El día en que las calles de San José tomaron la palabra

Una gran carpa, ubicada frente a la iglesia de La Dolorosa, es el punto de encuentro para que personas en situación de calle, diagnosticadas con VIH, adictos y voluntarios compartan detalles de sus vidas en busca de un nuevo comienzo.

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Al costado sur del Parque La Dolorosa, en San José, Marco Vargas y Édgar Rodríguez estrechan sus manos para despedirse, luego de compartir algunas horas de la mañana del domingo 19 de mayo, en el Desayuno Fraterno de La Carpa. Este es un espacio que les permite ponerse al corriente sobre sus vidas, especialmente, después de que se conocieran cuando se encontraban en situación de calle, por razones completamente opuestas.

“La gente de la calle siempre se conoce entre ellos. Compartir en algunos momentos el frío, el hambre, te hace crear un vínculo con la persona que tenés a tu lado, se vuelven tu familia, porque hay algo que los une: la necesidad”, afirma Rodríguez, mientras se acomoda unos libros que carga en su mano izquierda.

Este hombre, de 65 años, estudió arquitectura y derecho, de allí que lo llamen abogado o licenciado, porque se dedica “a todos esos trámites relacionados con papeles legales”. Se define a sí mismo como un vecino de la calle, como un habitante, pero que en las noches acude al Centro Dormitorio de la Municipalidad de San José, ubicado 350 metros al norte de la iglesia La Merced, en busca de un espacio para pernoctar.

Tanto Rodríguez como Vargas recuerdan que fue precisamente en una fila para encontrar una cama en este lugar cuando se conocieron y, poco a poco, coincidieron en otros espacios en los que tenían acceso a un plato de comida caliente. A partir de entonces, se convirtieron en amigos, en los que se apoyan ante la adversidad.

Cuando se le pregunta al licenciado los motivos que lo llevaron a estar en situación de calle, trata de responder con la mayor discreción posible, y asegura que se trató de un desacuerdo con su compañera sentimental después de tres años de convivencia. A pesar de que tenía una pequeña cantidad de dinero ahorrada, esta solo le permitió mantenerse de forma independiente durante mes y medio.

“Esto sucedió desde hace unos cinco años. Viví un poco en la oficina, un poco en la calle, donde una amistad o con algún familiar, pero el dinero se me terminó. Precisamente, la persona que menos me imaginé fue la que me habló del Centro de Dormitorio, así que llegué hasta allí y presenté la copia de mi cédula, lo que me ayudó a encontrar un espacio en el lugar”, comenta.

Para Rodríguez, a quien le faltan 12 materias para graduarse como abogado, contar a otros su historia le ha permitido ir desmitificando la creencia que se tiene de que “solo adictos o personas con VIH” son las que hacen de la calle un hogar. Desde su perspectiva, lo que lleva a alguien a vivir en cualquier esquina de San José, además de la falta de dinero, es el desarraigo familiar.

“En mi criterio, todo esto es muy simple. Somos personas que no tenemos dinero para comer, sino que vivimos de la caridad pública, así que es muy probable que las personas crean que nuestro mayor problema es la drogadicción, pero este no es mi caso. Si usted me revisa a mí los bolsillos en este momento, no tengo ni un cinco, así que fue eso lo que me llevó a la calle, no los estupefacientes”, dice.

La otra cara

La historia sobre cómo Marco Vargas llegó a ser un habitante recurrente de las calles de la capital se remonta a cuando iba a cumplir 24 años, y fue sentenciado a cumplir 15 años en prisión al ser acusado por siete robos agravados y portación ilegal de armas.

Reinsertarse en la sociedad, tras descontar 13 años de pena fue una de las metas más difíciles de alcanzar, por lo que al buscar empleo recurrió a medidas extremas, como el falsificar curriculums o escanear hojas de delincuencia de otras personas, todo para encontrar un trabajo que le generara una mayor estabilidad en su vida.

“Me tocó hacer todo eso para conseguir un trabajo. Finalmente, obtuve un puesto como cajero dependiente en una empresa y estuve allí durante un año y medio, por lo que comencé a sentirme como una persona otra vez, siendo parte de una sociedad que me había discriminado anteriormente. Poco a poco fui estableciendo mis propias responsabilidades”, contó el hombre de 42 años.

A pesar de que recibió ayuda de su familia en todo momento, para Vargas el problema estaba en que sentía un vacío constante, por lo que, aunque ya tenía un trabajo y alquilaba un departamento, el no saber qué le generaba este sentimiento hizo que volviera a recaer en sus adicciones, a las drogas y el alcohol.

