El mundo de Kapirucho

Jesús Meléndez (Kapirucho), huyó de la guerra civil de El Salvador a sus 21 años. Casi cuatro décadas después, el enérgico payaso y zapatero recoge los frutos de un oficio al que llegó por casualidad.

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“Este es mi mundo… este es mi mundo”. Kapirucho lo repite para asegurarse de que no quede duda alguna de que así es… y en efecto, no queda. “Aquí es donde todo se transforma. Todo lo que se necesita para hacer zapatos, aquí está”.

Su mundo, es decir, su pequeño taller lleno de polvo y color, ocupa el lugar más importante de su hogar: la parte trasera de su casa. A este, su oasis, le ha dedicado tantas horas que ya perdió la cuenta. Es su cómplice, su confidente y su laboratorio, y así lo trata.

Entre máquinas de coser, cueros de colores, cordones y todos los instrumentos con los que crea magia, resalta una frase–recordatorio escrita sobre un papel blanco: ‘Fuerza maravillosa del amor, avivad mis fuegos sagrados para que mi conciencia despierte’.

Más tarde me lo explica y todo tiene sentido. La forma en que Kapirucho ve la vida nada tiene que ver con la convencional. Poco necesita y con poco le basta para ser feliz. “La gente no tiene tiempo para dedicarle a los demás, y aunque no lo crea, usted y yo somos familia”, me dice convencido. “Todos somos familia. La raza humana es una sola, no son varias. Pero la gente no lo ve así. Solo despertando la conciencia podemos verlo, pero hay gente que te tilda hasta de idiota porque lo ves así”.

Jesús Meléndez Sánchez, payaso y zapatero de 57 años, llegó al país hace 36: cuando su álter ego –Kapirucho– no existía, cuando de zapatos no sabía nada y las payasadas solo las había visto en el circo.

La cabeza de ese joven salvadoreño que aspiraba ser ingeniero mecánico nunca imaginó que terminaría confeccionando los zapatos de los payasos más reconocidos de Costa Rica y que él mismo se pondría una nariz roja para ganarse la vida.

Una tarde con Kapirucho en la sala de su casa, ubicada en Desamparados, es un monólogo de recuerdos y anécdotas que desbordan sabiduría pura. Como si fuera un libro de superación, su historia también tiene capítulos teñidos de gris.

Tenía 21 años cuando su mamá lo sacó de El Salvador, huyendo de la guerra civil que los golpeó en la década de los ochenta. “En ese momento, el país estaba muy convulso y yo era estudiante y trabajador. Tenía barba y el pelo lo usaba grandísimo. Ser joven, estudiante, barbudo y peludo en El Salvador en ese momento era un atentado”, dice ahora sonriente.

Los colochos los mantiene, así como su “hiperactividad”. De 57 años no se siente: de ese chiquillo que llegó a San José en busca de un techo y trabajo todavía queda mucho.

Su intención nunca fue quedarse por tantos años. “Mi mamá me dijo: ‘salga del país y una vez que pase esto, se regresa’”, recuerda Kapi, como le llaman todos sus conocidos. Hoy, casi cuatro décadas después, me cuenta que ya es tico. Le dieron su cédula hace unos meses.

—¿Sintió peligro en El Salvador?

—Ah, claro. Yo estaba al frente de mi casa una noche y me encañonaron. Me agarró el ‘Escuadrón de la muerte’ y me dejaron un mensaje para otra persona que sí era guerrillero. Me preguntaron si conocía a una gente y yo dije que sí. Me dijeron: ‘les vamos a dejar un mensaje con vos: que se vayan del barrio y si no hacen caso, les vamos a venir a dinamitar la casa’. El ‘Escuadrón de la muerte’ supuestamente andaba matando a delincuentes y prostitutas. Era como para limpiar. Por cosas de la vida me dejaron vivir, pero a mi mamá le dio miedo eso. Como a los dos meses me mandó para acá.

—¿Por qué lo enviaron solo, sin sus hermanos?

