sandoval. “Que el Estado puede dar respuesta a las demandas de las comunidades y que es posible cumplir promesas. Esta sociedad se ha vuelto terriblemente pesimista, con el puente de “la platina” nos volvió un poco la esperanza de que las cosas se pueden hacer y que se pueden hacer bien. Es evidente que así se pueden hacer, pero necesitamos ejemplos que nos confirmen eso”.

Está convencido de que en todos sentidos manda muchas señales. “Yo vi el periódico y pensé, hace mucho tiempo no recuerdo haber visto el nombre de La Carpio en la portada, y menos con una noticia positiva. Eso es muy importante. Yo nunca había visto tantos medios de comunicación acá sin que hubiese habido alguna riña o accidente. Verlos todos acá celebrando algo positivo es increíble”.

Despertar

Los ojos de los vecinos más involucrados se llenan de agua y sus palabras se quedan cortas al pedirles reacciones.

“No sé cómo explicarle”, dice José Luis Guevara, miembro del comité de educación de la escuela. “Mis hijos todos estudiaron acá en la escuela de la comunidad. Era algo que uno no esperaba. Ver este edificio es como un sueño. Para más de uno, de las personas que vivimos en esta comunidad, es un orgullo y estamos muy agradecidos con las entidades que lo hicieron posible. Hubo vecinos que se esforzaron mucho para llevar a cabo este sueño hecho realidad”.

“Como cuentan las primeras personas que llegaron a la escuela, esto era un barrial. Se comenzó con pedazos de latas, un rancho… uno, dos, tres maestros. Los niños iban a la escuela con ‘botas’ de bolsas plásticas por el barro”, añade Guevara. “Es una emoción y una alegría ver a estos niños jugando. A pesar de que mis niños ya no estudian acá, están los niños de los demás, tal vez vendrán mis nietos. Aunque muchos tal vez decían que no, la persistencia de más de uno pudo lograr lo que hoy tenemos. Para nosotros es algo grande. Significa mucho. Es un tesoro para la comunidad”.

Adriana Avilés, cocinera, bromea al recordar las condiciones limitadas con las que trabajaban para preparar el alimento de los niños. Hoy, desde una cocina que cualquier restaurante envidiaría, las palabras no le alcanzan. “Era más chiquitito. Pegábamos trasero con trasero, nos acomodábamos diferente. Ahora tenemos más herramientas para trabajar”.

“Los niños necesitaban más espacio, más comodidad. No nos cabe la felicidad”, dice. Una sonrisa permanente se mantiene presente durante toda la conversación. “Costó pero llegó”.