En la cárcel se cicatriza con tinta

Tatuarse en prisión es recordar y sanar: es pertenecer. Privados de libertad de dos centros penitenciarios detallaron cómo funciona esta clandestina tradición durante el encierro

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“Diay, las leyes del ‘tabo’”, me contesta Daniel cuando le pregunto por el significado de los tatuajes que cubren su brazo izquierdo. “Ver, oír, callar”.

Las dice como quien recita de memoria los mandamientos. Aprender a “canear” implica conocer sus reglas, asumirlas y en su caso, llevarlas en su piel en forma de calaveras para no olvidarlas nunca.

Daniel tiene la tez morena, cicatrices en sus brazos, cara de niño y su hoja de delincuencia manchada. Apenas ha descontado en prisión dos de los quince años que dicta su condena.

“Este es el nombre de mi mamá que está muerta, una rosa y amor por siempre”, continúa mientras señala la palabra ‘Magdalena’ en su pecho descubierto. Más abajo, dos cicatrices en su abdomen atestiguan que una bala entró y salió. Con seis palabras lo resume: “Problemas de bandas en la calle”.

“Este el nombre de mi hijo, que tiene dos años. Este es de la vida a la muerte en menos de un minuto por una vez que nos pasaron para máxima durante 24 horas. Este es un soldado espartano, siempre para adelante y listo para luchar”.

La lista continúa.

Al ingresar al Centro Especializado Ofelia Vincenzi (ámbito de Adulto Joven de La Reforma), el vecino de San Sebastián de 20 años no tenía ningún tatuaje. Ahora su pecho y brazos son un lienzo de dibujos inmortalizados que cuentan historias.

La mayoría de los muchachos con los que converso ese día me cuentan que fue hasta que cayeron privados de libertad que comenzaron a “rayarse”.

Los tatuajes en los centros penitenciarios son su escape y su forma de calzar, de pertenecer a un mundo diferente al que no los aceptó estando libres.

Tinta y agujas les ayudan a recordar y a sanar. A llevar con ellos los nombres de esas personas y razones que los esperan afuera, y los que no. A sellar mensajes que los mantengan con los pies en la tierra en un lugar en el que el encierro los consume por dentro.

Tradición

La cultura del tatuaje carcelario no es algo nuevo, explica Manuel Mora, supervisor de Seguridad de la Centro Penitenciario de San Sebastián. Siempre ha pasado, pasa y seguirá pasando.

“Estas cosas son prohibidas dentro de los centros penales. No es de ahora, sino de toda la vida. Yo he trabajado 29 años en el sistema penitenciario y siempre ha existido”, asegura.

Recuerda que los años que trabajó en La Reforma, los privados de libertad los utilizaban como una forma de identificarse con alguna banda. “En esos tiempos muchos pertenecían a pandillas. Había una que se llamaba ‘los 300’. Pertenecer a esa pandilla era hacerse famoso. Ya con solo que le vieran el 300 o ‘las hienas’ (otra pandilla), eran temibles”.

Los tiempos han cambiado. Los significados de los tatuajes ya no están necesariamente vinculados con grupos delictivos, pero la tradición no ha muerto.

Tatuar clandestinamente en las cárceles no está tipificado como una falta grave dentro del sistema penitenciario, pero sí es prohibido por temas de salud.

“Es un problema para nosotros internamente”, dice Mora. “Hemos tenido que sacar privados de libertad a los que se les mete una bacteria por esos tatuajes, porque no tienen el mínimo de seguridad, ni de salud, ni lo que sea. No hay tratamiento ni antes ni después”.

El elefante en la habitación

Por décadas, la forma de lidiar con la práctica ha sido prohibirlo, detectar a tatuadores y clientes que están incumpliendo las normas y hacerlo saber en sus expedientes. Dejarlos sin herramientas en las requisas… momentáneamente.

La prohibición, sin embargo, no los ha detenido. Hasta el momento no se ha podido evitar que presos se las ingenien para crear sus máquinas hechizas con lapiceros, conseguir las baterías, las agujas y las tintas de contrabando.

El elefante en la habitación se hizo demasiado grande como para seguirlo ignorando: los tatuajes clandestinos dentro de las cárceles en nuestro país se convirtieron en un grave riesgo para la salud de los reclusos.

Por primera vez en Costa Rica, el Ministerio de Justicia y Paz decidió enfrentar la realidad y dejar de intentar tapar el sol con un dedo.

Fue así como el Departamento de Enfermería lanzó a finales del año pasado la iniciativa Haciendo sueños realidad, promovida por el reconocido modificador corporal y empresario Johan López con un objetivo concreto: acercar a los jóvenes del ámbito de Adulto Joven de La Reforma a la expresión artística. Es decir, abrir un espacio para que realicen algo que ya de por sí están haciendo, pero de una manera segura y sin ponerse en peligro.