—Usted sabe que en todas las familias dictan a alguien como la oveja negra y yo era muy tremendo. Tenía ideas revolucionarias. Cuando uno está joven quiere revolucionar el mundo… a mi me pasó eso.

Su revolución la haría años más tarde, pero una muy diferente a la que planeó.

Crear zapatos

Cuando llegó, el único contacto que tenía era de ‘El Pollo’, un amigo salvadoreño que al igual que él, era soldador. Pidió trabajo en el taller en el que trabajaba su amigo y otros tres empleados salvadoreños.

“El dueño me dijo: ‘de estos carajos ninguno sabe soldar’. Todos dicen que saben pero ninguno sabe. ‘Te voy a hacer la prueba porque ya no quiero más ‘paquetes’’”, recuerda. Le hicieron la prueba y la pasó sin esfuerzo. Soldar era lo suyo… o al menos así lo creía.

“Nos fuimos a vivir todos a Barrio Cuba. Vivíamos los cinco en un cuarto”, relata Kapi. “Esta es una de las historias que no me gusta mucho contar porque fue muy cruel. La señora sacó como a 10 perros de un cuarto para que durmiéramos, pero no sacó las pulgas. Era una nube de pulgas que nos brincaban encima... pero eso era lo que había. Cuatro dormíamos en una cama y uno en la hamaca. Una semana duré viviendo ahí con ellos”.

Tres meses después se topó al culpable de todo: Omar Cascante, un amigo suyo de El Salvador que venía llegando a San José. Iba a pedir trabajo en una zapatería en Cristo Rey y él se ofreció como guía. “Él sí era un excelente zapatero”, dice.

“La señora dijo: ‘uy, qué dicha que me llegaron dos zapateros, pasen’. Nos enseñó un camarote para que durmiéramos los dos. No me dio ni tiempo de decirle que yo no era zapatero, que solo mi compañero”.

Al día siguiente aclararon las cosas, pero la señora insistió. Podía aprender de Omar y quedarse trabajando ahí. Se quedó formándose en zapatería durante nueve meses, lapso que le tomó enamorarse de esta nueva ocupación.

“Esto de los zapatos es... ¿Cómo ve usted lo de periodismo?”, me pregunta.

—¿Cómo lo veo en qué sentido?

—Usted trabaja en esto, pero ¿por qué?

—Es una gran pregunta.

—¿Verdad? Me imagino que porque le llena. Ahora se habla mucho de la pasión. Aunque sea la mejor carrera del mundo, si no hay pasión, usted no la disfruta. Este amigo que me enseñó la zapatería fue lo primero que me dijo. ‘Primero ve todo lo que yo hago, y una vez que vos hayás visto, te voy a hacer una pregunta’, me dijo. Toda una semana me tuvo viéndolo y yo sin poder tocar nada. Cuando llegó el fin de semana me dio 50 pesos y me preguntó: ‘¿Te gusta la zapatería?’. ‘Sí’, le dije.

Aunque los zapatos artesanales tienen un precio más caro que los zapatos chinos, o como Kapi les llama, ‘los zapatos basura’, ahora hay más clientes. “Hay más gente que se han convencido que los zapatos de cuero son mejores que los otros”.

Kapirucho tiene una crítica y me la hace saber. “Ya nadie quiere estudiar zapatería. Es una gran carrera en Europa y aquí nosotros no (la valoramos). Lo digo porque a través de los zapatos que yo fabrico me he podido realizar como persona. Los chiquillos ya no quieren aprender eso. Lo que ha pasado conmigo con los zapatos me ha humanizado más”.

Calzado colorido

Los zapatos de payaso llegaron después. Pirulo, payaso y hermano mayor de la agrupación de Los Pirulos, lo puso a prueba. Le pidió el primer par de zapatos de payaso que había hecho.

“Cuando ya lo terminé se lo llevé y me dice: ‘mae, visiblemente pasó la prueba’. Se los puso y me dice: ‘¿Le digo la verdad? Están mejores que los que yo mando a traer de El Salvador’”.

Rápidamente se corrió la voz y los clientes más payasos lo empezaron a buscar. Hasta en el extranjero empezó a acumular compradores. Naturalmente, se convirtió en su especialidad.

