El aterrizaje honroso de Elsa Carranza

41 años se pasan volando. Que lo diga Elsa Carranza, primera mujer tica tripulante de cabina en pensionarse. Su último viaje fue ida y vuelta a Los Ángeles. La Revista Dominical la acompañó

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–Claro, todo esto es por mi cumpleaños— bromeó un pasajero al abordar el avión en Guatemala y ver la entrada de Airbus A320 llena de serpentinas brillantes y adornos de fiesta.

—Ah no, hoy es mi día— le respondió la jefa de cabina Elsa Carranza, con su impecable sonrisa y sin ningún rastro de grosería. Aquella aeromoza de 60 años era pura emoción –y también ansiedad, muy bien disfrazada– ante cada frase, cada detalle y cada felicitación después de que uno de los sobrecargos o pilotos les confesaban a los pasajeros de los vuelos AV 640 y AV 641 la razón del festejo: después de 41 años de volar, ella se convertiría en la primera costarricense en pensionarse como tripulante de cabina ese martes 15 de diciembre. A ella nadie le robaría su día.

Su último viaje de trabajo había comenzado unas 36 horas antes, en un típico domingo de diciembre todo trajinado en el Aeropuerto Juan Santamaría. Aunque no era evidente para el resto de mortales, lo curioso es que aquel vuelo de Avianca que despegó a las 5:30 p. m., rumbo a Los Ángeles y con conexión en Guatemala, no tenía nada de común: llevaba a una tripulación escogida especialmente por Elsa para celebrar su último periplo, iba un pasajero especial para apoyar y vivir un capítulo tan importante en su vida: su esposo, don José Luis Jiménez –arquitecto–, y además todo el personal de la aerolínea mostraba una contentera impresionante. “No es para menos, no es cualquiera”, fue la frase y suerte de mantra que se repitió por aquí y por allá durante la ida y el regreso.

Encontrarla era facilísimo, pero no acerté a la primera. Sentados en las sillas frente a la puerta 9, estaban los sobrecargos; aquella mujer madura, delgada, de cabello castaño corto y enorme sonrisa contándose mil historias con sus compinches de trabajo: Ligia Chavarría, Maureen Chinchilla y Omar Flores, además de su esposo. Aquella era la fiesta de las Caperucitas, como les dicen a las aeromozas de Avianca por su uniforme rojo intenso con capa y sombrero.

Mi problema, además de no ver una foto antes, fue buscar mi idea de una mujer de poquito más de 60 años; claro, no la iba a encontrar, ya que doña Elsa aparenta, si acaso, 55.

No hay duda, la herediana de nacimiento y residente de Ciudad Colón por elección sobresale por su don de gentes; trata a amigos y desconocidos con una enorme familiaridad, sin llegar a ser invasiva o descortés.

Cuando chiquilla y adolescente soñaba con ser abogada o veterinaria y se convirtió en tripulante de cabina a los 19 años. Ella llegó a pedir trabajo en Lacsa, compañía de entonces, y lo obtuvo en labores de oficina; a los cuatro días, le ofrecieron ser aeromoza, posibilidad que jamás había contemplado y le intrigó la oferta. No obstante, el jefe de pilotos pidió, primero, hablar con el papá de Elsa para asegurarse que la familia entendiera qué significaba aquello: muchas horas fuera del país y sacrificio; don Roberto Carranza Echandi le respondió sin titubear: “Si a Elsa le interesa...”. Elsa le dijo sí a su único trabajo en su vida.

El 16 de noviembre de 1974 comenzó su viaje de 41 años, primero en la ruta de Costa Rica a Venezuela y, desde entonces, surcó los cielos del continente miles de veces, tantas que ni se atreve a dar un número. En algunas ocasiones, también laboró en recorridos de un punto a otro en el país.

“Al principio me impresioné mucho con tanta carrera, estrés y preparación que se requería; luego, me acostumbré y lo disfruté. Siempre tuve la mente abierta para aprender y me fue bien. Hay que tener mucha vocación de servicio”, asegura.

