De vivir y dejar vivir

Para los adoptohólicos, pagar por una mascota es inmoral porque “existen muchos perros sin hogar”.

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Hoy hace tres meses dejé de fumar. No presumo de mayor mérito porque tampoco me significó ningún esfuerzo. Un día sentí asco por el cigarro, y ese fue el último cigarro. Casualmente ocurrió el mismo día que trajimos a la casa a mi nuevo perro, un cachorro salchicha. Pero empecemos por el cigarro.

Fumé desde los 17 años, con periodos de mayor intensidad y otros de casi total abandono. Hace tiempo arrastraba la intención de dejarlo, pero era más fuerte la pereza de intentarlo que persistir en la rutina. Lo curioso fue lo que descubrí unos días después, tan pronto tomé conciencia de mi nueva condición de “exfumador”: la beligerancia obsesiva de muchos exfumadores y activistas itinerantes antifumado. Como un soldado que cambia de bando, fui abrazado por la comunidad de los fumófobos: una secta informal de ciudadanos de bien, convencidos de que su misión en la vida es rescatar prójimos de las garras de su vicio voluntario.

Pasemos al cachorro. Siempre me ha parecido admirable la decisión de adoptar una mascota; práctica que –enhorabuena– se popularizado en nuestro país. Lo que no sabía era que la otra opción, el acto de comprarla, se ha convertido en un agravio impresentable; una traición de principios. Lo descubrí con gran sorpresa luego de hacerme con mi nuevo mejor amigo. ¡De pronto me vi, con todo y salchicha, en el lado oscuro de la fuerza!

Para los adoptohólicos , pagar por una mascota es inmoral porque “existen muchos perros sin hogar”. Según su filosofía del apartheid canino, la vida del zagüate es más valiosa que la del perro en venta, sobre el que pesan todo tipo de sospechas, especialmente si es “de raza”. Discriminación positiva, deben pensar. El primer animal merece un hogar y el segundo, no tanto. Si usted paga, es un canalla.

Pero entonces no solo soy malvado por el perro, también por la salchicha; y el pollo, el chicharrón y la chuleta. Y es que ¿quién no ha tenido que lidiar por estos días con alguno de esos obsesivos evangelistas del vegetarianismo, para quienes el no compartir su visión y estilo de vida, nos convierte a los demás en seres perversos, embajadores del metano, rellenos de colesterol y toxinas?

Para muchas de estas personas, que llevan sus convicciones a ese extremo en el que ya se meten por la ventana del vecino, no aplica aquello de “se hace camino al andar”. El camino es solo uno, el propio.

¿Es raro no? Ese empeño por imponernos. Por homogenizarnos en torno a verdades únicas, incluso con respecto a los asuntos más cotidianos: a quién le rezamos, a quién le creemos, qué nos comemos, cómo nos vestimos, cuánto pesamos, qué oímos, con quién nos acostamos, y hasta cuál perro nos ladra.