Tinta para el cambio

El proyecto, tipo taller, busca motivarlos para que conozcan las técnicas correctas del tatuaje corporal en pieles sintéticas, utensilios de cuero y otras superficies, para evitar que experimenten en sus cuerpos o en los de sus compañeros y no pongan en riesgo su salud y la de otros.

El centro detectó a un grupo de cerca de 13 jóvenes que han descubierto tatuando o siendo tatuados y con interés en el tema. Según Johan López, dueño del estudio New Skull Tattoo y organizador del Paradise Tattoo Convention, la idea es comenzar desde cero: enseñarles a dibujar, a pintar, a conocer los métodos para que finalmente puedan practicar en pieles sintéticas y en un espacio controlado.

“Muchos de los muchachos le comentaban a otros que qué esperanza iban a tener estando todos tatuados, que nadie les va a dar trabajo, que saliendo de la cárcel la gente seguro iba a pensar que seguían siendo delincuentes y Johan está todo tatuado”, comenta el director de enfermería. “Es una persona que ha sido muy exitosa. Hace una convención donde trae artistas que salen en televisoras internacionales. No solamente es un proyecto para enseñarles a tatuar adecuadamente, sino que les sirva como una experiencia de vida viendo a Johan, que está tatuado en la cabeza, el cuello y todo el cuerpo y tiene una buena empresa (con tres locales). ¿Por qué no podrían ellos hacer ellos lo mismo? La idea es darles a ellos una oportunidad de emprendedurismo que puedan tener a lo externo”.

Un riesgo que contemplaron fue la imagen que proyectaría la iniciativa. Lo que la sociedad pudiera pensar. Nada de eso los detuvo.

“Ver a gente tatuada es algo que ya en la sociedad es muy común. Lo que vimos fue más bien una oportunidad de enseñarles un procedimiento bien hecho. Si la institución le da armas a muchachos que tienen habilidades en madera, en pintura, diay, hay habilidades en el arte corporal”.

Manos talentosas

En nuestra visita, la segunda clase del taller, la asignación es colorear diferentes formas de un libro que les llevó Johan. Explica que durante el proceso, tatuadores de su estudio los estarán visitando para que ellos conozcan diferentes enfoques y métodos.

“Queríamos poder involucrarlo en los centros penitenciarios porque se quiera o no, ya se está haciendo. También hay talento”, dice López. “¿Quién dice que por haber cometido un error el talento no existe? Queremos darles una segunda oportunidad y enseñarles a los muchachos que pueden hacer algo más allá de lo que hicieron, como delinquir. Poderles desarrollar lo que ya traen e ir un poquito más allá. Muchas prohibiciones son las que generan que se hagan más”.

La habilidad en el dibujo de uno de ellos sobresale. Jorge, de 21 años, ha tatuado a casi todos los presentes.

“Esto lo hice ayer”, me dice y muestra un dibujo impecable, hecho con lapicero, de una mujer siendo tatuada. “Desde pequeño dibujo. Ya traía eso yo, pero me solté aquí”.

Los tatuajes en su propia piel, que no son muchos, se los ha hecho él mismo.

“A usted tenemos que robárnoslo para el estudio cuando salga”, bromea Johan y Jorge sonríe.

“Esta es una frase ahí y la vara”, me cuenta más tarde señalando su pierna. “Tiene un significado pero si yo ‘fuera’ sabido que iba a mejorar la técnica no me ‘fuera’ tatuado todavía. Este también me lo hice. De ahí en fuera mejor me espero a cuando salga”.

Es su tiempo libre el que usa para dibujar. No es siempre, aclara, porque si no, se aburre.

“Es como un fotógrafo, si está haciendo fotos todo el día se va a cansar. Uno ocupa hacer otras cosas”, cuenta el joven de Tirrases y asegura que la noticia del taller le tomó por sorpresa. “Yo me puse contento. Yo tengo pensado salir trabajando en esto. Hace poco me gradué de noveno y con ese título uno se puede ya a meter a trabajar en eso. Es algo con lo que me puedo agarrar y con los títulos de dibujo, pero no tengo nada de tatuaje. Ya teniendo sobre tatuajes ya uno puede pedir trabajo en un tattoo. No hay nada como trabajar haciendo lo que a uno le gusta, ah”.

El día a día

Luis me cuenta que nació en Honduras y que desde hace 30 años vive en Costa Rica. Llegó a el centro penitenciario de San Sebastián hace cuatro meses como indiciado por supuesta venta de drogas.