Fue parte de Lacsa, de Taca y, ahora, de Avianca; usó 15 uniformes diferentes y conoció infinidad de pasajeros y compañeros.

Jefa hasta el final

Y en esta última vez –solo laboral, ya que tiene algunos viajes planeados–, ella se sabía la homenajeada, pero nunca se olvidó lo que la llevó allí: en un avión todo debe funcionar con precisión suiza y ella, como la jefa de cabina, se encarga de asegurarse que así sea. “Allí va la jefa; ella no va a soltar las riendas tan fácilmente”, dijo don José Luis, hombre con el cual se casó hace 18 años.

Todo era igual, pero todo era distinto. Los pasajeros subieron en el ordenado caos usual, buscaron sus asientos y ella comenzó a atender a los clientes de clase ejecutiva con agua, un pañito para limpiarse, un espumante, unas semillas secas; recoger los vasos, los platitos y la basura, prepararse para el despegue... Y mientras tanto, subían compañeros de las oficinas, de la pista y conocidos a felicitarla, regalarle abrazos y tomarse fotos con ella. “Es que es la primera, no es cualquiera”, se decían y le decían.

Cuando Omar Flores, uno de sus tripulantes de cabina elegidos, dio la bienvenida al vuelo y contó el motivo especial, los pasajeros aplaudieron y Elsa sonrió y se sonrojó. Tras 41 años de estar pendiente de otros, ella no está acostumbrada a ser el foco de atención.

Mientras la voz pregrabada daba las consabidas instrucciones de seguridad de aquel Airbus A 320 con seis salidas de emergencia, ella tragó grueso; después, buscaba con la mirada a su esposo, en la clase económica, y volvía a sonreír.

Hubo algo de turbulencia, mas, dentro del avión, todo transcurrió como era previsto: vinieron las bebidas, llegó la comida (“¿carne o pasta, señor?”), recoger todo, estar listos para el aterrizaje en Ciudad de Guatemala. Aquella ensayada rutina solo se quebrada por las preguntas de algunos curiosos acerca de su retiro y algún agradecimiento especial.

Cena especial

El trayecto hacia Los Ángeles, un largo tirón de unas cinco horas, sirvió para que la tripulación hiciera lo que les correspondía y, cuando todos dormían, le ofreciera una cena especial a Elsa, pero no con comida de avión: Omar llevó pastel de yuca; Ligia, la ensalada, y Maureen, los refrescos y el postre (un arroz con leche especialidad de la mamá).

La jefa estaba feliz y agradecida con el gesto, los sabores y las historias allí compartidas. “Son tan especiales; todo está riquísimo”, les insistía.

Un café le sirvió para hacer una pausa y recordar a un pasajero especial: el papa Juan Pablo II. Era 1983. Sus jefes la escogieron como parte del equipo para acompañar y atender al Pontífice en el vuelo entre Guatemala y Venezuela. A una compañera y a ella les correspondió servirle la comida y, al final, él les regalo un escapulario y la bendición. Incluso, contó una anécdota que la acongojó mucho entonces, pero ahora solo le daba risa: le sirvieron una ensalada con roast beef como entrada y el papa lo rechazó cortésmente, ya que no comía carne; no entienden cómo pasó, pero nadie sabía; así que ella y su compañera corrieron a improvisarle una ensalada adecuada, se la dieron y a él le gustó. “Imagínese, qué barbaridad. De los nervios nos dio risa detrás de la cortina”.

Casi a la 1 a. m. del lunes, la tripulación, el piloto José Joaquín Quincho Salazar y el copiloto Guillermo Segura estaban listos para descansar y Elsa se fue a dormir ilusionada: el día libre serviría para que sus compañeros y esposo la llevaran donde quisiera, antes de descansar porque el vuelo de regreso salía a las 12:30 a. m. del martes.

