El tatuador que encontró el amor en el campo de la muerte

Lale Sokolov fue el tatuador principal de Auschwitz: su ingrata misión era “marcar” a los prisioneros en el brazo. En el campo de concentración más atroz del holocausto, el eslovaco descubrió el amor.

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La historia de Lale Sokolov reposó en secreto por más de 50 años.

El eslovaco, nacido de padres judíos en 1916, decidió contar su historia hasta su octava década de vida y estando a kilómetros del continente en donde el horror lo consumió.

Lale, nacido con el nombre de Ludwig “Lale” Eisenberg, fue el tatuador de Auschwitz. En ese lugar, donde el ser humano cometió las peores atrocidades, el eslovaco conoció el amor de su vida.

La escritora Heather Morris tardó varios años en publicar El tatuador de Auschwitz, un libro que vio la luz a mediados de enero pasado en el Reino Unido.

Morris quiso proteger de las críticas a los protagonistas de esta historia y por eso esperó a que ambos fallecieron para narrar la historia de amor que se inició en el más grande campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial.

La novela, basada en hechos reales, cuenta cómo Lale ingresó a Auschwitz en abril de 1942 voluntariamente y con la esperanza de salvar a su familia, todos judíos.

Sus padres habían sido asesinados meses antes de su llegada, pero de esto se enteraría más tarde.

Horror a las puertas

“Este hombre, el tatuador del campo de concentración más infame, conservó su secreto a salvo con la equivocada creencia de que tenía algo que esconder”, le dijo Heather Morris a la BBC, quien documentó la historia de Lale durante tres años, antes de que falleciera en 2006.

Lale, ya en Melbourne, Australia, decidió contar sobre cómo le correspondía tatuar números en brazos de los prisioneros que se libraban de morir en la cámara de gas.

“El horror de sobrevivir casi tres años en un campo de concentración lo condenó a toda una vida de miedo y paranoia”, agregó Morris. “Tardé tres años en que se relajara. Tuve que ganarme su confianza y pasó un tiempo hasta que estuvo dispuesto a embarcarse en el profundo autoanálisis que esas partes de la historia necesitaba”.

Su principal miedo era ser tachado como colaborador de los nazis y quería proteger a su familia con el silencio.

Fue hasta que su esposa Gita murió que la culpa que sentía se disipó.

Prisionero 32407

A sus 26 años, los nazis llevaron a Lale al campo polaco en el que casi un millón de personas encontraron la muerte.

Cuando los alemanes llegaron a su pueblo, el joven se presentó como un joven fuerte y con buena condición, con la esperanza de salvar a su familia.

“A diferencia de sus hermanos, él no tenía empleo. En ese momento, él desconocía las monstruosidades que tenían lugar en aquel campo ubicado en el sudoeste de Polonia”, relató la BBC.

Cuando llegó, un tatuador francés llamado Pepan, le marcó con tinta el número 32407 en su brazo. Su amistad creció y Lale cuidó de él cuando se enfermó de fiebre tifoidea. Un día, Pepan desapareció.

El académico francés le había enseñado la técnica y fue así como Lale acabó por convertirse en el nuevo grabador de números en las pieles judías.

Marcas imborrables

Lale tenía facilidad para los idiomas: sabía eslovaco, alemán, ruso, francés, húngaro y un poco de polaco.

Se convirtió rápidamente en el tatuador líder: el tetovierer de Auschwitz.

Le dieron una bolsa con suministros para tatuar y ahora formaba parte de el departamento político de la SS. Un oficial lo vigilaba y eso parecía darle protección: Lale estaba un poco más lejos de la muerte que el resto de presos.

“Comía en un edificio de la administración. Le daban raciones de comida extra. Dormía en una habitación individual. Cuando terminaba su trabajo, o cuando no había más prisioneros que tatuar, se le daba tiempo libre”, contó la BBC.

“Nunca jamás se vio a sí mismo como un colaborador”, continuó Morris. Aunque su miedo era justificado: después de la guerra, prisioneros que trabajaban para la SS eran percibidos como cómplices y colaboradores del campo de la muerte. “Hizo lo que hizo para sobrevivir. Decía que no le habían dado a elegir entre este u otro trabajo. Que aceptabas lo que se te daba. Lo tomabas y dabas las gracias porque significaba que podrías despertar a la mañana siguiente”.

Sin embargo, la amenaza de muerte siempre lo persiguió. “(Josef) Mengele, en concreto, era alguien a quien veía frecuentemente, ya que elegía a sus ‘pacientes’ de entre los recién llegados, enviándolos a donde Lale”, relató Morris. “Muchas veces, mientras silbaba una canción, se acercaba a Lale y le aterrorizaba diciéndole: ‘Un día, tetovierer, te llevaré a ti, algún día’”.

Tinta y amor

Lale tatuó a cientos de miles de prisioneros con la ayuda de asistentes. La técnica que utilizaban en un principio para marcar uno de los signos más reconocibles del Holocausto, era mediante un sello de metal.

El método no era eficiente y la SS introdujo el dispositivo de doble aguja: con este, prisioneros de Auschwitz y sus subcampos, Birkenau y Monowitz, fueron tatuados.

