El pequeño país de los largos viajes

A los viajantes del centro del país se les va la vida atorados en el tráfico. Una hora de viaje es rutina en la GAM, pero hay casos exagerados, los de los “viajantes extremos”.

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¿Qué haría usted con un día y medio de vacaciones adicionales por mes? Allan Fonseca no se ganó ese privilegio, sino que acaba de abandonarlo. Él pasó su residencia de San Pedro de Montes de Oca, a San Isidro de Heredia, adonde se fue a vivir con su esposa. Con ello, aumentó el tiempo de viaje a su trabajo –en Desamparados– en una hora y 45 minutos diarios. En comparación con el 2013, para cuando termine el año, el carro de Allan le habrá robado 16 días a su 2014.

Él tiene 29 años y es encargado de Mercadeo para la ferretería y depósito de materiales El Lagar. Cuando analizó junto su esposa la posibilidad de buscar un nuevo domicilio en un lugar más alejado, no fue algo decidido a la ligera. El haber construido más cerca de su trabajo les habría exigido un desembolso mucho mayor por el terreno. Además, la tranquilidad que ambos tienen en San Isidro no se parece a la bullanga de una ciudad que les parece superpoblada.

Su caso no es único y, más bien, se parece cada vez más a las decisiones que muchos residentes en la Gran Área Metropolitana toman o se ven obligados a tomar frecuentemente. Por la gran área urbana central circula gente que, en casos extremos, debe invertir tres, cuatro y cinco horas muertas al día para trasladarse. La salud emocional, la física, la económica y la ambiental sufren por estos ires y venires tan demorados. También sufren las familias.

¿Qué es la vida? La vida es eso que pasa mientras estamos atorados en el cruce de la Pozuelo.

Extremos

En el Reino Unido y en Estados Unidos, se ha acuñado el término de “ viajeros extremos ” ( extreme commuters ) para referirse a las personas que dedican tres horas al día o más en el viaje de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Un estadounidense que, por ejemplo, apenas cumpla con la cuota para entrar en esta categoría de viajante puede recorrer una distancia de 140 kilómetros diarios.

En Costa Rica, un viajero puede durar esa misma cantidad de tiempo para recorrer menos de la mitad de aquel trayecto.

Jenny Monge tiene 36 años y desde hace 12 es asistente administrativa en la Universidad Nacional, en Heredia. El suyo es uno de los rostros que ilustra la crónica fotográfica que acompaña este reportaje y, para la jornada retratada, tardó cinco horas en total para recorrer los 37 kilómetros que dividen, de ida y de vuelta, su trabajo de su vivienda, en San Gabriel de Aserrí.

Jenny sale de casa a las 5:30 de la mañana, y en el trayecto la esperan dos buses y una caminata de 15 minutos a medio camino. Al regreso puede tomar el tren, pero la congestión en carretera es más grosera en el sentido inverso, y hace que el bus ruede con demasiada paciencia. En un buen día, puede tardar dos horas; en uno pésimo –como el de la crónica fotográfica– puede volver a su hogar tres horas después de haber salido del trabajo.

Ella dice que ya está acostumbrada, que ha hecho este viaje agotador casi toda su vida adulta desde que empezó a estudiar en la universidad. La parte difícil viene por sus afectos: por Fiorella, su hija de 7 años y que, en este inicio de clases, acaba de empezar segundo grado.

“(El tiempo que tardo) significa un sacrificio para ella, porque tiene que mantenerse despierta. Yo cuento con el apoyo de mis papás, que me ayudan; pero hay cosas que ellos no pueden hacer: hay tareas escolares que son para los papás y para los hijos, y eso significa que tenemos que quedarnos hasta tarde haciéndolas”, cuenta.

Los sábados y los domingos nunca son tan brillantes e intensivos como lo son en la casa de Jenny: “Tenemos que usar ese tiempo, un poco para distraernos y otro para las obligaciones”.