En un abrir y cerrar de ojos ya se encontraba viviendo nuevamente en la calle, esto durante tres años. Cuando recuerda ese momento, Vargas reconoce que como adicto buscó todo tipo de excusas para consumir licor y “perico”, (en el mejor de los casos). Tenía dinero, así que decidía gastarlo hasta emborracharse o drogarse por situaciones tan ajenas como la “muerte de cualquier perro callejero”.

“Ahora soy un adicto en recuperación y voy a Narcóticos Anónimos todos los días. Desde hace seis años conozco La Carpa, en un inicio porque venía a buscar comida cada domingo de por medio, que es cuando están aquí. Poco a poco me fui enterando de su verdadera labor: ofrecerle herramientas a personas con VIH y adicción para que puedan sentirse útiles en la sociedad”, aseguró.

Vargas recuerda la primera vez que llegó hasta el parque ubicado frente a la iglesia La Dolorosa, luego de que un “amigo de la calle” le dijera que si tenía hambre había un lugar en el que daban desayuno de 7 a. m. a 8 a. m. En ese momento, no era consciente de que se trataba de una nueva oportunidad para poder lidiar con sus adicciones.

Tener un espacio en el que podía conversar con otras personas sobre su situación pero especialmente que pudiera ser escuchado por otros, resultó clave para sentir que podía retomar las riendas de su vida. La incomodidad que sintió al comienzo, al pensar que era observado por todos, se disipó al entender que no se trataba de que otros lo juzgaran, sino que era una invitación a conocer su historia.

“Poco a poco vas entendiendo que todos somos distintos, pero que tenemos el mismo valor como personas. Hace siete meses que estoy en el Hogar de la Esperanza, que es el promotor y organizador de La Carpa, por lo que ahora tengo un lugar donde dormir cálidamente y no tengo que preocuparme por la comida y puedo hacer ejercicio”, expresó el hombre, quien está estudiando para poder sacar el bachillerato y seguir en la búsqueda de empleo.

Cambio inspirador

Marcela Durán sostiene entre sus manos un celular, al tiempo que se apresura a buscar en la galería de fotos alguna de las imágenes de uno de los dos nietos que tiene. Se trata de Saúl, de cuatro meses, y quien se ha convertido en el principal motor para mantenerse alejada de las drogas.

Cuando finalmente la encuentra, se queda mirando fijamente la pantalla del teléfono, mientras suspira y toma un nuevo aire para mantener el ritmo de su frenética conversación. Ahora los detalles se centran en cómo una persona de tan corta edad es capaz de darle un nueva esperanza a su vida.

“Yo fui diagnosticada con VIH en el año 1999, cuando solo tenía 15 años. A los tres meses de enterarme del diagnóstico, quedé embarazada de mi único hijo y eso cambió todo por completo. Yo huí de mi casa cuando era una niña y, prácticamente, me críe en la llamada Zona Roja de San José, por lo que esto de vivir en la calle es muy conocido para mí”, recordó la mujer de 35 años.

Durán, quien comenzó a consumir drogas desde que tenía nueve años, asegura que, aunque el periodo de abstinencia es complicado, decidir dejar de hacerlo se torna fácil después de tanto sufrimiento. Esta es la cuarta ocasión que entra al hogar, pero en esta oportunidad siente que hay algo distinto en ella y quienes la rodean.

Su objetivo ahora es mantenerse “limpia”, como lo ha hecho en el último año junto a su hijo David, de 19 años (también exadicto) con el fin de convertirse en un buen ejemplo para sus nietos. Es por ello que su objetivo, en un mediano plazo, es poder estudiar para convertirse en chef de su propia soda y poder cocinar para otros.

“Yo tengo mi casa propia en Los Lagos de Heredia, la que estuvimos a punto de perder por esto de la droga. Si usted la ve ahorita, está toda baleada, porque nos juntamos con personas que no debíamos. Ahora sueño con poder transformarla y acondicionar un área para cumplir esa meta personal y siento que esta vez voy por buen camino”, aseguró.

Con gran orgullo cuenta que su hijo recibió una beca por parte del Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA) para ser parte de la Selección Masculina de Fútbol Calle de Costa Rica. Ella se centra, mientras tanto, en fortalecer su salud y ayudar con las reparaciones de la casa que tiene como sede el Hogar de la Esperanza.

“Mi hijo es mi mejor amigo. Los dos hemos consumido drogas juntos y hasta hicimos de un charral nuestro hogar. Cuando él comenzó a consumir drogas, decidí quedarme en la calle junto a él para cuidarlo, así que nos drogábamos juntos por muchos años. En uno de esos momentos, mi padre, Édgar Durán, fue el que nos ayudó a salir de la calle y es nuestro ángel”, dijo.

Ser parte del grupo de voluntarios del hogar que participa en la preparación y entrega de comidas es una acción que le permite sentirse útil, así contribuye con la sociedad desde sus distintas capacidades. Saber lo que es pasar hambre y frío le permite entender el sentir de quienes están atravesando por un momento así.

