Del ascensor al restaurante, del restaurante al salón de refrigeración... El ascensor va de arriba hacia abajo y Marcos Lama, chef ejecutivo del Gran Hotel Costa Rica, gravita en cada uno de estos sitios en el transcurso del día.
No es para menos: este emblemático hotel josefino, construido en 1930, requiere un compromiso de toda hora. Marcos está consciente y hace sus vueltas gustoso, sonriendo.
En el quinto piso del hotel, donde se encuentra el restaurante y la cocina, Marcos aparece, alto e imponente a sus 30 años. “Es un gusto recibirlos”, dice, con la propiedad del caso: él está a cargo de una cocina gourmet que atiende de 350 a 400 personas semanalmente, entre desayunos, almuerzos y cenas (sin contar los eventos sociales y corporativos de quienes alquilan el lugar).
El salón de comidas es de lujo: el piso brilla y las luces se acompañan de gigantes ornamentos que profetizan una velada especial para el comensal que aquí se apersone, sin importar si es un huésped o un visitante externo.
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Desde este piso, se mira a San José con otros ojos: los edificios y las montañas que abrazan a la ciudad hacen que la capital se vea más luminosa que lo que podría aparentar cuando se recorre a pie.
“Es que lo que se da en este hotel es una experiencia”, asegura Marcos, dando a entender que esta cocina tiene sus intereses particulares, pues todos los que aquí trabajan ven en la gastronomía el chance de ofrecer una memoria, un recuerdo subrayado en la mente. Marcos es el primero del batallón de cocina que quiere que la gente que aquí visite siempre recuerde “aquella vez que comió en el Gran Hotel”.
El departamento de cocina es complejo. Existe una jerarquía de hecho, obviamente encabezada por Marcos como chef ejecutivo, quien se encarga del aparato administrativo del restaurante: revisar las ventas, temas de recursos humanos, preservar el buen ambiente dentro de la cocina y dar reportes a los altos mandos sobre la efectividad del restaurante. Le sigue un subchef, con el que comparte labores administrativas y que se encarga de ser enlace con proveedores; después está el supervisor que, como su nombre indica, está al tanto del orden de atención de los platillos (que van desde los ₡7.000 hasta los ₡20.000) y sus tiempos de preparación.
Posteriormente, aparece el entramado de quienes están todo el día “manos a la obra”.
Se trata de tres cocineros A, quienes dirigen la operación de los platillos; cuatro cocineros B, que ayudan en preparar ciertas partes de las recetas y están a las órdenes de lo que les pidan los A; y los cocineros C, quienes son una suerte de auxiliares, pues se encargan de picar, cortar y pasar herramientas al resto del equipo. Además, están los conocidos steward, quienes tienen la tarea de lavar platos, fregar el piso, mantener el aseo y trasladar alimentos desde los cuartos de refrigeración hasta lo cocina.
“La comida es importante y por eso hay tantas personas listas para que usted disfrute un buen platillo”, comenta Marcos, dejando ver el mini ejército de cocineros que dirige. Todo funciona como un reloj suizo para que el objetivo se cumpla.
Marcos entendió la cocina así tras más de diez años en el oficio. Cuando era niño y creció en su casa familiar, en Hatillo, cuenta que allí cocinaban “por sobrevivir”, según sus palabras, pero él siempre tenía la curiosidad de colarse entre las manos de su abuela y madre para aprender a preparar arroz y frijoles.
Esa experiencia fue un anzuelo más grande de lo imaginado y, cuando terminó el colegio, decidió reclutarse en el Instituto Nacional de Aprendizaje para especializarse en gastronomía. En el último de sus tres años allí, fue a hacer la práctica en el restaurante del Hotel Herradura, donde posteriormente lo ficharían y navegaría, de hotel en hotel, hasta arribar al actual recinto josefino donde se desempeña.
Hoy, por ejemplo, nos cocina un pulpo. Se mueve entre ollas, tablas de picar, cuchillos, condimentos y aceites que, a ojos ajenos, resultan como una ecuación química: solo él sabe las porciones, los tiempos de duración y la textura que amerita algo tan delicado como esta criatura marina.
“Uno aprende a tener una visión particular de lo que significa cocinar”, admite, “porque los comensales quieren un momento inolvidable”. Esto lo reafirma a través de sus anécdotas, como una pareja de recién casados que atendió hace un año y que, justo hace un par de semanas, volvió a visitarlo. Lo reconocieron en un pasillo y hasta le pidieron una foto. “Eso lo hace a uno sentirse especial”.
Cuando piensa en la felicidad que le provoca la gastronomía, Marcos no duda en situar una referencia clara: Ratatouille, película de Pixar que cuenta la historia de una rata que tiene el potencial para ser un chef.
Marcos, de hecho, lleva un pin en su camisa sobre la cinta, uno que compró recientemente tras un viaje a EuroDisney. Además, en su brazo derecho tiene tatuado a Remy, la rata protagonista del filme.
“Para mí esa película lo dice todo”, dice, “porque a mí me deja pensando en lo especial que es uno por trabajar en una cocina. Lo que pasa allí adentro se siente mágico y es algo que, creo, todos los que tomamos un sartén debemos tener presente”, finaliza.