La socióloga Wendy Molina recalca situaciones que son evidentes para Jenny: que los tiempos alargados en el desplazamiento atentan contra la calidad de vida y la convivencia familiar. Molina es funcionaria del área de Ordenamiento Territorial en el Ministerio de Vivienda y fue la encargada de la sección social del proyecto Planificación Regional Urbana de la Gran Área Metropolitana (Prugam).

La socióloga apunta a que los tiempos de viaje demorados tienen un peso especial en las mujeres, quienes deben sumar esta carga a las que habitualmente se ven obligadas a asumir en cuanto al cuido de los hijos.

Cuatro horas

Cuando habla de su hija y de sus viajes, Claudio Argüello dice –con un humor negro y triste– que él ha llegado conocer a Nicole, de tres años, más dormida que despierta. Él sale de su casa en Calle Vargas, de Tambor de Alajuela, a las 5 a. m., y regresa a las 7:30 u 8 p. m., cuando a veces la niña ya está dormida. ¿Cómo lidia con ello?

“Mucho es costumbre”, dice Claudio, “lastimosamente, uno a todo se acostumbra”. Melissa Jiménez, su esposa, es educadora de enseñanza especial, aunque en este momento no tiene trabajo en su especialidad. Ella cuenta que el empleo de Claudio como perito en arreglos de carrocería en Romero Fournier, en La Uruca, es un buen trabajo, y que su esposo lo disfruta. Ella también apela a la fuerza de la costumbre para lidiar con la situación. Recientemente se frustró un plan de la pareja de construir en Heredia, y ya decidieron que harán su casa propia en Tambor, por lo que los viajes de Claudio son una perspectiva a largo plazo. Son cuatro horas diarias para recorrer unos 47 kilómetros en total.

Vivir en esta comunidad les permite tener a la familia de Melissa cerca, lo cual facilita las cosas para el cuido de Nicole. Esto también hace que la niña pueda crecer en un ambiente que cada vez es más raro para la niñez costarricense de la Gran Área Metropolitana (GAM): aire fresco, árboles de mango, mandarina y limón, y mucha zona verde donde correr.

Claudio sueña con dedicarse a la música en un futuro –actualmente toca guitarra en una iglesia, y está estudiando para especializarse en bajo–. Él espera que la música le abra puertas en el futuro para dedicarse “a lo propio”, aunque, entre sus planes más cercanos, menciona su anhelo de comprarse un carro, lo cual acortaría sensiblemente su tiempo de viaje.

Los urbanistas apuntan a que el crecimiento de la flota vehicular, en detrimento del transporte público, hace que personas como Claudio tarden más de lo que debieran en regresar a casa. En corto, la solución que vislumbra Claudio para su problema particular le agregaría más leña al fuego del problema general.

Vía llena

Jenny y Claudio son casos hiperbólicos, exageraciones de lo que vivimos los habitantes del centro del país. Para entender el problema de por qué a la gente de la GAM se le va la vida viajando, es útil ver algunos números, al menos los disponibles.

La GAM ocupa solo el 3,8% del territorio nacional, y sin embargo concentra el 52,7% de la población del país (2.268.248 personas según el último censo nacional). Asimismo, el uso de transporte público era de 70% en el 2000. Para el 2007 había bajado al 54%, según el último dato disponible del Prugam. No hay elementos que hagan suponer que esta tendencia se ha revertido en los últimos siete años.

En resumen, en este lapso, los sistemas de transporte público han cambiado poco, la infraestructura vial no ha mejorado gran cosa y, sobre todo, los ticos seguimos llenando las calles con más carros.

“Hay más política pública que favorece la venta de automóviles que el mejoramiento del sistema de transporte público o la ampliación de carreteras”, opina Eduardo Brenes, urbanista y exdirector del extinto Prugam, proyecto que es el ADN del vigente Plan GAM 2013-2030. Para Brenes, es especialmente preocupante que, durante la campaña electoral no se haya hablado a fondo sobre este problema, que va de la mano con los problemas de desigualdad social y calidad de vida de los habitantes de la GAM.