“Para querer salir de la droga hay que tocar fondo y sufrir. Yo aprendí en mi vida a experimentar el dolor a través de las otras personas, así que ya nada me tumba tan fácilmente. Ahora, cualquier decisión que yo tome, trato de ponerla en una balanza. Le puedo decir que yo sé lo que es recoger una empanada descompuesta de un caño y comerla, porque no había nada más. Eso te hace ver la vida de otro modo”, sentencia.

Empezar de cero

Desde hace ocho meses, la pareja integrada por Manuel Campos y Alexander Zeledón vive en el Hogar de la Esperanza. Llegaron hasta allí luego de ser víctimas hace nueve meses, de agresión física, psicológica y verbal por parte, según su versión, del administrador del apartamento que alquilaban, quien les tiró a la calle sus cosas, incluidas sus medicinas para el VIH.

Una vez que conversaron con una trabajadora social encontraron un espacio en el centro, por lo que el siguiente paso fue encontrar un empleo que les permita retomar su vida de independencia. Campos halló un puesto como auxiliar de bodega en un supermercado, mientras que Zeledón sigue en la búsqueda, pues quiere algo relacionado con hotelería.

“Siempre es importante para nosotros dos venir y contribuir con el proyecto de La Carpa, porque nos permite regresar un poco de lo que hemos recibido. Darle comida a nuestros amigos, que están en situación de calle, nos permite recordarles que ellos son seres humanos y que también merecen nuestra atención y respeto”, dice Campos, de 46 años.

Por su parte, Zeledón relató que cuando fue diagnosticado VIH, hace 23 años, tomó la decisión de irse a vivir con unos amigos a la ciudad de Nueva York, pero al regresar a Costa Rica, una década después, tuvo una recaída que casi no logra superar.

A la pareja, que tiene casi tres años de relación, le costó un poco adaptarse a la convivencia junto a las otras 26 personas que también viven en el Hogar de la Esperanza. Todo ha sido un aprendizaje para ambos, desde la aceptación sobre las opiniones de otros hasta el tener que respetar los espacios de sus compañeros.

“Cuando pasa una situación como la que nosotros vivimos, es como un llamado a Tierra. De alguna forma, es comenzar de cero porque hemos aprendido a convivir con muchas personas, a respetar sus opiniones o puntos de vista sobre ciertos temas, a ser más tolerantes. Esperamos, en unos dos meses, encontrar un lugar al que podamos irnos y retomar nuestras vidas”, expresó Zeledón, quien tiene 43 años.

Tanto Campos como Zeledón esperan seguir colaborando cada domingo en La Carpa de la manera con la que se sienten más útiles: ayudando a repartir la comida entre las cientos de personas que acuden a ella. A esto se suma la necesidad de sentarse con ellos para conocer sus problemas y promover el mensaje de aspirar a un nuevo futuro.

Lecciones de vida

Lo primero que aprendió a reconocer sin dolor alguno Roberto Umaña –también conocido como Lulú– es que viene de una familia disfuncional, cuyos padres eran alcohólicos. A sus 18 años, tomó la decisión de salir de su casa y convertirse en travesti, lo que lo llevó a consumir alcohol y drogas, además de dedicarse a la prostitución durante 20 años.

Intentar descubrir qué era lo que realmente escondía esa sensación de vacío en su vida fue lo que lo impulsó a tomar la decisión de dejar de vestirse como mujer y abandonar las calles. Expresa que está vivo porque “Dios es muy grande”, ya que hasta fue baleado en alguna ocasión, por lo que cree que esta es una nueva oportunidad para apostar por lo que lo haga feliz.

“Yo salí VIH positivo después de que dejé de prostituirme, así que vea lo que es la vida. Yo cometí horrores de horrores por la droga que ni me cuidaba, así que fue hasta tres años después que fui diagnosticado. De eso hace ocho años, así que pasé de vivir en una casa en barrio Aranjuez a una acera, en un pedazo de cartón, por Barrio México”, afirma.

En una de esas tantas noches, en las que no tenía nada qué comer, reflexionó y llegó a la conclusión de que si todavía estaba en este mundo, era porque tenía una misión. Después de haber tocado fondo, como el mismo Umaña lo reconoce, sintió que era el momento de rehacer su vida y cumplir sus metas.

A pesar de que hace 15 años ingresó, por primera vez, al programa del Hogar de la Esperanza, siente que es hasta hoy que es capaz de asumir la responsabilidad que conlleva el sentirse bien y merecedor de amor y respeto.

