El caso del arte vs. Putin

El miércoles 8 de junio, Petr Pavlensky fue liberado de prisión. El artista es el más reciente de una larga seguidilla de rebeldes y provocadores que dedican su obra a protestar en contra del presidente de Rusia, Vladimir Putin

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Hacía frío en Moscú. De acuerdo con los registros meteorológicos, a la 1:15 de la mañana del 9 de noviembre del 2015, la temperatura en la capital rusa oscilaba entre 1 y -2 grados centígrados. Hacía frío, pero a Petr Pavlensky nunca le han importado mucho las condiciones: ni las externas ni las de su propio cuerpo.

Así que, sin detenerse a pensar en la gélida Moscú –o tal vez pensando precisamente en ella–, Pavlensky abrió el bote de gasolina y roció con el líquido las puertas del edificio Lubyanka, cuartel del Servicio Federal de Seguridad de Rusia, heredero de la KGB, la agencia de inteligencia y policía secreta de la Unión Soviética. Enseguida, Pavlensky utilizó un encendedor de cigarrillos para encender una llama.

Las puertas de madera se incendiaron de forma parcial. Mientras tanto, Pavlensky –vestido con una capucha negra– posaba para las fotografías con el bote de gasolina en sus manos. 30 segundos más tarde, había sido detenido por las autoridades rusas.

En su contra se abrió una causa criminal que acusaba su accionar de vandalismo, aunque él hubiera preferido que se le considerara terrorismo. La puerta de Lubyanka en llamas era la última de sus obras, el más reciente de sus actos de performance con los cuales el artista y activista político ruso ha desafiado al gobierno del presidente Vladimir Putin.

Su caso recobró notoriedad este miércoles 8 de junio, cuando el provocador artista fue liberado de prisión y fue multado en castigo el equivalente a $7.750. Se le halló culpable de dañar patrimonio cultural de Rusia.

Su liberación fue motivo de júbilo para sus seguidores alrededor del mundo. Pavlensky, por su parte, comentó que “no importa cómo haya terminado el juicio. Lo que importa es el hecho de que fuimos capaces de desenmascarar, de descubrir la verdad: que el gobierno actúa bajo métodos de terror”.

Sobre la multa, añadió: “No puedo pagarlo y no quiero hacerlo. Ahora es posible destruir metódicamente la cultura y autoproclamarse luego monumento cultural”.

Ley de hierro

¿Quién se autoproclama monumento cultural? ¿Quién destruye metódicamente la cultura? El caso –y las palabras de Pavlensky–, aunque provocadoras y trascendentes, dista de ser el único de un artista que decide enfrentarse al gobierno ruso y, en particular, a su cabeza, el presidente Vladimir Putin.

El hombre más polémico de Rusia ha sido, sin lugar a dudas, la figura más poderosa en el país desde el comienzo de este siglo. Fue Primer Ministro del país entre 1999 y 2000; pasó a ser presidente entre el 2000 y el 2008. Más tarde, entre 2008 y 2012 fue, de nuevo, Primer Ministro y, al tiempo, jefe del conservador partido Rusia Unida. El 7 de mayo del 2012 se convirtió, una vez más, en presidente de la nación.

Aunque goza de una gran popularidad en su país, sus políticas han causado airadas protestas por parte de una seguidilla de artistas, comunicadores y activistas. Muchos de ellos han sido censurados; otros, multados e incluso han sido arrestados por expresar su disconformidad con el gobierno y sus leyes opresivas, y que limitan –e incluso castigan– la libertad de expresión.

Los ejemplos han sido motivo de diversos artículos y ensayos durante los últimos tres lustros. En el 2002 se instauró una ley que pretendía combatir el terrorismo, pero que también atacaba cualquier discurso, publicación escrita, agrupación o ideas que el gobierno considerara “extremista”; la ley dejaba la definición del término “extremista” a la libre subjetividad de las autoridades rusas, lo que ha permitido un constante abuso de poder.