Las horas rindieron al máximo en LAX (como ella y sus compañeros de trabajo se refieren a la ciudad de Los Ángeles): Elsa quería ir a la tienda Ross (fueron a tres), Elsa quería almorzar rico, Elsa quería ir al mall , Elsa regresar a tiempo; en todo la complacieron y ella estaba encantada, aunque convencida de que faltaba lo más difícil: la última parte del viaje.

Quincho Salazar estaba honrado de que ella lo seleccionara para esta ocasión tan especial; son amigos hace década y él habla muy bien de ella: “Es muy especial; nunca hacía problemas y era muy chineadora. Una persona así va a hacer falta. Ahora puse una foto en Facebook y todo mundo tiene que ver con ella. Con su trabajo, seriedad y carácter dulce, se ganó el cariño y el respeto de la gente; además, sabe bien su oficio”.

De vuelta

Puntualísima, Elsa llegó al aeropuerto de LA con las maletas repletas, un regalo de sus amigos sobrecargos (una cartera Calvin Klein), mucha emoción contenida y la nostalgia merodeándola.

Ella seguía trabajando, concentrada, sin perder la sonrisa, adelantándose a algunas peticiones comunes de los pasajeros de primera clase y atendiendo la infinidad de solicitudes que puede recibir una sobrecargo en cinco horas en el aire.

Sin ningún reproche le preguntó cómo seguía a un niño de unos siete años, que se vomitó en el viaje, y les pidió sus compañeros en tierra traerle una bebida para que se hidratara. En la escala en Guatemala, estaba pendiente de esto cuando limpiaban el avión, ya venían más pasajeros y ahora sí el fin era inminente; fue entonces cuando la nostalgia se le alojó en el rostro y solo atinó a decir: “Ahora sí, voy a respirar”. Lo hizo, despacio, sin aspavientos y volvió a su gesto relajado usual.

Sus tres compañeros decoraron el avión con adornos brillantes. Omar y ella recibieron a los recién llegados, extrañados por el ambiente festivo; precisamente, fue uno de ellos quien bromeó con lo del cumpleaños y ella le aclaró que era su día.

La última travesía se hizo cortísima. Quincho era una garantía de que el avión llegaría a tiempo, lo cual pasó. Elsa conservó la calma, aunque la mirada acuosa revelaba esporádicamente a unas lágrimas traicioneras.

Esta vez, el copiloto le agradeció por su espíritu de servicio, por su desempeño y los valores que mostró durante su vida laboral; los aplausos fueron más fuertes e, incluso, hubo unos vítores.

Ya en tierra, los pasajeros se tiraron a los pasillos para sacar sus pertenencias y ella, ya con el uniforme rojo, completo, estaba lista para abrir la puerta del avión por última vez. Ella respiraba profundo, sonreía; su tripulación estaba emocionada y había muchos compañeros de Avianca esperándola al otro lado. Los flashazos , los aplausos, los gestos de los pasajeros (estampitas, calendarios, bendiciones y abrazos), las felicitaciones y tantas caras conocidas la abrumaron; Elsa supo responder siempre feliz y, sobre todo, satisfecha.

Antes de descender del vuelo AV 641 y pensionarse del único trabajo de su vida, Elsa terminó lo que había empezado y le preguntó al niño que vomitó, antes de que se lo llevaran sus papás: “¿Ya se siente mejor?”. Ahora sí, su trabajo había terminado y era tiempo de unirse a su festejo y ser el blanco de la atención; una vez más, levantó la cabeza y sonrío.

A modo de epílogo: Elsa Carranza, madre de Pablo, de 35 años, pasó muy contenta las fiestas de fin de año con su familia. Pasa su tiempo disfrutando del calor de Ciudad Colón, sacando a pasear a sus seis perros y ahora planea viajar a San Francisco (Estados Unidos). Se siente aún como en unas largas vacaciones: “Aún no he realizado muy bien el que no voy a volar más”. Está agradecida porque su trabajo le dio la oportunidad de conocer muchas ciudades (unas de sus favoritas eran Río de Janeiro y Buenos Aires) y a mucha gente especial.