—Uno se vuelve obsesivo con los zapatos. Me imagino que usted debe agarrar un periódico y decir: ‘esta cosa no está bien redactada, la noticia esa está mal editada’. ¿Me explico? Pues yo igual. Veo a una mujer y lo primero que le veo son los zapatos. ¡Viera qué increíble! Los zapatos dicen mucho de la persona.

—¿Qué dicen mis zapatos de mí?

—(Risas) Vio que interesante. Una señora señora no va a usar ese tipo de zapatos. Yo puedo decirle un montón de cosas. Depende del color, cómo los ande de limpios. Una vez una señora me preguntó eso mismo que me preguntó usted. Yo le dije: ‘yo creo que esos zapatos no son suyos’. Se puso de todos colores. Me dijo: ‘tiene razón, no son míos’. Pero es que no sabía caminar con tacones.

Tocar fondo

El primer año que Kapirucho llegó a Costa Rica conoció una tica: ahora su ex esposa y madre de sus tres hijos. Con ella mantuvo una relación de 22 años que, según cuenta, lo exprimió.

Junto a los zapatos de payaso, germinó el deseo de convertirse en uno. De niño, lo único que le gustaba de visitar el circo era ir a reírse de las ocurrencias de los graciosos cómicos con narices rojas y zapatos grandes. Su amor por la payasería lo compartió con su expareja y juntos crearon sus personajes.

A sus clientes les rogaba tutorías a cambio de zapatos. Fue así nació como nació Kapirucho, un personaje siempre hambriento y vagabundo.

—Yo consumí drogas tamaño pocos años de mi vida. Cuando dejé de consumir, mi esposa mi dijo: ‘ya no me gusta este, me gustaba el que consumía drogas’, y yo ya no quería eso. Éramos una pareja excelente de payasos, pero como persona quería mandarme y ya ahí se vino el asunto abajo. En ese momento, cuando yo empecé a separarme de ella fue que empezaron los zapatos… y yo me sumergí.

—¿Se enfocó en eso?

—¿Cuál enfocado? ¡Sumergido todo al 100%! Tanto así que mi hijo menor viene y se sienta aquí y me dice: ‘mae, no hay duda de que usted hizo esta casa. No ve los muebles, no ve la mesa’. Todo esto lo he hecho yo. Yo soy así, hiperactivo y me gusta hacerme las cosas yo mismo.

Después de 25 años de consumir drogas, Kapirucho se aburrió y volvió a nacer. Una vez limpio, regresó la nostalgia de haberse alejado de uno de los tesoros más valiosos que dejó en su tierra natal: su mamá.

Aunque falleció hace ocho años, uno de los golpes más duros que ha recibido estando aquí, pudo ir a visitarla varias veces antes de que la leucemia se la llevara.

“Cuando yo vi el cuerpo de mi mamá ahí en el ataúd, no pude llorar. No me salía. ¿Qué iba a hacer? Diay, si no me sale, no me sale”, recuerda el zapatero. “Yo decía: ‘pucha, ojalá que llore, porque sino la gente va a creer que yo no estoy sintiendo nada’. Porque la gente es bien rara. La gente para decir que vos estás triste o que te está doliendo, tenés que llorar. Es como un código. ¿O no?”.

Aunque estaba dolido, Kapi asegura que no estaba destrozado. Más bien le pedía a Dios que se la llevara... que ya, por favor, dejara de sufrir.

“Tenía que llegar a su fin. Yo veo la vida algo así. Yo no veo la vida muy fatalista”, me dice más tarde. “Después de esa tragedia de mi vida: haber durado 25 años consumiendo drogas, y ahora tener casi la misma cantidad de años de no consumir, pienso que la vida es preciosa. Las drogas no dan un disfrute, y si lo dan, es momentáneo. No te acerca a la realidad: la realidad la tenemos aquí adentro. Cuando empezamos a entender realmente el verdadero sentido de la vida… juepucha. Es preciosa, la vida es preciosa”.