En busca de Isabel Vargas

Chavela Vargas (1919-2012) fue hija predilecta y, a la vez, hija pródiga del CANTÓN DE FLORES. Hay quienes dicen que se convirtió en una señora arisca en la comunidad, pero algunos memoriosos del pueblo LA RECUERDAN COMO UNA MUCHACHA ALEGRE.

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La mañana de San Joaquín de Flores está para una postal turística. Hay demasiada luz para hablar de un personaje tan nocturno, sin embargo:

–¿Ustedes saben quién es Chavela Vargas?

Una muchacha de 16 años y un joven de 17, fugados del colegio, se miran desorientados.

–Mmmm', no. ¿Ella no acaba de sacar un libro?– dice el muchacho, que debería cruzar los dedos para que sus batazos sean más certeros en los exámenes de bachillerato.

Dice la leyenda que, cuando tenía la edad de este muchacho, Isabel Vargas Lizano desapareció del pueblo. Fue en el año 1936, cuando el cantón de Flores era un inmenso cafetal interrumpido por la plaza, la iglesia, un par de cantinas esquineras y algunos puñados de casas en donde dormían casi 3.000 habitantes.

Refiriéndose a esa época, algún terrateniente dijo: “Por coincidencia, el nombre de Flores obedece a las características de esta localidad fecunda en lindas mujeres, tan blancas, atractivas y airosas, como en pocas localidades se ven”. Este recuerdo anónimo fue recogido por Jaime y Katiana Murillo en el libro El desarrollo histórico-social del cantón de Flores (1994), que relata las memorias de los viejos del pueblo.

El terrateniente no habría estado pensando en Isabel Vargas al pintar las “flores” de su cantón: una muchacha cantante y parrandera, desbocada en el hablar y la única mujer que vestía pantalones.

Aquella artista adolescente decidió probar suerte en México hace más de 70 años. Cuando fue famosa, expresó opiniones urticantes contra Costa Rica. La cantante murió el pasado 5 de agosto, y se la lloró unánimemente en México y España. Mientras tanto, los ticos se atrincheraron para atacarla o defenderla. Ni siquiera la guerra del 48 despierta ya tanta animosidad como la voz potente y “tabernosa” de, querámoslo o no, la cantante más célebre que ha salido de Costa Rica.

Por eso estamos en San Joaquín de Flores, para preguntarle a su gente qué recuerda de aquella muchacha y del pueblo viejo del que se fugó.

En la carreta

“Isabel me chineó a mí. Ella ya era una muchacha de 14 años que me llevaba al cafetal; claro, eso me lo contaba mamá”, relata María Digna Arguedas, de 79 años de edad. Al caminar con ella, uno siente que se entrevista con un personaje de Aquileo Echeverría.

La señora interrumpe la charla de pronto y se para a saludar así:

–Fabio, hace tanto que no te veo, creí que te habías muerto. ¿Seguís trepándote a los palos con el cuchillo para deshojar?

N’hombre, si ahora hasta me cuesta treparme en la cama.

–Si estuviera la mujer arriba no te costaría.

Son las 10 de la mañana, pero María Digna remata el chiste con unos gritos agudos, como de sabanero en luna llena. Retoma la charla y recuerda: “Isabel siempre andaba con pantalones y con la guitarra, se sentaba a cantar en los poyillos de la plaza con los amigos”.

A María Digna, como a casi todos en su generación, les tocó vivir una pobreza excesivamente grosera con los niños. Debía trabajar en las siembras y su papá la sacó de la escuela en sexto grado. Un sueño viejo de estudiar matemática o “naturaleza” quedó suspendido hasta hoy.

“El jornalero [cuyo oficio era el principal en el pueblo] ganaba muy bajos salarios y vivía mal. Comía mal, pero comía algo ['], no podía vestir bien, tampoco ‘medicinarse’ [']. A estas condiciones contribuía el proceso de concentración de la propiedad”, describen los historiadores Jaime y Katiana Murillo sobre el pueblo de los años 30, el mismo del que se fugó Isabel.