Irene es una tecnóloga de alimentos que debió sufrir las consecuencias de una red vial tortuosa cuando ella y su esposo construyeron casa en Tres Ríos y ella debía seguir viajando a su trabajo en Lagunilla, de Heredia. En distancia, el cambio solo supuso un aumento de unos cuatro kilómetros a su recorrido desde su residencia anterior, en Coronado, pero “las horas rueda” sí hicieron mella en la rutina de viaje de Irene. Con el tiempo, y dependiendo de la fiereza de la presa, empezó a sumar minutos a su manejada: una hora, hora y media..., dos horas.

“Empecé a llegar a la casa muy estresada, con dolor de cabeza; y mi esposo empezó a ver que yo estaba desesperada”, cuenta Irene.

Entonces la pareja decidió buscar un punto medio, pusieron en alquiler su casa en Tres Ríos y empezaron a alquilar para vivir en La Uruca. Ahora, Irene respira aliviada: tarda unos 15 minutos por la mañana y, en la tarde, hace un recorrido de poco más de media hora.

Esta fue la solución familiar que encontraron Irene y su esposo para solventar sus agobios con el tránsito, aunque una decisión drástica como cambiar de vivienda no está al alcance de la mayoría.

Para el urbanista Eduardo Brenes, la solución debe llegar por parte del Estado, y viene aparejada con un gran acuerdo nacional liderado por el Consejo Nacional de Planificación Urbana. La receta, de lectura fácil pero de ardua ejecución, debe involucrar por un lado el incentivo al transporte público, que incluya un sistema sectorizado de autobuses complementado por un circuito completo de tren interurbano. Por el otro, implica la creación de conexiones estratégicas entre carreteras para evitar que los automóviles entren a las ciudades.

Este proyecto está en el Plan GAM 2013-2030. Su ejecución está en manos de los próximos cuatro gobiernos, cualquiera que sea su bandera. A la iniciativa también le espera un largo tránsito.

El costo de la presa

Una mañana, Tiziana Cartín estaba llegando a su trabajo cuando la llamaron de la escuela de su hija: la niña estaba vomitando. Después de más de una hora de manejar desde Tres Ríos hasta San Antonio de Belén, Tiziana debió hacer el camino de vuelta y, al estrés de la manejada se le sumó la impotencia por no poder llegar pronto al lado de su hija. Esa noche, empezó a conversar con su esposo sobre la posibilidad de pasar su residencia al oeste del área metropolitana. El cambio se hizo, y esto le ha hecho ganar tranquilidad a la familia, pero también un ahorro en tiempo y en gasolina.

Según cálculos que dio a conocer del Ministerio de Vivienda , en la GAM se pierden unos ¢170.000 millones anuales en combustible y en tiempo, así como ¢12.000 millones por contaminación.

La socióloga Wendy Molina señala que, además, un sistema ineficiente de transporte en una ciudad remarca las brechas sociales. Las zonas más pobres y periféricas son las que habitualmente tienen un menor acceso a la movilidad, pues el transporte público es menos frecuente y termina siendo más caro por la necesidad de hacer varios trasbordos.

“En nuestros estudios determinamos que una persona que viva en las periferias de la ciudad puede destinar hasta un 30% de su ingreso a entrar a la ciudad”, ejemplifica la socióloga.

Allan Fonseca, el mercadólogo que pasó su residencia de San Pedro a San Isidro de Heredia, tiene poco más de una semana de haberse pasado a su nueva casa. Dice que por ahora mantienen la ilusión de estar estrenando, y confía en que se acostumbrará a los viajes.

Al igual que él, para muchos las soluciones vienen en forma de resignación; pero no debe ser así.

Una ciudad que nos quiera un poco más le regalaría más tiempo a la secretaria Jenny para estar con su hija, y al perito Claudio para estar con su familia; le regalaría más tiempo a Allan para estar con su esposa.

¿Qué haría usted con un día y medio de vacaciones adicionales por mes?