Un artículo del Código de Criminalidad de Rusia penaliza cualquier acción que pueda ser interpretada como una incitación al odio o la hostilidad, o una humillación a la dignidad humana; de nuevo, la interpretación queda en manos de las autoridades.

En el 2010, se aprobó una ley cuyo objetivo es proteger a la niñez rusa de cualquier información que pueda ser dañina para su salud y su desarrollo. Dicha legislación dio al gobierno facultades para limitar cualquier creación artística si su contenido se considera ofensivo o que va en contra de los valores de la sociedad rusa.

Así, las autoridades del país mantienen una permanente vigilancia de las ideas que expresan los ciudadanos –por el medio que sea– para asegurarse de que se apegue a la visión conservadora y autoritaria que Putin desea e impone. Dicho celo no está delimitado de forma clara; en cambio, la potestad de determinar qué está permitido y qué no recae en la autoridad de turno.

“La selectividad y arbitrariedad con que se ejecutan los protocolos genera una importante incertidumbre para los escritores, editores, presentadores, sitios web y otros generadores de contenido”, resalta un informe de la fundación PEN, que vigila la libertad de expresión de autores en Estados Unidos y el resto del mundo. Agrega: “En las palabras de un escritor ruso, ‘en la ausencia de límites (que es como le gusta al gobierno de Putin), a la gente no le queda otra opción más que explorar los límites de su propia valentía’”.

Una plegaria punk

“Ahora mismo, en Rusia, el arte no puede tener la misma fuerza o influencia que el ejército o los medios estatales. Pero trabaja en otro nivel. Siembra semillas de duda”, dijo, en setiembre pasado, Petr Pavlensky a la revista Politico , meses antes de su arresto.

Se refería entonces a su performance Libertad , que consistió en recrear las protestas de la plaza Maidan, de Ucrania, en el centro de San Petersburgo, ciudad natal de Putin. “Las autoridades quieren llamar a esto locura o un crimen. Pero no arte político”.

Libertad y La puerta de Lubyanka en llamas forman parte de un currículum impactante. A estas obras se suman performances en los que Pavlensky se envolvió, desnudo, con alambres de púas; en otra ocasión, clavó su escroto al suelo de la Plaza Roja de Moscú. Todas estas protestas comenzaron en el 2012, cuando se cosió los labios en señal de apoyo a uno de los casos de censura artística más importantes desde que Putin ascendió al poder.

El 21 de febrero del 2012, cinco mujeres –armadas guitarras, sus rostros ocultos con coloridas máscaras de esquiar– ingresaron a la Catedral de Cristo Salvador, en Moscú, donde entonaron canciones de protesta en contra de Vladimir Putin y del líder de la Iglesia Ortodoxa, Cirilo I, por su apoyo al político durante la campaña electoral.

Las mujeres, que forman parte del colectivo Pussy Riot, fueron detenidas por oficiales de seguridad de la iglesia, y un mes más tarde tres de ellas fueron arrestadas por vandalismo. Unos meses más tarde, las tres fueron sentenciadas a dos años de cárcel.

El caso de Pussy Riot generó una gran atracción mediática, y más que nunca el mundo fuera de Rusia prestó atención no solo a las acciones de los artistas –como este grupo, como Petr Pavlensky y como muchos otros más– en protesta contra del gobierno, sino de los abusos de poder y censura ejecutados por Putin desde su llegada al poder.

Tras casi dos años en prisión, Pussy Riot fue liberado en diciembre del 2013, pese a que el propio Putin ya había manifestado que “recibieron lo que estaban pidiendo”. Aunque se celebró como una victoria para la libertad de expresión, las rebeldes mantuvieron la compostura y la tónica que exhibió el propio Petr Pavlesnky tras su liberación el pasado miércoles: que Rusia no será libre mientras en su cúpula se mantenga, incólume, autoritario, absoluto, Vladimir Putin.