“Siempre me dije a mí mismo que me merecía estar bien y superarme, pero el subconsciente me decía todo lo contrario. El año pasado regresé al centro y, aunque en el primer mes me escapaba, sentía que no era lo mismo. Recibí terapia y hoy veo con una mayor claridad lo que quiero para mi futuro”, dice.

Es por ello que, actualmente, divide su tiempo entre preparar la comida que se ofrece en La Carpa, además de recibir clases como cocinero para hotel en el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA), desde hace seis meses. El ver la otra cara de la moneda, como él mismo comenta, es lo que le hace sentirse comprometido con la causa de ayudar a otros.

Umaña les asegura a sus amigos, con los que hasta llegó a compartir su cobija, que sí es posible salir de la calle, por lo que los invita a despertar en ellos el deseo de superación que los haga salir de su zona de confort. La motivación por parte de la sociedad es, para él, lo más importante cuando se busca aumentar la seguridad y el autoestima en las personas que están atravesando esta situación.

“En algunos momentos, aún cuando yo me negaba a entenderlo, siempre tuve personas allí que me decían que merecía una vida mejor, que me ofrecían su abrazo sincero y escuchaban lo que yo tenía para decir. Quizás, estos gestos no llegaron en el momento que ellos creían que era el adecuado para salir de allí, pero aquí está el resultado”, afirma el estudiante, que aspira a tener su propio negocio.

Tras haber tomado malas decisiones por mucho tiempo, según confiesa, se acercó nuevamente a su familia para pedirles perdón por el daño que les hizo. Hoy ya no lleva consigo esa carga emocional, pues decidió abrirle espacio a los nuevos recuerdos que crean juntos.

Ayudar a otros

Hace 27 años, Orlando Navarro sintió la necesidad de crear un espacio en el que las personas con VIH recibieran, de forma gratuita, la atención médica necesaria para hacerle frente a esta enfermedad. También quería proporcionarles las herramientas que les permitieran mejorar su calidad de vida mediante un acompañamiento en todo el proceso.

Junto a su esposa, Yadira Bonilla, creó el Hogar de la Esperanza, ubicado en Paso Ancho, en el que alberga a un grupo de 28 hombres y mujeres diagnosticados con esta enfermedad, y que también sufren de algún tipo de adicción.

“Lo que buscamos desde el primer momento fue transmitirles que ser parte del hogar es tener vida y no muerte. A muchos de ellos, después de estar en la calle, se les proporcionan las herramientas para que encuentren un empleo y puedan crear su propio proyecto de vida”, asegura Navarro.

El director del centro explica que, en el proceso de buscar alternativas para reducir el daño que genera la adicción a las drogas y el alcohol, es que nace el proyecto La Carpa. Allí, desde hace 15 años se le ofrece a las personas en situación de calle un plato de comida y un espacio para conversar, conocer sus necesidades y hablarles sobre las oportunidades que tienen de reinsertarse en la sociedad.

“Para mí, la calle es terapéutica y hace que muchos cambien. Hay centros que no resultan accesibles para algunos por el costo económico, por lo que el utilizar los mismos elementos que nos proporciona la calle nos ayudan a que las personas puedan salir de la droga y sus otros vicios. Todo se trata de prestarles atención a través del modelo de la escucha”, sostiene el también sociólogo.

Según Navarro, la experiencia adquirida a lo largo de estos años le permitió entender que estas personas lo que más necesitan es que se les brinde la oportunidad de contar lo que han vivido, de que cuenten su historia personal. Esto los empodera y les hace sentir que son mucho más que las “etiquetas impuestas por la sociedad”.

Cada una de las personas que llega hasta La Carpa, que funciona con las donaciones de distintas empresas e instituciones, recibe una hoja de ingreso en donde colocan sus datos personales y se les da el respectivo seguimiento. Además, se les ofrece la opción de llegar al hogar durante toda la semana para que puedan comer y asistir los programas complementarios.

El estar sentados todos juntos en una misma mesa, desde voluntarios –quienes hacen donaciones– y los que están en algún riesgo social, es lo que contribuye a que las “etiquetas sociales desaparezcan” y que el proyecto se consolide. La reinserción en la sociedad de cientos personas durante todos estos años es solo una muestra de ello.

“Lo primero que hay cambiar es el referente que tiene la sociedad de que alguien que está en situación de calle es una mala persona, drogadicta, que se dedica a la prostitución o que se mueve en una constante violencia. Cada uno tiene cualidades, así que no solo los que están en situación de calle tienen que cambiar, sino que también tiene que hacerlo la sociedad con sus etiquetas”, afirma Navarro.

Ese domingo del mes de mayo, Édgar, Marco, Marcela, Roberto y las cientos de personas que llegaron hasta La Carpa a desayunar, compartieron unos con otros lo que han aprendido a valorar más en su vidas: el tiempo y la importancia de escuchar las historias de vida de quienes nos rodean.