“La vida nocturna era nula”, recuerda Alcides Vargas, de 83 años. “En ese tiempo, la gente cantaba cogiendo café, eso era todo. Formalmente, fue Chavela la que nos enseñó las canciones del momento”.

Alcides trabajó desde 1970 como conserje de la Escuela de Estados Unidos de América, en el centro de San Joaquín. Hoy está pensionado, pero la institución lo sigue contratando para dar mantenimiento a los jardines. Supimos que él sería buen conversador sobre Chavela gracias a algunos recuerdos suyos que fueron recogidos por El País, de España.

“En los años 30 y 40, para encontrar un radio había que caminar 20 casas. Isabel nos traía los estrenos, los pachangueaba en la plaza. Yo soy diez años menor, pero andaba con ella por todo lado”, recuerda.

Al grito de “¡Que cante Chavela!”, se paralizaban los quehaceres nocturnos en los trapiches. Alcides accede a mostrarnos algunos de los trayectos que la cantante hacía en carreta, al sitio donde estaba el trapiche de Alejandro Pérez y de Víctor Ruiz, por ejemplo.

“Uno lo que guarda es ese sentimiento: Chavela en una carreta; le encantaba' Ella se guindaba y ahí se iba montada con la guitarra, sobre la caña”, recuerda.

Isabel se esfumó del pueblo en el año 36. Mucho tiempo después, se llegó a saber que estaba en México.

Alcides recuerda que, en la escuela del pueblo, ocurrió un evento difícil de corroborar hoy, pero cuyo encanto es demasiado tentador como para dejar de contarlo.

En 1944, Isabel habría regresado de visita en compañía de dos artistas: Maritza Alonso, una declamadora cubana que luego se convirtió en empresaria artística, y un hombre cuyo nombre Alcides no retiene. Casualmente estaba recién construida la escuela y los tres hicieron una presentación espontánea y furtiva en el nuevo edificio.

“En el público éramos poquitos, seguro que no llegábamos ni a 15 personas: solo asistimos los que estábamos de vagos en la plaza. Sin embargo, ese fue un estreno extraoficial y extraordinario del salón de actos”, recuerda.

Grata y ‘non grata’

El bar La Central parece un sitio más propicio para conversar sobre una artista que, según dicen, ya en su adolescencia le cantaba a la luna y a la noche. Los más viejos recuerdan que, ellos cuando nacieron, la cantina ya estaba ahí.

Esta noche suena el grupo Maná en los parlantes, y el cantinero, Carlos Aguilar, es un muchacho avispado de unos 30 años. Es obvio que aquí ya no hay mucha historia para ver, pero, al ser consultado sobre Chavela, Carlos comenta que a él se le ocurrió ofrecerle un homenaje tras su muerte, aunque aún no se ha animado a concretarlo.

“Decir ‘Chavela’ aquí es como mentar al diablo para mucha gente”, revela.

José Joaquín Herrera, de 83 años, dice que a él no le cayó “ni regular esa mujer”. Con Isabel nunca cruzó palabra, pero aun así dice que era “un poquito desordenada”, según recuerda por las fiestas nocturnas que atestiguó de lejos. Además, se le nota resentido cuando dice que “se expresó muy mal de nosotros”.

María Digna Arguedas, la señora que parece sacada de Concherías, hace eco de un decir en el pueblo. Ella cree que la antipatía de Isabel Vargas hacia Costa Rica nació del supuesto rechazo del presidente Rafael Ángel Calderón Guardia, a principios de los 40, quien no habría querido subsidiar su estancia como artista costarricense en México.

Las causas más divulgadas de las opiniones amargas de Chavela hacia el país y su pueblo, son una mezcla de los recuerdos de una infancia maltratada y los rechazos de la gente ante sus modales francos (desfachatez, dirán otros); la discriminación popular por su entonces insinuado lesbianismo y la falta de reconocimiento por su arte.