Tiene 44 años de vida y 25 en el mundo del tatuaje que le han dado experiencia de sobra. Una de las maquinillas decomisadas que nos enseña el supervisor de seguridad era suya, y la maneja con habilidad.

Su capacitación nos enseña mucho, como que las agujas las crean con los alambres con los que se cierra el pan cuadrado o derriten partes de encendedores. O que la tinta y las baterías las compran por aparte, así como los motores: “se jode un DVD, que tiene tres motores de estos y nos venden los motores a nosotros. Lo compramos acá”, me cuenta otro de los tatuadores de Sansebas.

Luis dice que comenzó a tatuar como una forma de subsistir en la calle. Volvió al oficio estando preso y por necesidad: su hija, de 18 años, está embarazada y él es de sus pocas fuentes de ingresos. “De alguna u otra forma uno también busca generar algo. Está prohibido pero hay cosas peores por hacer en una cárcel que lo pueden llegar a comprometer mucho más a uno”.

Cuando era joven, a sus 19 años, se puso en su casa su primer estudio de tatuajes. Su mamá estaba trabajando.

“Cuando vio todo lo que yo había hecho agarró todo y me lo tiró a la calle. Recuerdo siempre sus palabras... Las voy a recordar toda la vida. Me dijo: ‘búsquese un trabajo decente. Porque mi casa no va a estar llena de maleantes’”.

Murieron por años todas sus aspiraciones de crear arte en la piel de otros. Al fallecer su madre, la espinita despertó: conocidos y amigos que recomendaban su trabajo eran sus clientes.

Dentro y fuera de la cárcel tiene claras sus reglas. “En la calle no rayo a ningún menor de edad que no tenga algún permiso y en la cárcel, dentro de mis códigos de ética está no marcarle la cara a nadie ni hacer números de pandillas. Nunca me ha gustado”, detalla el vecino de Hatillo. “Pienso que una persona que decide hacerse un tatuaje en la cara no está en sus cinco sentidos, por muy malo que sea. Ya eso es como renunciar a la sociedad y que no le importa lo que venga. No saben si el día de mañana la vida les puede dar una oportunidad. El error de ellos no va a ser el error mío”.

Son pocos los tatuadores de Sansebas, uno o dos por pabellón, pero los que se ganan el “permiso” siempre son los que mejor tatúan. Mientras la máquina esté encendida, siempre hay un “campana” que avisa cuando se acercan policías.

Luis cobra por su trabajo. Lo hace, claramente, mucho más barato que estando afuera, pero intenta sacarle ganancia a lo que hace.

“La idea siempre es recoger algo para el fin de semana que viene tu familia. En lugar de decirles: ‘tráiganme ¢10.000’, por ejemplo, decirles, ‘tome, llévense esos ¢10.000 para la calle’”, asegura. “El más caro ha sido un retrato. Se lo cobré en ¢25.000 a un amigo mío. Depende del tamaño y de la persona, pero van como de ¢3.000 a ¢15.000”.

Le gustaría dedicarse a tatuar estando viejo, pero mientras esté joven y pueda hacer otra cosa en la calle “no toca máquina”. Las palabras de su madre aún están muy presentes dentro de su cabeza.

“Me decía: ’¿usted no se va a cansar de estarle robando almas al Señor? Ella era muy cristiana. Decía que cada persona que yo tatuara era un alma menos que iba a ir al cielo. Siempre me quedó eso. Más cuando llegaba una persona sin ningún tatuaje”, relata Luis. “Yo sentía como temor por momentos. Creo que es en el Deuteronomio donde dice en la Biblia: ‘no llevarás marca alguna en tu cuerpo’ y no se qué. Entonces cuando trabajaba en la calle trabajaba con ese pasaje marcado. Le decía a la gente que llegaba, ‘lea eso’. Más de uno llegó a arrepentirse y decía ‘no mae, ya no me lo voy a hacer’. Otros se lo brincaban y decían que estaban decididos. Y yo les decía, ‘bueno, pero es bajo su responsabilidad’”.

Aún así, está consciente de que ayuda a muchos a lidiar con la soledad que les da el encierro y a llevar para siempre marcas de agradecimiento hacia los que no los dejan.

“A veces se muere la mamá de alguno estando preso o nace un hijo mientras están en prisión y optan por hacerse algún tatuaje con su nombre. Por lo general cada tatuaje tiene un significado para esa persona. Esta es una situación difícil para muchos”, agrega. “Para mí la verdad ha sido una forma de subsistir en momentos difíciles, eso es lo que le puedo decir. Es como mi método de salvación, ya al final. La última cuerda que usted tira para poder sobrevivir”.

***

Para este reportaje se protegió la identidad de los privados de libertad, por lo que sus nombres fueron cambiados.