“Era una de tantas cosas humillantes y sin humanidad que sucedían al llegar al campo de prisioneros”, le dijo a la BBC Piotr Setkiewicz, jefe del centro de investigación en el museo estatal de Auschwitz-Birkenau. “Para empezar, era doloroso; y en segundo lugar, entendían que estaban perdiendo sus nombres. A partir de este momento, los presos no usaban oficialmente sus nombres. Tenían que usar sus números”.

Fue en julio de 1942 cuando le tocó tatuar las cinco cifras que le cambiaron la vida: 34902. El brazo delgado de una joven estaba frente a él y Pepan le da la orden de obedecer.

La joven tenía algo diferente que lo marcó.

Años después, Lale le contó a Morris la verdad: fue en ese momento, mientras impregnaba con tinta esos números en su brazo izquierdo, que se enamoró de ella.

Su nombre era Gita Fuhrmannoba y era prisionera del campo de mujeres, Birkenau.

Con ayuda del guarda de la SS, Lale comenzó a enviarle cartas de forma secreta.

Comenzó a cuidarla, a darle raciones extra de comida e incluso logró que la pusieran en un mejor cargo.

Gita encontró esperanza.

“Tenía sus dudas, dudas muy fuertes”, contó Morris. “Ella no veía futuro. Él, en el fondo, siempre supo que iba a sobrevivir. No sabía cómo, pero era la idea de ser un sobreviviente. Sobrevivir por suerte, por estar en el lugar correcto en el momento oportuno y aprovechar las oportunidades que vio”.

Un rumbo inesperado

En 1945, los nazis comenzarona liberar prisioneros antes de que llegaran los rusos y Gita fue una de las elegidas.

Tiempo después, él también quedó en libertad y volvió a su ciudad natal, Krompachy, en Checoslovaquia, donde se reunió con su hermana, y el resto de la familia que sobrevivió.

Lale solo sabía el nombre de Gira. Nada más.

Quería encontrarla y viajó a Bratislava, el punto de entrada para muchos sobrevivientes que regresaban a su hogar en Checoslovaquia y esperó en la estación de trenes durante semanas. Uno de los jefes de la estación le recomendó que fuera a la Cruz Roja.

De camino, una joven se detuvo en la calle frente a su carruaje. El par de ojos brillantes le eran conocidos: era Gita.

La pareja contrajo matrimonio en octubre de 1945 y cambió su apellido a Sokolov para integrarse mejor en una Checoslovaquia controlada por los soviéticos.

“Lale abrió una tienda de textiles que funcionó bien durante un tiempo”, relató la BBC. “Estuvieron recolectando y enviando dinero fuera del país para apoyar el movimiento en favor de un Estado israelí. Cuando el gobierno lo descubrió, Lale fue encarcelado y su negocio fue nacionalizado”.

Durante un permiso de fin de semana, Lale y Gita lograron escapar y dejaron el país.

Viajaron a Viena, luego a París y finalmente a Sidney, donde una pareja de Melbourne los convenció de iniciar una nueva vida ahí.

Lale abrió un negocio textil, Gita comenzó a diseñar vestidos y en 1961 tuvieron un hijo: Gary.

Solo sus amigos más cercanos conocían su historia, pero ni su propio hijo se había enterado de los horrores que vivieron sus padres hasta años más tarde.

“Conocí a varios de sus amigos que enseguida me decían: ‘¿Sabes que Gita y él se conocieron en Auschwitz? ¿Quién se enamora en un campo de concentración?’”, expresó la escritora australiana. “Yo no encontré la idea, la idea me encontró a mí”.

Gary quería que alguien contara la historia y encontró a Morris, quien no era judía, lo que hizo que Lale (de 87 años) se abriera a relatar su vida.

“Le pregunté directamente por esto. Para él era importante que yo no tuviera antecedentes ni ideas preconcebidas. Quizá buscaba alguien que fuera ingenuo, y que escucharía y aceptaría su historia tal y como él la iba a contar”, recuerda Morris. “Para él, todo se reducía a mirar los ojos de aquella chica de 18 años”.

Morris coordinó un grupo de investigadores fuera del país que encontraron documentos para verificar que lo que el anciano decía era cierto. Entre los datos, descubrieron que los padres de Lale habían sido asesinados un mes antes de que él llegara a Auschwitz. Lale murió antes de saberlo.

El presidente de la organización de recuerdo del Holocausto March of the Living Australia, Cedric Geffen, aseguró su fascinación por la historia del hombre.

“No había pensado mucho en quién era el tatuador y en si eran prisioneros o no a quienes los nazis obligaban a hacer esta tarea”, dice mientras indica Geffen. Para él, contar sobre la vida del tatuador ayuda a que las generaciones más jóvenes forjen conexiones con la historia.

“Se traduce en emociones y experiencias tangibles que indudablemente acompañaron a todas y cada una de las personas que pasaron por este período, la mayoría de las cuales no vivieron para contarlo”, agregó.

“Es importante contar esta historia porque humaniza un papel en el que muy pocas personas piensan cuando se habla sobre esta horrible etapa. ¿Quién fue la persona encargada de llevar a cabo estas horrendas degradaciones físicas? ¿Por qué lo hacía? ¿Cómo era su vida? ¿Qué le sucedió?”.