La vida de Isabel comenzó en Costa Rica, pero es claro que la biografía de “La Vargas” –el mito de su persona– empezó y terminó en México.

Entre sus canciones, sus tequilas y su sobriedad, volvía breve e intermitentemente al familiar cantón de Flores.

Una de aquellas ocasiones fue en abril de 1994. Chavela dio por primera vez un concierto en el Teatro Nacional y entonces se anunció que fijaría su estancia permanente en Costa Rica, lo cual no ocurrió. “Uno vuelve a los viejos sitios donde amó la vida. No a las gentes, sino a la vida. De aquí salí y por eso regreso”, habría declarado al diario La República.

En ese año, la Municipalidad de Flores la honró como Hija Predilecta del cantón en un decreto que reza: “Costa Rica es quizá el último país en darse cuenta de la importancia artística de Chavela Vargas y quizá el último en reconocerlo, siendo la nación que la vio nacer”.

Sin embargo, “La Vargas” hace tiempo había dejado de ser Isabel y cada vez regresaba a Costa Rica para sentirse aún más extranjera.

“En este pueblo yo no conozco a nadie, la gente de mi edad ya se murió, mis amigos ya se murieron todos”, diría Chavela en un texto que escribiera a dos manos junto con la periodista Karina Salguero para la revista SoHo en el 2008.

Alcides Vargas refiere que alguna vez trató de abordarla para compartir recuerdos. “Ella no me dio pelota”, dice.

Él concede que tal vez hubo gente que la trató mal, pero insiste en que seguirá recordando que, al menos en los años 30 y 40, “ella quería mucho a la gente de San Joaquín”.

En su texto para SoHo, escrito en tono de obituario, la artista dijo sobre su pueblo: “Cuando necesitaba desacelerar el paso del tiempo venía a Costa Rica, a San Joaquín, donde vive mi familia. Allí nada sucede, sola comí, leí, dormí, pensé. No hubo más que resentimiento. No fui nadie allí. No existí. Fui un ser rarísimo que no existió. Desconcertante. Se hablaba de mí sin hablar. Allí aprendí la soledad de Neruda”. Para entonces, nadie recuerda que ella devolviera un saludo por la calle.

Puestos a rebuscar, no todas las memorias son duras contra la cantante. Marjorie Víquez recuerda su infancia en la comunidad de San Lorenzo de Flores, donde Chavela vivió con sus familiares a principios de los 80. Su amistad común con la profesora Aracelli Rodríguez hizo que Marjorie, quien entonces era una niña, se sentara con Chavela en varias ocasiones durante la misa de la comunidad. Un día, la cantante le pidió que encendiera una fila de velas. Ella lo hizo y regresó a pedirle “las pesetas” a la cantante para depositarlas como ofrenda.

Marjorie recuerda un consejo iluminador: “Me dijo con mirada fija por encima de sus anteojos de pasta negra y con firme irreverencia: ‘A la Iglesia no le hacen falta mis monedas, ya tiene mucha plata. Aprendé a encender las luces siempre y a brillar con luz propia sin esperar pago a cambio’”.

Saldrá decepcionado quien se acerque a San Joaquín de Flores a encontrar sentires unánimes sobre Chavela.

En el cantón todavía hay mucho campo, y con algo de ganas uno puede imaginar el tiempo de la ruralidad completa. Su población hoy llega casi a 18.000 personas y solo una de cada diez de ellas se dedica a la agricultura. El cantón ocupa el envidiable sétimo lugar en el Atlas del Desarrollo Humano de Costa Rica.

Es un sitio muy distinto a aquel pueblo de jornaleros castigados por la injusticia, en un país sin salud, leyes laborales ni educación dignas.

En la década de los 30 faltaba casi de todo, pero hubo una muchacha que trajo brevemente el lujo de la música.

Ella se fue; después regresó, aunque nunca lo hizo realmente. Nadie volvió a ver a aquella muchacha.