El mantel, el estudio y el estado coloidal

Algo parecido a la clara del huevo estaba a punto de estropear mis notas

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El estado coloidal me hizo llorar mucho. Era mi tarea de ciencias, algo parecido a la clara del huevo y estaba a punto de estropear mis notas. Entre una vieja enciclopedia Sopena de 1936, con una tan escueta como incomprensible definición de dicho estado; una enciclopedia científica en inglés (idioma que ignoraba), herencia pre mórtem de un disparatado tío de los Estados Unidos; y una abuela cuya familiaridad con el estado coloidal se reducía a los huevos enanos que ponían sus gallinas jardineras –papá y mamá llegaban tarde del trabajo–, el estado coloidal estaba corroyendo mi fe en la utilidad de los estudios. Para qué demonios me iba a servir saber sobre una cosa que no era ni líquida, ni sólida, ni gaseosa, que cruda era un asco y que mejor comérsela frita.

Y lloraba.

Empiezan las clases y deseo compartir con los jóvenes algunas conclusiones a las que he llegado tres décadas y media más tarde: el español me sirvió para estructurar mi pensamiento. Poder expresar correctamente algo me da la seguridad de saberlo. (Si no puedo decirlo, es porque en realidad no lo sé). Fue la plataforma que me permitió aprender otros idiomas, como el inglés. Hablar inglés me sirvió para hablar con paquistaníes, para conseguir trabajo en alguna filmación, para ablandar a agentes migratorios. La historia me enseñó de dónde viene todo aquello que tengo: lo que gozo y lo que padezco, y el precio que han pagado los pueblos cuando la ignoran, porque se les oculta o se les deforma. A comprender que el presente no es más que un pasado inminente, todavía en construcción, y que algún día nuestros aciertos, nuestros errores o nuestras omisiones habrán modificado no solo lo que estudien los alumnos futuros, sino sus propias existencias. La matemática me enseñó a razonar, a analizar, a deducir, e incluso a crear, como en un juego de acertijos. La ciencia me explicó cómo es posible la vida, lo que me permite comprender por qué podemos morir, si vivimos de forma irrespetuosa, en esta canica húmeda que, en el vecindario de la galaxia, es nuestro planeta.

También hice un mantel en punto en cruz. Debía poder ser exhibido al derecho y al revés. Lo hice perfecto. Y lo odié. Pero lo conservo. Porque me enseñó a sobrevivir a pruebas absurdas, a tareas frustrantes, a ejercicios ilógicos de poder. Y la vida está plagada de ellos. Me enseñó, pues, a lidiar y a salir avante.

En Chile los muchachos se tiran a las calles exigiendo su derecho a aprender. Tirémonos nosotros aquí a las aulas, a ejercerlo.