El sabanero centenario de la Zona Azul

No sentirse viejo, continuar trabajando en lo que se ama, ayudar a quienes lo necesitan y rodearse de gente querida, son algunos de los secretos de don Ramiro para la longevidad y una vida feliz

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Todavía no es mediodía en Oriente de Santa Cruz y el calor guanacasteco ya se deja sentir. Sin embargo, una brisa suave, esa típica del verano en la pampa, mueve las eólicas enclavadas en una colina vecina y mece las flores amarillas de la caña fístula, que se ve por doquier florecido entre patios y potreros.

Entre las calles polvorientas se escucha el trote de un caballo, se llama Paquete, es brioso, de un café chocolate brillante y con una crin oscura bien recortada. Va montado por su dueño, Ramiro Guadamuz Chavarría, un sabanero de cepa que el 13 de agosto del 2021 cumplió los cien años.

Quién lo diría, viéndolo cabalgar tan erguido con su camisa celeste de cuadros, cinturón con medallón, mezclilla y sombrero blanco. Es de tez morena, enjuto, con barba y bigote canosos y bien cuidados. Porta unos elegantes lentes cuadrados detrás de los cuales se ocultan unos ojos vivaces.

Pero es que llegar a los 100 años, además con tanta vida y salud, no es algo tan raro en cantones como Nicoya y Santa Cruz.

En esta zona de Costa Rica, al igual que sucede en otros cuatro sitios del mundo, la gente no solo es longeva, sino que también vive feliz. Se llaman Zonas Azules e integran esta selecta lista la comunidad adventista de Loma Linda en California y las islas de Okinawa, en Japón; Icaria, en Grecia; y Cerdeña, en Italia. Todas son culturas muy distintas, pero mantienen elementos comunes como el tipo de dieta y la forma de vida.

Decidí, entonces, rebuscar entre las vivencias y anécdotas de don Ramiro las claves de una vida larga y feliz.

Cuando me encontré con él no lo conocía, solo sabía que vivía frente a la pulpería del barrio, pero al verlo montado a caballo no tuve duda. Iba rumbo a la finca de su hija a darles de comer a las reses y me invitó a acompañarlo.

Me contó sobre su vida mientras hacía eso que más ama en el mundo, trabajar con el ganado.

Don Ramiro nació en el poblado de Talolinga de Nicoya, en 1921, cuando Guanacaste estaba aún cubierto de bosques y abundaban animales como tepezcuintles, saínos y venados. No había carros ni bicicletas y la gente se alumbraba con candelas y más tarde con lámparas de carburo; esas que también iluminaban los bailes nocturnos que se organizaban en casas grandes y a los cuales se llegaba a pie o a caballo.

Este último era el único medio de transporte, por lo que no es de extrañar que don Ramiro aprendiera a montar desde los cuatro años, lo mismo que a ordeñar. Tampoco había corrales porque de todas formas nadie se robaba nada, según dice. “Antes la gente era de verdad, ahora son desechables”, señala con un absoluto convencimiento.

Don Ramiro solo llegó al tercer grado de escuela, pero tiene una sabiduría que solo dan los años y que viene acompañada por esa paz que da una vida bien vivida. Dice que tuvo varios hermanos, pero se crió con su abuela paterna, a la que acompañó hasta su muerte. También se casó, tuvo siete hijos y hoy cuenta también con 14 nietos y 7 bisnietos.

Dice que tuvo suerte porque se encontró con una mujer inteligente y trabajadora, doña Sally Guevara Villafuerte, con la que se decidió a contraer matrimonio luego de que tuvieron hijos porque “ya iba a la segura”. Ella falleció hace pocos años, cuando ya había sobrepasado los 90, pero su imagen continúa presente en las fotos de antaño que aún cuelgan de las paredes blancas de madera, entre jícaras y machetes.

Ganadero de cepa

Don Ramiro trabajó como jornalero y agricultor y tuvo varios patronos que lo querían mucho por dedicado, pero dice que siempre le pidió a Dios tener terreno propio y ganado y se lo concedió.

Don Ramiro sigue trabajando porque “el trabajo es alimento” y lo ha hecho desde pequeño: antes de irse para la escuela, tenía que dejar ordeñada una vaca. Tiempos impensables hoy.

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Señala que de su abuela heredó unos terrenitos y también se fue haciendo de otros con el paso del tiempo. Hoy cuenta con 50 hectáreas en total, varias reses y caballos con nombres tan particulares como Copa Llena, Mala Cara y Café Amargo.

En sus años mozos sorteaba y domaba ganado bravo, ese llamado cimarrón, faena que realizaba con amigos, otro de sus grandes tesoros. Era una tarea de grupo, se metían en el monte y dejaban inmovilizado al animal. Cuenta que una vez llegaron por la bestia al día siguiente y solo encontraron el mecate porque un jaguar se la había comido.

No por casualidad, a don Ramiro le dieron un reconocimiento en el Tope Típico Nacional de Santa Cruz por su destacada trayectoria de sabanero. Todavía se ve la maestría con la que maneja la cuerda de manila al trabajar con las reses, manteniendo siempre un singular porte y gran temple.

Don Ramiro dice que no se siente viejo, ese es uno de sus grandes secretos, así como también el estar rodeado de gente querida como su familia. Sigue trabajando porque “el trabajo es alimento” y lo ha hecho desde pequeño porque antes de irse para la escuela tenía que dejar ordeñada una vaca.

Comer bien pero poco, es un gran consejo que da. Lo tradicional es arroz, frijoles y poca carne, le gusta mucho el arroz con huevo y el café, que no puede faltar todos los días.

Don Ramiro cuenta que ya ha soñado con su funeral y que la plaza y las calles del barrio estarán llenas de caballistas que vendrán a despedirlo. Habrá música alegre y su familia sabe que tiene que prepararse con buena comilona para atender a mucha gente.

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No duda, tampoco, en ayudar a las personas siempre que se pueda porque eso da satisfacción, como sucedía antes, que los vecinos compartían de lo que tenían. También recomienda ser buena gente y ponerle cariño a todo lo que hace. Esto me lo contó mientras nos sentábamos en las mecedoras del solar de su casa, junto al horno de barro rodeado de plantas, donde su esposa hacía rosquillas y tanelas.

Al final me confesó que ya soñó con su funeral y que la plaza y las calles del barrio estarán llenas de caballistas que vendrán a despedirlo. Habrá música alegre y su familia sabe que tiene que prepararse con buena comilona para atender a mucha gente. Esa es parte de la educación que les ha inculcado; esa que, señala con orgullo, no se aprende en la escuela, sino en la familia.

No dudo que así será su despedida y tampoco pude evitar pensar que este sabanero santacruceño ha logrado con creces lo de “seré siempre feliz” con “esa suerte tan bonita que pa mí tendrá que ser”, de la famosa canción Caña Dulce. Ya don Ramiro la encontró en una vida sencilla y plena.